Enlace Judío México e Israel.- Trump es un presidente que nos tiene acostumbrados a todo tipo de exabruptos y comentarios –o planes– controversiales o políticamente incorrectos. A estas alturas, a nadie debería extrañarle. Es su modo de operar, su estilo (guste o no). Por eso sorprende que lo poco que se va conociendo sobre su plan de paz para Medio Oriente –específicamente en relación al conflicto israelí-palestino– sea la propuesta más sensata que haya llegado de cualquier país ajeno al conflicto.

IRVING GATELL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO

Por supuesto, lo que Trump y Jared Kushner han dicho sobre los siguientes pasos que se deben tomar para resolver el conflicto va a causar mucha irritación (o ya la está causando). Va a provocar que mucha gente salga a decir que es una abierta política anti-palestina, o –lo mismo, pero dicho de otro modo– que es una descarada postura pro-israelí.

Pero no. En realidad, es lo que se tenía que haber propuesto desde hace casi siete décadas. El equipo de Trump simplemente está siendo realista.

La propuesta concreta es que los refugiados palestinos que están viviendo en países árabes deben ser asimilados como ciudadanos de esos países, y que Estados Unidos ofrecerá incentivos económicos para que el proceso no sólo fluya lo mejor posible, sino incluso para que los países en cuestión tengan un beneficio económico.

Sin embargo, muchos ven en esa propuesta el golpe letal contra la llamada “causa palestina”, que ha hecho de la idea de “el derecho al retorno” uno de sus principales baluartes.

Y es cierto: la propuesta de la Casa Blanca es un modo de decirle a los palestinos “olviden eso; no van a regresar”.

Pero es lo correcto. En primer lugar, porque ningún conflicto masivo de refugiados en la Historia se ha resuelto con el regreso de grandes contingentes de población al lugar de donde huyeron. Y en segundo lugar, porque la realidad es que los alrededor de 5 millones de palestinos no son gente que haya sido expulsada de ningún lado. Están viviendo en el lugar en donde nacieron. Acaso, los expulsados fueron sus padres, abuelos o bisabuelos.

Lo único que la Administración Trump está proponiendo es que el problema de los refugiados palestinos se atienda y se resuelva exactamente igual que como se atienden y resuelven todos los problemas de refugiados que hay en el mundo.

Después de la guerra árabe-israelí de 1948-1949, unos 600 mil árabes que vivían en la zona de conflicto se vieron forzados a desplazarse. No demasiado: en muchos casos, el viaje no fue mayor a 50 kilómetros. Este contingente de refugiados de guerra fue colocado por los países árabes vecinos (Líbano, Siria, Jordania y Egipto) en campamentos a los que nunca se les dio la mínima atención para ayudarlos a mejorar las condiciones de vida. Se les refundió en una situación deplorable, infrahumana. Se les trató sin ningún tipo de derecho o apoyo real, salvo el necesario para que no murieran de hambre.

Pero acaso lo más disfuncional fue que, en contra de todas las políticas internacionales respecto a los refugiados, a sus hijos nacidos en esas nuevas sedes de residencia no se les dio la nacionalidad en turno. Es decir: eran árabes nacidos en Líbano, pero no eran libaneses; árabes nacidos en Siria, pero no eran sirios; y así sucesivamente. A los hijos, nietos y bisnietos simplemente se les siguió llamando “refugiados”.

La ONU intervino, por supuesto. Pero lo hizo del modo más irracional y –perdón la expresión– estúpido posible. En vez de presionar a estas naciones para que cambiaran su política y adoptaran la que promueve desde su fundación la propia ONU, creó una agencia de refugiados exclusiva para los palestinos, y en sus estatutos determinó que la condición de “refugiado palestino” era hereditaria, sin límite de tiempo.

Ambas situaciones fueron –y siguen siendo– inauditas. El conflicto pakistaní-hindú (muy similar al árabe-israelí por su origen diplomático) generó un problema de 14 millones de desplazados. El israelí-palestino sólo movilizó a 600 mil. Pero la ONU determinó que esos 600 mil sí merecían una agencia exclusiva, y que los otros 14 millones tendrían que contentarse con asimilarse a sus nuevos países (y esos países tendrían que contentarse con asimilar a sus nuevos millones de habitantes).

Al decretar que la condición de “refugiado palestino” era hereditaria, la ONU creó el único problema de refugiados en el mundo que en vez de solucionarse se complica cada vez más.

Desde su fundación, se calcula que la ONU ha tenido que atender a 100 millones de refugiados. En la actualidad, se calcula que unas 55 millones de personas están en esa condición. Es decir: la ONU ha tenido alrededor de un 45% de eficiencia en su trabajo con refugiados. Una cifra nada desdeñable si consideramos lo complicado que es el tema.

Pero los refugiados palestinos originalmente eran 600 mil, y ahora son oficialmente un poco más de 2 millones. Cifras no oficiales hablan de hasta 5 millones. Eso provoca que del total del presupuesto mundial para atender a 60 millones de refugiados (5 millones palestinos y 55 millones en el resto del mundo), los palestinos reciban entre el 15 y 20% de cada dólar que se destina para este asunto. Algo absolutamente desproporcionado.

¿Por qué este problema se salió de control de un modo tan extraño?

Porque la ONU violentó dos ideas básicas respecto a la atención de refugiados, y que han funcionado perfectamente bien en todos los demás casos que hay en el mundo. La primera, que la solución a los problemas de refugiados no pasa por imponer su regreso a la zona de la que tuvieron que huir; la segunda, que los hijos de los refugiados nacidos en un nuevo país deben gozar de la ciudadanía de ese nuevo país, porque será la única posibilidad de que tengan protección jurídica.

¿Por qué con los palestinos no se implementaron estas dos nociones básicas, y se permitió –e incluso se institucionalizó– una política contraproducente e irracional en todo sentido?

Porque era parte del plan global de los países árabes para destruir a Israel.

Así de sencillo. Así de simple y llano.

Desde 1949 los países árabes dejaron en claro que no estaban dispuestos a firmar ningún tratado de paz con Israel, que no iban a recibir a los desplazados de guerra como ciudadanos propios, y que el único objetivo posible con ellos pasaba por la destrucción absoluta del Estado Judío y la aniquilación de su población, para que los refugiados pudieran regresar.

Los países árabes mantuvieron esta postura de manera explícita y oficial hasta 1974, cuando después de dos intentos (la Guerra de los Seis Días en 1967 y la de Yom Kipur en 1973) por destruir a Israel por la vía militar, entendieron que no estaban en posibilidades de hacerlo. Que Israel ya se había consolidado como una potencia bélica muy por encima de las fuerzas conjuntas de todos los países árabes.

Entonces hicieron de esos refugiados su Plan B. Comenzaron a promover diplomáticamente la “causa palestina”, y para ello contaron con el abierto apoyo del entonces Secretario General de la ONU –ex miembro del partido nazi y abiertamente judeófobo– Kurt Waldheim.

Entre otras cosas, se estableció que un “derecho inalienable” de los palestinos era el del retorno. Es decir: que ese poco más de un millón de personas (no sólo los 600 mil desplazados de guerra, sino ahora también la siguiente generación, y todas las que vinieran después) debían ser readmitidos en lo que desde 1948 era un nuevo Estado. Por supuesto, también se aprobó como otro “derecho inalienable” que los palestinos debían ser autónomos. Es decir: debían ser readmitidos en Israel, pero no podían ser gobernados por Israel.

Era un descarado intento para exigirle a Israel que se dejara destruir desde adentro.

Por supuesto, Israel no aceptó, y tanto los palestinos como Kurt Waldheim se quedaron con las ganas de derrotar al Estado Judío en la arena diplomática, toda vez que en la arena militar no se había logrado.

Desde entonces, el “derecho al retorno” ha sido la bandera engaña-bobos que los palestinos han mantenido para insistir en su obsesión por destruir a Israel. Lo seguimos viendo cada viernes con las manifestaciones multitudinarias en Gaza, en las que miles y miles de palestinos tratan de infiltrarse a Israel para “retornar a sus hogares” (porque en su extraña lógica, Gaza –donde nacieron y crecieron– no es su hogar).

El mundo se vio bastante afectado por esta tara cultural, surgida única y exclusivamente de la judeofobia como digresión atávica en todo occidente en general, y en los movimientos izquierdistas y pretendidamente progresistas, en particular. Por ello, pese a lo bizarro y absurdo del caso, la mayoría de los países de este hemisferio –sobre todo en Europa– solapan la política de la ONU que ha perpetuado el problema de los refugiados palestinos, y serían muy felices si lograran imponerle a Israel la supuesta solución del “derecho al retorno” de esos árabes que nacieron mucho después del conflicto original.

De ahí que sea lógica la molestia e irritación que provocó el anuncio del gobierno de Trump.

Pero repito: por sorprendente que parezca, Trump está manifestando una sensatez que no tuvo ningún presidente estadounidense, por lo menos desde Jimmy Carter (el más torpe, miope y anti-israelí de todos, junto con Barack Obama).

Los países árabes están divididos en cuando al proyecto. Es obvio que Líbano y Siria se opondrán. Siguen atorados en la idea de que los palestinos deben ser la punta de lanza para destruir a Israel. No han entendido nada de lo sucedido en los últimos 70 años. Jordania tampoco parece recibir con mucho agrado la idea, pese a los incentivos económicos que pudieran ofrecerse. Sería el país que más palestinos tendría que absorber, y el rey Abdalá sabe perfectamente que los palestinos son problemas. Puros problemas (su padre tuvo que enfrentar en 1970 un intento de golpe de estado planeado por Yasser Arafat, que culminó en la más grave masacre de palestinos en la Historia; se calcula que murieron alrededor de 40 mil en apenas tres semanas).

Pero Arabia Saudita parece estar de acuerdo. Por supuesto, su postura es fácil porque no tiene tantos palestinos viviendo en su territorio. Egipto está en una condición similar.

Los palestinos no van a aceptar. Son especialistas en decirle que no a todo, especialmente porque no se han dado cuenta de que –en términos históricos simples y llanos– han sido derrotados y no tienen modo de ganar.

Lo más probable es que se mantengan en su obstinación hasta que Arabia Saudita –hoy por hoy, líder indiscutible en el mundo árabe libre de la influencia iraní– se harte (cosa que no tarda en pasar) y decida que es hora de eliminar a la Autoridad Palestina (una institución corrupta e inútil).

La mayor duda es respecto a qué va a hacer o qué va a pasar con Jordania. El rey Abdalá ha jugado un papel muy arriesgado en todo este conflicto. Por una parte, ha permitido el auge de los sentimientos anti-estadounidenses y anti-israelíes, fomentando incluso el extremismo palestino e islamista. Por el otro, ha reprimido brutalmente a estos grupos extremistas para venderse en occidente como el único que los puede mantener bajo control, tratando de promover su imagen de “indispensable”.

Pero los dobles juegos siempre acaban mal, y si la monarquía jordana se rehúsa a aceptar una solución aprobada por Estados Unidos, Israel y Arabia Saudita, no sería extraño que las nuevas circunstancias vinieran a recordarle a la familia real Hachemita que su trono fue un arbitrario invento de los ingleses en 1922, y que en última instancia ni siquiera son indispensables en Medio Oriente.

Que apelando a la más elemental lógica histórica, Jordania podría ser declarado el único y verdadero Estado Palestino, y que en ese caso Estados Unidos y Arabia Saudita bien pueden promover la integración de un nuevo gobierno funcional, eficiente y comprometido con llevar la fiesta en paz.

Si gente como Mahmoud Abbas y el rey Abdalá no lo empiezan a entender, lo más previsible es que ambos terminen perdiendo su trabajo.

 

 

 

 

 

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