Enlace Judío México e Israel.- Día a día llegan más venezolanos a Israel. Otros, esperan estacionados en Colombia a veces más de un año, a que el ministerio del interior ( misrad hapnim), les autorice su llegada a Israel. Ayer hablé vía WhatsApp largamente con uno de ellos y me contó de su sufrimiento y la de su familia en una espera llena de dolor.

SHULAMIT BEIGEL

Lo saben ellos, lo supieron los hebreos, los griegos, los chilenos, los uruguayos, los sirios, etc. El peor castigo fuera de la muerte es el exilio. A Sócrates, cuando le dieron a elegir entre el destierro y la muerte, escogió la cicuta. Pablo Escobar nunca quiso irse ni de Colombia ni de su Medellín natal.

A lo largo de la historia, cuántos no tuvieron que abandonar su patria. Españoles y alemanes, judíos y armenios, argentinos y chilenos, y ahora, venezolanos.

Entre los que no quisieron o pudieron irse antes de la Segunda Guerra Mundial, están millones de judíos, que perecieron en los campos de concentración. Auschwitz todavía está en nuestro recuerdo. O los africanos, que se quedaron en Mali, Níger, Mauritania y Senegal, y murieron de hambre. ¡Qué terrible es el exilio! Y más terrible aun el no poder irse, quedarse y morir. “Desahuciado es el que tiene que marchar a buscar una cultura diferente”, como bien cantaba León Gieco.

Los venezolanos que han llegado a Israel no son exiliados. Son inmigrantes. Han llegado para quedarse. Tienen una actitud distinta: no quieren regresar, desean integrarse a la nueva patria, y adquieren un nuevo lenguaje: el hebreo, el ebrio como decía riéndose un amigo.

Si el exilio clásico que conocemos es siempre un cuerpo extraño, metido en quienes tuvieron que abandonar su patria dentro de otra cultura, esperando poder volver, “el año que entra en Jerusalén”, etc. el otro, el llamado aliá (emigración a Israel), no es en realidad un exilio, pues lo que más quiere el que vino es asimilarse a la nueva cultura. Rompe así con la incómoda situación minoritaria del exiliado que ni es ni pertenece, y se pasa la vida en recuerdos y proyectos para volver. Un verdadero exiliado está en permanente estado de desarraigo, aplazando decisiones, rechazando compromisos. No es de aquí ni es de allá. Todo exilio se piensa que será provisional y se alimenta de esa temporalidad. Es más fácil mantener la idea de una permanente herida abierta, que simplemente asumir que igual da un sitio que otro, que total, no importa dónde se nace sino dónde se lucha y se muere, y empezar a vivir.

Hay muchos ejemplos. Los latinoamericanos que llegaron en los setentas a México, huyendo de las dictaduras, dejaron muy pronto de ser exiliados y se asimilaron al país. Lo que pasa es que hay países en que es más fácil asimilarse que en otros. Por ejemplo, un venezolano en Suecia sufre con el clima. Tiene frio. Un uruguayo en México está mucho mejor. Es decir, que existen diferencias dependiendo de dónde y cómo. Dependiendo de tantas cosas, si le permiten integrarse, nacionalizarse, tener derechos, etc. Y sobre todo, del idioma.

Y sin embargo y a pesar de todo, el exiliado por lo general mantiene su nacionalidad: sigue siendo mexicano, argentino, español etc. mientras que al inmigrante a Israel (el olé), aunque le siguen gustando el tequila, el mate o el pisco y sueña besfaradit (en castellano), termina por perder su nacionalidad original, o ésta se diluye, difuminándose, mezclándose, hasta llegar a ese punto confuso en que deja de ser netamente mexicano, argentino, o chileno, para pasar a ser israelí de Argentina, israelí de México, etc. Pero no podemos engañarnos. Pocos inmigrantes, asimilados a la nueva patria, por muchos esfuerzos desplegados de las instituciones y de las personas mismas, han logrado identificarse totalmente con su nueva identidad. Se puede dejar de ser argentino o mexicano jurídicamente, pero es imposible que al menos en esa generación, la de los recién llegados, se pase a ser auténtico israelí. En el olé reaparece también, otra vez, el exilio, aunque sea tenuemente.

Los exilados somos y no somos. Somos residentes de un país, pero no somos plenamente de ese país. En el fondo aún nos sentimos de otro país, del que procedemos, pero ya no somos de allí tampoco, de donde nos echaron, o tuvimos que huir, o simplemente nos fuimos por distintas razones. Vivimos siempre y desde ese momento en abierto estado de ambigüedad. No hay final para el exilio, que una vez que comienza nunca se acaba. Y si alguna vez regresamos, descubriremos que el exilio continúa hasta en nuestro mismo país, que de pronto lo sentimos propio, nuestro, pero también extraño.

Una parte de nuestro ser reconoce y acepta el entorno. Están los olores que recordábamos estando lejos, las luces, las sensaciones, los alimentos, la música y la gente. Otra parte, la que todos estos años ha pensado, recapacitado y sufrido la nostalgia, se siente perdida. No se reconoce en muchas cosas y hasta descubre divergencias en el lenguaje y en aquello que recordaba. Aparentemente todo es igual. Pero en el fondo, ya tenemos otra identidad, adquirida con el tiempo. Lo que teníamos quedó congelado.

Personalmente he descubierto con terror que soy una extraña zombi venida de lejos, que vive y respira, pero que en realidad ya no existo. Sólo estoy cuando me acuerdo de distintas situaciones conversando con las personas que conocí antes de irme, “¿Te acuerdas cuando íbamos de niñas a la playa en Tel Aviv?” etc. etc. Neruda tenía razón: “Nosotros los de entonces ya no somos los mismos”.

En mi propia patria ya no soy de aquí, pero tampoco soy de allá. Me he convertido en un ser intermedio, desplazada, como debieron haberse sentido los judíos durante siglos. Mujer de humo me ha llamado un amigo.
El exilio, la diáspora, es siempre una larga e inexplicable ausencia.

 

 

 

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