Enlace Judío México e Israel.-El Pabellón de Oro, un templo Budista fundado en 1397 considerado Patrimonio de la Humanidad, se salvó de la bomba atómica durante la Segunda Guerra Mundial pero no así de un monje que estaba obsesionado con su sublime belleza.

JUAN ALBERTO CEDILLO EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO

Recientemente el sitio de “Japonandmore” recordó que Kioto fue uno de los principales blancos del ejército estadounidense para arrojar ahí la primera bomba atómica.

“Alex Wellerstein, historiador de ciencia en el Instituto de Tecnología Stevens, en EE.UU, entrevistado por la BBC, mencionó: El ejército percibía Kioto como un objetivo ideal porque no había sido bombardeada en absoluto, por lo que muchas de las industrias y algunas de las fábricas más importantes se habían reubicado allí”, publicó el sitio nipón.

Los oficiales del ejército norteamericano argumentaron que Kioto era un buen objetivo “porque era sede de muchas universidades y pensaron que la gente allí sería capaz de entender que una bomba atómica no es cualquier arma, que era un punto de inflexión en la historia de la humanidad”.

Sin embargo, para la suerte de Kioto, el secretario de Guerra Henry L. Stimson intercedió ante el presidente Harry Truman para que la ciudad fuera retirada de la lista de objetivos, argumentando que era sede de más de 2.000 templos y altares budistas, incluidos 17 lugares considerados Patrimonio de la Humanidad.

“Henry L. Stimson admiraba Kioto por haber pasado allí su luna de miel” y durante su estancia se enamoró de la ciudad, precisa la página Japonandmore.

Stimson contó que el Presidente Truman fue “particularmente empático al estar de acuerdo con mi sugerencia de que si no hay eliminación, el rencor causado por un acto sin sentido de ese calibre haría imposible que durante el largo periodo post bélico los japoneses se reconciliaran con nosotros en esa zona antes que con los rusos“.

No obstante, si el hermoso templo llamado Pabellón de Oro se salvó de la bomba atómica no fue así de la locura de un joven monje budista, tartamudo y que se consideraba feo, quien creció obsesionado con su belleza al grado que lo incendió parcialmente así que debió ser restaurado.

El escritor japonés Yukio Mishima entrevistó al monje y como resultado de esas pláticas publicó su libro “El Pabellón de Oro”, el cual recién fue publicado en español.

A continuación una breve reseña del libro:

“Mi padre me decía que ninguna cosa en el mundo igualaba la belleza del Pabellón de Oro”. Con esa idea creció el adolescente ya que su padre lo llevó a conocerlo. Su primera impresión fue más bien una decepción.

El Pabellón era la sala del Relicario de una mansión terminada en el año 1398 en Kioto, por un destacado arquitecto. Posteriormente pasó a formar parte de un templo budista.

Su padre, quien también era sacerdote, consiguió que su vástago iniciara sus estudios de la filosofía Zen en el Templo de Kioto.

En la medida que transcurrían los días fue descubriendo la belleza del Pabellón de Oro, al grado que su armonía lo embriagaba. El resplandor del templo no sólo estaba conformado por su simétrica y sublime arquitectura. El nítido espejo de agua del pequeño lago donde se edificó, los lirios, las flores de sus esplendorosos jardines y el perfume de los pinos del fresco bosque integraban una unidad para la belleza del Templo.

El espacio en su conjunto transpiraba ambiente de serenidad para la conciencia e invitaba a la reflexión.

Durante la Segunda Guerra Mundial el joven monje se preocupó porque la belleza del Pabellón de Oro fuera dañada por los bombardeos enemigos. Se obsesionó al grado que soñaba que las bombas hacían añicos el esplendor del Templo.

No conocía que los Estados Unidos acordaron no tocar Kioto por su valor histórico para la cultura global.

Durante su juventud, su embriaguez con la belleza del templo se interpuso entre la vida y él. Lo privó del erotismo y los placeres mundanos. La simétrica belleza del Pabellón de Oro se interponía entre el joven monje y las mujeres.

Entonces su pasión por el Pabellón lo llevó a que creciera en su cabeza el “esplendor del mal”. “!Ah, que la perversidad que late en mí prolifere, que se multiplique hasta el infinito!”, escribió Mishima.

Si la belleza del Pabellón de Oro se interponía en su intención de vivir, entonces creció la perversa idea de quemarlo. Reflexionó que si la belleza era destruida entonces sería más apreciada. Con esa idea que lo alegraba, una noche compró cerillos, cigarros y un frasco de pastillas somníferas para el caso que decidiera suicidarse.

Esa noche no dudó en incendiar el monumento histórico patrimonio de la humanidad. Posteriormente corrió, corrió y corrió hasta que encontró un espacio para el descanso tras cometer su crimen. Encendió un cigarrillo y meditó: “Quiero vivir”.

 

 

 

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