STELLA KHABIÉ-RAYEK

Son las tres y media. Mi marido y mi hijo entran cuando estoy escribiendo. Mi hijo no me deja abrazarlo ni darle un beso. 
“¿Por qué hijo? ¿Qué pasa?” 
“Vengo directo del aeropuerto… Nueva York está lleno de virus.” 
“Hijo, tú me contagias solo lo bueno”, le digo… Pero no me deja terminar. 
“Vengo a decirte, a suplicarte, mamá, que tú y mi papá no salgan de casa para nada.” 
“Bueno, ya, hijo, siéntate, toma un café…” 
“Mamá, me tengo que ir…” 
Él y su esposa están contagiados. 

 

Estamos aquí en casa. Para los mayores de sesenta, el coronavirus es un grave peligro. Por doquier esta noticia pasa a ser lo que se respira. Es lo que estamos viviendo en el mundo entero: preocupación, desolación y angustia. Los gobiernos han hecho lo posible para que la gente permanezca en sus casas y no salga a la calle, donde puedan contagiar o ser contagiados. Se trata de acatar las precauciones; el orden inteligente que una sociedad debe introducir en el desorden de una epidemia. 

Está agresivo ese virus, bien agresivo, y se reproduce con una facilidad asombrosa. Esta mañana leí algo que supuestamente había profetizado Nostradamus: “En el año de los gemelos (2020) surgirá una reina (corona) desde el oriente (China) que extenderá su plaga (virus) de los seres de la noche (murciélagos) a la tierra de las siete colinas (Italia) transformando en polvo (muerte) a los hombres del crepúsculo (ancianos) para culminar en la sombra de la ruindad (fin de la economía mundial tal y como la conocemos)…” No sé si estas profecías son ciertas o no, pero uno las acomoda a su antojo para creérselas. Que, si alguien lo inventó y lo divulgó o si son fake news, nadie lo sabe. 

Que esto esté pasando realmente no se puede creer. Parecería una película de ciencia ficción o quizás una novela, como “La Peste” de Albert Camus (que estoy repasando y que ahora aprecio más). Uno afirmaría que todo seguirá igual y que el mundo no cambiará jamás, que la gente seguiría turisteando por Europa, viajando en los cruceros que llevan miles de personas por el Mediterráneo… Y de pronto, como una falsa ilusión, se encuentra uno irremisiblemente arrojado a una película de zombis, en la cual la humanidad entera transmite la enfermedad por doquier. El mundo se volvió una prisión. El bienestar se ha transformado en una leyenda, y la certeza de vivir en un sueño infantil. 

A nuestro miedo al virus se suma el horror de las imágenes que vemos en los medios: lo que sucede en otros países y que nos llega de todos los confines del mundo. El mundo se ha detenido, ha detenido su marcha nauseabunda y se ha convertido en otra náusea. Se ha detenido la vida, los planes, las bodas, las publicaciones de novelas, el diseño, los vestidos… Se ha detenido el reloj ¡Los minutos avanzan con una lentitud! Una lentitud que linda con la vejez; ser viejo significa ser el próximo en desaparecer, exterminado por el virus que devora los pulmones. Es difícil pensar en todo lo que está sucediendo sin calificarlo como un accidente o un episodio de una serie de Netflix. Eso de las epidemias sucedía anteriormente, cuando no había científicos ni medicinas… ¡No puede estar pasándonos ahora a nosotros! Pero la vida nos ha jugado sucio esta vez, aún a los más previsores. Actuar es no actuar. Es quedarse en casa. Influir con el ejemplo. 

En mis oídos, los martillazos de los albañiles de la casa de abajo; me pregunto qué harán ellos en caso de que se contagien con el virus. ¿Que harán? ¿Recurrir a quién? 

Junto a mí, las orquídeas que Max trasplantó, blancas, moradas, lilas… al igual que las jacarandas que crecen en mi jardín, en pleno florecimiento. Miro el árbol que habíamos comprado en Xochimilco hace casi cinco años; cuando lo compramos estaba completamente torcido, vencido por el techo del lugar donde lo habían guardado. No sé hace cuánto tiempo, puesto que el tiempo no se mide como el dinero, por centavos y por pesos; porque los pesos son iguales y cada día es distinto (y tal vez cada hora)… Mi jacaranda, después de que Max la hubiera enderezado y amarrado, creció como la más erguida y triunfante entre todas, supo encontrar su lugar y se elevó directo hacia el cielo sin que nadie pudiera doblegarla. 

Mi marido dormita en el sillón del estudio. Ya no quiere leer, cuando antes se terminaba un libro en tres días. Su rostro, una página en blanco sobre la cual no se puede escribir ni una sola palabra. A algunos nos da insomnio, a otros les da sueño y se duermen dos terceras partes de su vida. Su rostro impávido esconde rasgos de ansiedad, o de serenidad, o nada. La noche se alarga. No duermo. Tengo una indigestión en el alma. 

¿Y si hemos contraído el virus? No lo sabemos. A mí me ha dolido todo el cuerpo, fuertes punzadas recorren mi cuerpo, el calor me ahoga, aunque las noches estén frescas. Empiezo a inquietarme. De todas formas, conviene, por mi tranquilidad, pensar que no es el virus. 

Entro y salgo de la recámara, voy al estudio, al baño. Me lavo de nuevo las manos cada quince minutos. Luego, a mi cuaderno amarillo, y luego a mi computadora de escritorio. Me desinfecto las manos, nuevamente con el gel antibacterial. Dicen que Yves St. Laurent ha dejado de hacer perfumes para producir y regalar gel antibacterial. 

Y mientras tanto, pasan los días y nosotros en nuestro encierro pasamos por el tiempo. Pasan los días y no sabemos si es lunes, miércoles o jueves. Todos nuestros días son iguales. No obstante, el peor es el lunes: despiertas con ganas de comenzar tu rutina de trabajo y te encuentras con otro amanecer de un día más de lo mismo. Así cada uno debe aceptar vivir el día a día, y sólo mirar al cielo. Ojalá lloviera, pienso, imaginándome que la lluvia pudiera llevarse el virus. Y de pronto, un relámpago cruzó el cielo. Quedé inmóvil como alguien que no puede creer lo que ve. 

El día pasa, mal que bien. Reina una triste torpeza. Este virus ha venido a ser como una de las plagas de Egipto, en Pésaj. Pero entonces nos decimos que las plagas son irreales, y que esto es solo una pesadilla que pronto pasará. Todo pasa, y esto también pasará. 

Sí, estoy nerviosa. Y angustiada. Mi pensamiento ronda de un hijo a otro, cada hijo con un virus distinto, ¡los tres! 

Riño con mi marido. Está con cara. ¿Cómo quieres que esté? Y caemos entonces en estados de inercia. Queremos comprender, pero no queremos comprender. Nos cansamos de pensar, de tener opiniones propias, y de rompernos la cabeza pensando en los dragones de Oriente disfrazados de corona. 

¡Cómo tarda en pasar el día! El deseo irracional de volver atrás o de apresurar la marcha del tiempo… Este virus ha venido a partir nuestra vida en un “antes” y un “¿después?” 

¡Cómo tarda en pasar la noche! Son las cuatro de la mañana y no he cerrado un ojo. 

Por suerte amanece. De este encierro saldrán cosas. Hombres y mujeres se devoran rápidamente en eso que se llama el acto del amor, o bien se crean la costumbre de odiarse a dúo. Algunas mujeres saldrán con panza de esta cuarentena, embarazadas. Otras parejas saldrán divorciadas o a punto de hacerlo, porque enfrentarse cara a cara con alguien que desde hace mucho no te mira y de pronto te enfrenta día y noche, te escrudiña con la mirada, observa tus gestos… A estas alturas ni salón de belleza, ni manicure, ni depilación. 

Y conforme pasa el tiempo, el virus crece y nuestras defensas morales y psicológicas se debilitan. Mucho más dramática la certeza de que el mundo ya es otro, y mucho más tensa y opresiva la sensación de destino, que de pronto y sin aviso alguno nos muestra su otro rostro, su rostro oscuro. 

Por primera vez me da gusto tener más de sesenta años. Ahora nos ponen más atención a los adultos mayores, nos miman, nos consienten. Hijos y nietos llaman varias veces al día, preguntando por nuestra salud; hasta nuestro bisnieto nos habló ayer. Recluidos como estamos, no estamos tan mal. Entre los correos, las noticias y los chats, todo se vuelve rutina. Impacientes por el presente y privados de futuro parecemos animales enjaulados. Yo me ocupo. Arreglo clósets, hago limpieza, cocino, veo las noticias, las nuevas tendencias de la moda… 

En la ciudad la gente circula en bicicletas o camina, bajo un cielo extraordinariamente límpido. Nadie parece preocuparse. Mucha gente parece vacacionar, reducida a la inacción por falta de trabajo y cierres de negocios, almacenes y oficinas. 

De un extremo a otro del mundo, las naciones están de acuerdo en una realidad: que nuestro mundo se encuentra en una grave situación. De pronto nos sabemos vulnerables, de pronto nos damos cuenta de que todo lo que hemos escrito, trabajado y emprendido en nuestra vida se puede ir al traste a raíz de una cosa silenciosa y misteriosa, un enemigo invisible que está acabando con todo, la salud, la situación económica, laboral, social, con todo y con todos… 

Y bueno, duele. Y sí, deprime. Y siente uno impotencia, rabia y pavor. Nos estamos perdiendo de la primavera del 2020, y la única vacuna con que disponemos es la “no vacuna”, el encierro. Algunos hablan de que esta pandemia durará todavía meses, tal vez hasta el otoño. Otros dicen haber encontrado una cura al virus… Total, no se sabe. Nadie sabe. Para todo el mundo esta enfermedad es nueva. 

Pero, en fin, a veces lo trágico aporta algo bello. Pensándolo así y viéndolo con buenos ojos, hace mucho que el cielo no se ve tan limpio y tan azul. 

La vida nos ha traído la enfermedad. Y solo la voluntad Divina nos librará de ella. Solamente Él tiene la cura… 

Mientras tanto, estamos aquí en casa, guardados… 

 


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