Enlace Judío México e Israel.- Josephine Baker, icono de la era del jazz y militante de los derechos civiles, actuó hace 90 años en Valladolid.

VIDAL ARRANZ

Imposible resumir en un breve trazo la trayectoria de Josephine Baker, esa musa negra, inconformista, libre y luchadora que hace 90 años aterrizó en Valladolid con sus canciones de elegancia francesa y sus bailes provocadores, compulsivos, de resonancias tribales, marcados por la escasa indumentaria de la artista. Hoy es difícil hacerse una idea de lo extraordinariamente célebre que fue en los años veinte, de la admiración que despertó en buena parte de Europa, y finalmente también en EE.UU, y de la intensa polémica que la acompañó buena parte de su vida. Igualmente, difícil imaginar el espectacular homenaje público que el pueblo de París y las autoridades la ofrecieron en su funeral, en 1975.

Todo en la vida de quien fue conocida como la Venus Negra es desmesurado, vital, efervescente, entrañable, sorprendente… Bailarina innovadora -el Espacio Fundación Telefónica la eligió como una de las seis artistas más innovadoras en su muestra. La bailarina del futuro- cantante sofisticada, mujer de sexualidad desbocada… Pero también espía contra Hitler, luchadora por los derechos civiles en su país, hasta el punto de que pudo ser la sucesora de Martin Luther King, y embajadora de la tolerancia racial en su propia vida: adoptó a 12 niños abandonados de razas distintas y procedentes de distintos países del mundo y con ellos construyó su utopía familiar, La Tribu del Arco Iris, una singular familia multicultural con la que lanzaba su mensaje al mundo.

De la intensidad de su vida y la popularidad que la acompañó pueden dar cuenta unos pocos datos. Amante del saxofonista Sidney Bechet nada más llegar a París, en 1925, y del luego popular novelista Georges Simenon, que trabajó como secretario personal suyo. Hemingway y Picasso podrían figurar entre sus primeros admiradores, en una lista que tendría que incluir, como mínimo a Rita Hayworth, Anna Magnani, Sofía Loren, Brigitte Bardot o Grace Kelly. Y entre los artistas, a Nina Simone o Eartha Kitt. Duke Ellington y Louis Armstrong actuaron en su chateau francés, como Jacques Brel, y ella misma compartió escenario con Ella Fitzgerald, Sammy Davis Jr. o Maurice Chevalier. Además, conoció íntimamente a la escritora Colette y a la pintora Frida Kahlo. Y como muestra de su fama internacional, actuó ante Hassan II de Marruecos y ante Perón. Incluso colaboró con Evita en sus campañas por los desharrapados de Argentina.

Su biógrafa Phyllis Rose explica bien en ‘Jazz Cleopatra’ cómo su figura se convirtió en un símbolo de todo tipo de causas y de movimientos. En los años 20 la visceral negritud de su baile la convirtió en icono de la era del jazz. Ocurrió en París, la ciudad que la rescató de su ciudad natal San Luis, y de su país, Estados Unidos, en una época en la que la política de segregación racial podía ser verdaderamente asfixiante. Ya se lo había advertido su madre: «La vida de una mujer de color está llena de negativas». Y no dejaría de encontrárselas en su país, incluso en la cima de su éxito.

Ella misma, siendo niña, fue testigo en parte de la matanza de San Luis de 1917 en la que 39 afroamericanos fueron asesinados y miles huyeron despavoridos cruzando el puente sobre el río Misisipi. En el lado que se había librado de la parte dura de los conflictos, estaba la niña Josephine contemplando las riadas humanas que llegaban huyendo, despavoridas, lo que le marcó para siempre. En el París de los años veinte descubrió, en cambio, una sociedad liberal que no sólo no miraba a los afroamericanos con recelo, sino que lo hacía con admiración.

Las vanguardias de la época estaban fascinadas con el arte africano y veían el jazz, una música de raíz negra, como la gran aportación cultural norteamericana. Para ellos, además, el tribalismo e impulsividad salvaje que asociaban con la negritud, a partir de los ecos africanos que resonaban en los bailes de Josephine Baker, suponían una reivindicación del mundo de los instintos, la sensualidad y la libertad a la que aspiraban.

De todo ello se aprovechó la bailarina de San Luis, pero, al mismo tiempo, enseguida entendió que necesitaba trascender su propio icono. Tras casi dos años de éxito imparable, primero en el Teatro de los Campos Elíseos y luego en el Folies-Bergère, explotando la fascinación racial, entendió que la fórmula tendía a la repetición y que necesitaba evolucionar. Su amante y agente de entonces, Pepito Abatino, le diseñó una larguísima y prolija gira internacional de casi dos años, a través de 24 países, que le permitiría explorar nuevas posibilidades y renovar su imagen.

En ella desarrolló su faceta de cantante, cada vez más sofisticada, y depuró su baile, si bien en su espectáculo convivían el nuevo y el viejo estilo. Esa gira es justamente la que le trajo a Valladolid en el año 1929, junto a otras ocho ciudades españolas. En aquella gira no faltó su más célebre número, aquel en el que bailaba desnuda, con una falda de plátanos de felpa como único vestuario, y con el que se estrenaría como estrella en el célebre Folies-Bergère.

En el Gran Teatro

Ese mismo año, en febrero de 1929, se estrenó en Valladolid ‘La sirena de los trópicos’, la película, muda, con la que logró un nuevo hito: ser la primera mujer de color protagonista de un largometraje cinematográfico. Se proyectó en el Gran Teatro, en el solar que anteriormente ocupó el Teatro de la Comedia, y después el Coca, en la que sería su última temporada, pues cerró pocos meses después. Se da la circunstancia de que en esa película trabajó como ayudante de dirección Luis Buñuel, aunque ni él ni la actriz se sintieron satisfechos del resultado final.

La bailarina volvería a España en 1941, si bien actuaría solo en tres ciudades en esa ocasión. Para entonces habían desaparecido de su repertorio los plátanos, y ella misma estaba ya en otra etapa de su vida. Dos años antes, ante la inminencia de la invasión nazi, se había unido a la Resistencia en Francia y había accedido a trabajar como espía para la Segunda Oficina (Deuxieme Bureau) de De Gaulle, como ‘corresponsal honorario’. Su misión era aprovecharse de su popularidad para asistir a todas las fiestas posibles en las que pudiera obtener información que luego entregaba a su enlace Jacques Abtey.

Localización de tropas, posibles planes militares o de otro tipo, visitas de personalidades… Baker era recibida con mucha simpatía en la embajada italiana y de allí extrajo buena parte de los informes que luego hacía llegar a los líderes de la resistencia escritos en tinta invisible en los laterales de sus partituras, aprovechando sus giras por el mundo. En ese año 1941, cuando vino a España, la bailarina estaba metida de lleno en ese papel. Su chateau personal en el sur de Francia, la zona no ocupada por los alemanes, servía de refugio para los miembros de la resistencia que requerían un lugar seguro en sus desplazamientos.

Más tarde, una vez que Estados Unidos se implicó militarmente en la guerra, actuó para las tropas aliadas desplazadas al norte de África, y también allí fue abanderada de la igualdad racial. Una reciente película sobre su vida, ‘La historia de Josephine Baker’, dirigida por Brian Gibson y protagonizada por Lynn Whitfield, evoca el papel conciliador que realizó en aquellos conciertos, impulsando la confraternización entre soldados negros y blancos, que en sus conciertos podían, y debían, sentarse juntos, en lo que suponía una radical impugnación de las políticas segregacionistas que aún tardarían décadas en desaparecer en su país natal.

Por todos estos esfuerzos, Baker recibió la Gran Cruz de Guerra, así como la Legión de Honor y la Medalla de la Resistencia. Este periodo sería, además, crucial en su vida porque la reorientaría hacia el activismo social, de modo muy especial a la defensa de la igualdad racial. Su labor propició que fuera invitada a participar en la Marcha de Washington de 1963, en la que actuaron como artistas invitados Bob Dylan, Joan Báez y Peter Paul y Mary. Fue la única mujer que habló en la tribuna junto a Martin Luther King, que pronunció allí su más célebre discurso, el conocido como ‘Tengo un sueño’. Y allí compareció Josephine Baker vestida con su traje militar de la resistencia francesa, que lucía con orgullo.

Cinco años después, Luther King era asesinado y su viuda le ofrecía a Josephine sustituirle en el liderazgo del movimiento por los derechos civiles. Pero ella dijo que no porque ya estaba embarcada en su utopía personal, la Tribu del Arco Iris, que requería toda su atención. Una enfermedad mal curada le había impedido tener hijos propios, pero no ser madre, una vocación que ejerció en superlativo con aquellos 12 niños adoptados. La Tribu del Arco Iris era un proyecto gigantesco, que, unido a su desorganización personal, y a ciertas extravagancias y excesos, terminaría llevándola a la ruina y a ser desahuciada de su célebre chateau francés Les Milandes.

En aquellos momentos difíciles Brigitte Bardot, desde Francia, le envió una generosa donación que, sin embargo, no fue suficiente. Y cuando el desastre se consumó, allí estuvo su amiga la también actriz Grace Kelly para ofrecerle cobijo en Mónaco. En sus años finales, recuperó fama y aprecio público, y cuando falleció, en 1975, su funeral se convirtió en un símbolo político de la Francia tolerante, en un momento en el que empezaban a aparecer brotes de racismo. Icono hasta el final, es más que dudoso que la utilización política de su muerte para la defensa de la igualdad racial le hubiera desagradado. Al contrario. Hubiera estado encantada de poder prestar servicio, incluso muerta, a la causa en la que más creyó.

 

 

Fuente:elnortedecastilla.es