Frente al inadmisible uso político de la fe cristiana vale la pena recordar, al menos hoy, su mensaje central. No es una prédica de división. Mucho menos de resentimiento, venganza u odio. Es un mensaje de reconocimiento hacia el prójimo, hacia el otro. Y es ecuménico.

ENRIQUE KRAUZE

Estos días de guardar lo prueban. La palabra “Pascua” proviene sucesivamente del latín, el griego, el arameo y, en última instancia, del hebreo Pésaj. Cuando el calendario lunar y solar coinciden, ocurre lo mismo con las Pascuas judías y las cristianas. Hay concordancias profundas, de índole teológica, que atañen al sacrificio del cordero pascual y la crucifixión de Jesús. Pero hay otras, específicas de México, que resultan sorprendentes. Son una pausa de armonía en la enrarecida atmósfera de nuestro país.

Evoco como ejemplo una anécdota familiar. La escena ocurrió hacia fines de los setenta, en una vieja casa de la calle de Chilpancingo, cerca del Parque México. Era la noche de Pésaj, en la que los judíos conmemoran la salida de Egipto, leyendo un relato llamado Hagadá que resume partes esenciales del libro del Éxodo y comentarios de famosos sabios. El personaje clave es Moisés, liberando al pueblo de la esclavitud a la que lo sometía el Faraón, y guiándolo hacia la tierra prometida.

Muertos los bisabuelos que, como sus propios antepasados, habían oficiado la cena, presidía la mesa mi padre (llamado Moisés). Era el único abuelo de la familia. Lejos de la ortodoxia, el Seder -que así se denomina la cena específica de aquella festividad- transcurría con rezos rápidos, alegres brindis y recuerdos de tiempos idos. Pronto llegó el momento esperado por los niños más pequeños: su turno de plantear al abuelo las cuatro preguntas canónicas que abren la Hagadá y que en esencia inquieren sobre el carácter único y especial de esa noche. El protocolo prevé que el abuelo y los comensales las respondan con la lectura minuciosa de aquel delgado libro, puntuada por antiguos y extraños ritos y lindas canciones. En aquella ocasión, mi padre reviró la pregunta a su pequeño nieto de cuatro años llamado León, hijo de padre judío y madre católica. “¿Dinos tú qué se festeja esta noche?”.

Vestido muy formal de trajecito y corbata, su cabeza cubierta con la yarmulka, el niño se incorporó de su asiento muy seguro y comenzó a narrar: “Y viendo el sufrimiento de su pueblo, Dios le dijo a Moisés: lleva a tu pueblo muy lejos de aquí, hasta un lugar en donde encontrarán un lago, y en ese lago habrá un águila sentada sobre un nopal devorando una serpiente. Esa será su Tierra Prometida”.

El episodio junguiano que mi familia acababa de atestiguar con regocijo y estupor era una de las expresiones del mestizaje religioso, característico de México. Mucho tiempo después encontré la misma imagen inventada, recreada, recobrada por mi hijo, en la Historia de las Indias de Nueva España de Fray Diego Durán (1537-1588):

…tratando de un gran varón, de quien no poca noticia se halla entre ellos [los indios], me contaron que después de haber pasado grandes aflicciones y persecuciones de la tierra, que juntó a toda la multitud de gente que era de su parcialidad y que les persuadió a que huyesen de aquella persecución a una tierra en donde tuviesen descanso; y que haciéndose caudillo de aquella gente, se fue a la orilla del mar, y que con una vara que en la mano traía, dio en el agua con ella y que luego se abrió el mar y entraron por ahí él y sus seguidores y que los enemigos, viendo hecho camino se entraron tras él, y que luego se tornó la mar a su lugar, y que nunca más tuvieron noticias de ellos. ¡Qué más clara razón se puede dar de que estos sean judíos, que ver cuán manifiestamente y al propio relatasen la salida de Egipto, el dar Moisés con la vara en la mar! El abrirse y hacer camino, al entrar faraón con su ejército tras ellos y volver Dios las aguas a su lugar.

La historia de Durán abunda en estas concordancias entre la saga bíblica y la mexica. El padre Ángel María Garibay lo atribuye al posible origen judío de Durán. Hay referencias similares en varios autores del siglo XVII y XVIII. Lord Kingsborough compiló sus Antiquities of Mexico convencido de su veracidad.

Pero para llamar a la concordia no hacen falta precisiones historiográficas. Basta subrayar que el mensaje de estas fechas es un manantial de reconciliación. Y nos pertenece a todos.

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Fuente: Reforma.