Enlace Judío México e Israel.- “Escucha, Israel, escucha”: el último de Varsovia ha muerto.

GABRIEL ALBIAC

Y, “en medio de aquello, todos, de repente, rompieron a cantar Shemá Israel”. La cantata de 1947 fija uno de los momentos más intensos en la música de Arnold Schoenberg. Él mismo escribió el poema que le sirvió de base. Schoenberg había huido a tiempo: las leyes de exclusión racial forzaron, en 1933, su exilio en los Estados Unidos. Un superviviente del Gueto de Varsovia es su oración por los seis millones de judíos exterminados en los campos nazis. Esta mañana, mucho antes de que amaneciera, he leído la noticia: ha muerto en Israel el último combatiente del gueto. He vuelto a escuchar esos casi insostenibles seis minutos y cincuenta y un segundos que dura la cantata. En su espeluznante amalgama de alemán e inglés. Y en la angustia de las dos palabras que, en hebreo bíblico, cierran el canto: no se sabe muy bien si abriéndolo a la esperanza o cerrándolo en el sinsentido. Pero es que optar entre esperanza y sinsentido, ante el dato escueto de la aniquilación de un pueblo, es algo que tal vez un Dios pueda decidir. Nunca un hombre.

Simhah Rotem murió el sábado 22 de diciembre. Hubiera cumplido 95 años en febrero. Era el último de quienes tomaron las armas, en la clandestina Organización Judía de Combate (OJC), para dar una batalla insurreccional desesperada al ejército nazi en el oscuro laberinto de las callejas y las alcantarillas de Varsovia. Era el año 1943. Varsovia, su barrio judío, había sido transformada en estación de tránsito hacia los campos de exterminio: 400.000 de los que por allí pasaron volarían en el humo de los crematorios de Treblinka y Majdanek. Paul Celan los sueña en el quizá más trágico poema del siglo XX: «…cavamos una fosa en el aire; allí no se yace apretujado… La muerte es un maestro de Alemania».

En 1940, cuando el gueto de la capital polaca es cerrado por el muro que lo convierte en inmenso, hermético presidio, Simhah Rotem tiene 16 años. Allí, dos más tarde, se transforma en Kazik, clandestino agente de contacto de la OJC: es un chaval rubio de ojos azules que habla un polaco impecable, nada mejor para hacer a diario la travesía subterránea que lleva del infierno al mundo externo. Y en el mundo externo le sorprendió la insurrección de enero del 43: dos mil soldados alemanes penetraron en el gueto; un puñado de partisanos los mantuvo a raya, con fusiles y pistolas rudimentarios, hasta mediado mayo. Trece mil judíos murieron durante el combate. Treinta mil fueron enviados a un destino de muerte en Treblinka. La Gran Sinagoga de Varsovia fue volada. Kazik rehace su ruta de alcantarillas, retorna al gueto, consigue extraer de allí a unos pocos supervivientes. Volverá a dar batalla, junto a los resistentes polacos, en 1944: la inhibición del ejército soviético propiciará una nueva derrota. Persevera en la guerrilla. Perdida toda esperanza para el judaísmo europeo, en 1947, acaba refugiándose en la Palestina británica. Luego, Israel: la única patria y la única victoria que conocieron los judíos de su generación.

Era el último. Y yo, en la luz indecisa de la madrugada, he querido entonar mi laica oración fúnebre, mi escéptico Kadish. Por ese último. Después de él, ya nadie recordará el instante de absoluto que Schoenberg evoca al final de su cantata: cuando el recuento en alemán de los prisioneros, que van a ser llevados a la cámara de gas, se rompe y la voz colectiva de los que se saben ya muertos retorna al canto milenario: Shemá, shemá Israel. «Escucha, Israel, escucha»: el último de Varsovia ha muerto.

 

 

 

Fuente:abc.es