Enlace Judío México e Israel – Cuando pensamos en adicciones nos imaginamos alcohol, tabaco, drogas ilegales y hasta juegos de cartas, pero hay un nuevo jugador sobre el tablero, uno que tiene a una generación completa hundida en la dependencia, la alienación y el mal humor. 

 

¿En qué momento sucedió? ¿En qué momento nuestros hijos se convirtieron en pequeños adictos? Estamos acostumbrados a que las adicciones pertenecen al mundo de los adultos, el alcohol, las drogas o el juego se vinculan solo con gente adolescente o adulta que adquiere costumbres nocivas hasta que pierde el control de sus vidas.

Pero ¿nuestros hijos pequeños con una adicción? Parece broma, pero no lo es.

Pretendo escribir un texto distinto, un texto tan personal en el que expondré lo más querido que tengo: mis propios hijos, niños menores de 14 años a los que hoy considero adictos.

Todo comenzó con un préstamo, mis hijos eran bebés cuando de vez en cuando les prestaba mi celular para que vieran alguna caricatura en YouTube. Luego me topé con el problema de que el pequeño no me pedía mi celular, me lo exigía, y si yo no podía prestárselo en ese momento los berrinches se convertían en un verdadero tormento. Así opté por comprarle a mis pequeños su propio dispositivo electrónico, algo usado, no muy caro, una tableta en la que pudieran ver sus caricaturas y jugar juegos propios para su edad por un rato.

Confieso que ese pequeño aparato me salvó en muchas ocaciones en las que necesitaba tener a mi hijos tranquilos, ¿le decían al chupón apaciguador? ¡Jaja, para nada! ¡Este aparato electrónico es el verdadero apaciguador! No importa qué tan escandalosa fuera la desesperación o el llanto, mis hijos siempre se calmaban en cuanto tenían el preciado iPad en sus manos.

Como es natural los niños crecieron, y en alguna fecha especial mi esposo compró una consola y algunos juegos. A partir de ese momento se generaron momentos tanto buenos como malos, ¿cómo puede un juego provocar un momento malo? Muy fácil, si el juego es complicado puede provocar que el jugador acumule una terrible frustración por perder, por no pasar de nivel, etc, etc. Así que a mi me ha tocado ver a mi hijo llorar de coraje por un videojuego. Y no, no creo ser la única madre que ha visto a su hijo frente a la pantalla hecho un loco de mal humor, por un juego que más que diversión le está causando frustración.

Mis hijos crecieron un poco más y llegó la posibilidad de darles un celular; aclaro: no fui a la tienda a comprarles el último modelo de la marca más reconocida, más bien les regalé algún equipo antiguo que yo ya tenía. En fin, el resultado fue el mismo: a los pocos minutos de que mi hijo tuviera el celular en sus manos, ya tenía todas las aplicaciones que comenzaron a darle a su vida un significado. No, no estoy exagerando, el celular se convirtió en su mayor interés, su mejor entretenimiento, su emoción y también su mayor estrés.

Yo no me di cuenta que con aquella nueva adquisición también estaba adquiriendo un sinfín de dolores de cabeza:

Un día se le perdió el celular, el llanto de mi hijo fue incontrolable.

Un día simplemente no lo encontraba, la preocupación por ubicar el dichoso dispositivo era desproporcionada.

Un día se le rompió la pantalla, su enojo era tanto, que determinó el humor de toda la semana.

Un día le mandó un mensaje a la persona equivocada, gran problema, un día lo sacaron del grupo de chat, gran tragedia, ¡ayuda! ¡Qué mala decisión fue haberle dado un celular! ¿Ahora cómo doy la vuelta?

Así han transcurrido los años y el mal sigue en casa y nos acompaña todos los días. En un inicio veía su celular a la hora de comer y claro que yo no lo permitía, así que ordené que todos los dispositivos se mantuvieran lejos de la mesa. ¿Cuál fue el resultado? Un hijo que come con prisa para volver a tener el celular en sus manos.

Un día llevé a mis hijos con amigos a algún lugar a nadar. Todos los niños estaban con sus celulares, se metieron a nadar 15 minutos y luego salieron para poder continuar. Esta experiencia me hizo darme cuenta de que mi problema era más bien una pandemia general.

¿Has ido últimamente a algún bar mitzvá? Te daría mucha tristeza ver cómo los niños se acumulan afuera de la fiesta y sacan sus celulares sin tomar a nadie más en cuenta.

Pues bueno, querido lector, esta es una noticia importante para la humanidad: se terminó la infancia, las miradas de nuestros niños están puestas en una pantalla.

No quiero parecer la típica mujer amargada que recuerda y compara, pero cuando yo era pequeña mi mamá me dejaba en el deportivo y yo me las ingeniaba para pasarla bien toda la tarde, veía a mis amigas, jugaba, platicaba y tomaba alguna clase. Hoy en día, con el objetivo de que mi hijo haga deporte lo inscribí a alguna clase, lo que obtuve a cambio es un niño que hace lo necesario para cumplir y luego regresa con prisa en la tarde  para tomar su celular y volver a conectarse.

Como cualquier madre me he visto en la necesidad de castigar a mis hijos, y resulta que en estos tiempos ya es un poco difícil controlar el castigo, pues hay que vigilar que no toquen el celular, el iPad, la lap top y la consola, ¡qué tarea tan tediosa! Era más fácil para nuestros padres vigilar que no viéramos la tele por unas cuantas horas.

En fin, no voy a tocar el tema del contenido nocivo y hasta peligroso que pueden encontrar en internet nuestros hijos, ese es un tema independiente que hoy no nos concierne, hoy solo quiero concluir que el celular de mis hijos me ha dado tantos problemas, angustias y motivos de discusión, que me pregunto si hubiera podido evitar tan nefasta adquisición.

Los niños de la actualidad se han llenado de juguetes caros que es una pesadilla tanto tener como cuidar, pues en la escuela mi hijo ya tiene una nueva responsabilidad: cuidar su celular.

Ahora que si yo le quito el dispositivo convertiría a mi hijo en el único chavo de secundaria que no lleva a la escuela su celular, y no, no quiero el odio gratuito de mi hijo por convertirlo en la excepción de un hábito general.

Así que ahí está el problema, un problema que sin duda es complicado, ahora solo me pregunto: ¿en qué momento nos equivocamos tanto?

 

 

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