Judíos y árabes en Israel: contra el odio

A pesar de la violencia subyacente que caracteriza las relaciones entre judíos y árabes que viven en Israel, miles de parejas han unido sus vidas por encima de las diferencias religiosas y culturales. Su matrimonio sufre a diario, sin embargo, la prueba de fuego de un medio caracterizado por la incomprensión y la intolerancia.

Cuando los conocí solo tenían 18 años, que fue cuando se enamoraron, y se casaron cuando ya tenían cerca de 30.

Durante doce años tuvieron que verse a escondidas. Ella se llama Ilana y es hija de una tradicional familia judía. Abed, su esposo es un palestino musulmán, uno de los cientos de miles de habitantes palestinos que viven dentro del Estado de Israel, a diferencia de los palestinos que viven en los territorios ocupados desde la guerra de 1967.

Ambos nacieron y crecieron en la ciudad de Nazaret, en el norte del país, y aunque la ciudad no es tan pequeña, no hubieran podido citarse ahí sin provocar reacciones apasionadas, de los judíos que conocen a la familia de Ilana, como de los árabes que habitan en la ciudad. Fueron doce años de noviazgo en que Ilana y Abed iban por separado a la ciudad de Haifa, la gran ciudad vecina, para poder verse. Ilana contaba a sus padres que iba a Haifa para aprender piano y Abed le contaba a los suyos que iba a aprender inglés. Abed quería casarse con Ilana, pero ella le puso una condición: se tenía que convertir a la religión judía. Por amor y en secreto, iba Abed a ver a un rabino y recibía de él la enseñanza religiosa.

Los esfuerzos de Abed no se vieron recompensados ya que después de varios meses de intentos, las autoridades religiosas judías le negaron su conversión al judaísmo. Ilana decidió entonces que sería ella quien se convertiría a la fe musulmana, pues el procedimiento es relativamente más fácil. Hoy en día Ilana y Abed tienen 6 hijos.

Amores difíciles

Para poder casarse, David y Rauda tuvieron que viajar a la cercana isla de Chipre, pues en Israel es casi imposible casarse solamente por lo civil, ya que los matrimonios son de la competencia de las autoridades religiosas, ya sean judías, cristianas o musulmanas.

Rauda es una mujer palestina, hija de una familia adinerada de Acre, la antigua Juan de Acres, a las orillas del Mediterráneo. Su padre es dueño de un restaurante en Jerusalén, un lugar que hace unos meses era muy de moda, al estilo árabe, con cojines en el suelo, muebles antiguos y música oriental, donde jóvenes turistas europeos intercambiaban en la penumbra sus confidencias más tiernas.

David es hijo de un conocido político, de centro Izquierda, de aquellos que colaboraron en la conformación del movimiento Paz Ahora. En el ámbito israelí se le considera un hombre de izquierda, lo cual implica una persona supuestamente abierta y “progresista”. Participa activamente en Meretz, un partido que defiende los derechos civiles, y se siente orgulloso de su hijo, que ha tenido el valor de casarse con la mujer que ha elegido, y sin embargo sabe que es muy difícil que sean “felices “como él dice.

David y Rauda tienen tres hijos y aunque podría decirse que viven comparativamente bien, tienen que enfrentarse constantemente y proteger a sus pequeños contra las reacciones hostiles de la sociedad israelí que los rodea.

Parece increíble que en una sociedad moderna como la israelí, en pleno siglo 21, una pareja de enamorados tenga miedo. Esta es una realidad. Beatos y racistas están escondidos en todas partes. Buzones de correo en los que figuraban apellidos judíos y árabes han sido destrozados. Los hijos de parejas judeopalestinos son a veces agredidos o insultados en la calle, por el celular y a través de mensajes anónimos. Para vivir felices deben vivir a escondidas, casi como en la clandestinidad. Y esta es la sensación que tienen la mayoría de aquellas parejas judeoárabes que han decidido casarse en este país donde coexisten y se confrontan dos culturas, dos religiones, dos nacionalismos, dos idiomas. Las parejas mixtas, estos pequeños oasis de cariño en medio del desierto de la incomprensión y el rechazo, no son aceptadas por ninguna de las dos partes.

Es como si en este país el cariño fuese más condenable que el odio. Más condenable que la opresión militar, más condenable que las amenazas lanzadas por ambas partes. Tanto judíos como árabes rechazan estos matrimonios y piensan que están destinados al fracaso.

Los hijos

Si por un lado los padres pagan el precio de su amor, quienes más llegan a sufrir de estos matrimonios mixtos son los hijos, que no eligieron ser judíos o árabes y paradójicamente tienen la posibilidad de elegir su identidad, una elección que dentro de la realidad socio política israelí, es una elección a veces imposible.

Rami el hijo mayor de Ilana Y Abed, eligió ser judío, habiéndose decidido incluso a hacer su servicio miliar. Daniel, el hijo mediano, prefirió la nacionalidad árabe, por lo cual no tiene que hacer servicio militar. El problema familiar se agudizó durante el comienzo de la Segunda Intifada en el 2000, pues Rami se encontró ante una situación en la que se cuestionó qué pasaría si tuviese que apuntar su fusil contra su propio hermano, o a cualquier miembro de su familia paterna que estuviera viviendo en los territorios ocupados.

Ilana, desesperada ante la situación trágica de la familia, decidió convertirse al Islam. El cadi, especie de magistrado musulmán encargado tanto de los asuntos civiles como religiosos de la comunidad, los casó por la ley musulmana. Ilana cambió su nombre por el de Samia, y empezó a vestirse a la manera tradicional de las mujeres palestinas, y también siguió el ayuno durante el Ramadán y otras festividades religiosas de los musulmanes. Los hijos nacidos después de esta boda, son musulmanes.

Pasaron unos años. Ilana se desesperó de la vida del pequeño pueblo, de 6000 habitantes, rodeada siempre de cabras y gallinas en las callejuelas inclinadas y llenas de baches, empezó a aburrirse. Se aburrió de ser Samia, la perfecta esposa musulmana, siempre embarazada, alejada de las discusiones y pláticas en las que no podía participar, ya que éstas son asunto de hombres, se aburrió del pueblo, y empezó la añoranza por la gran ciudad. Se reconcilió con sus padres, y quiso que sus hijos tuvieran relaciones e incluso se casaran con judías.

A Abed no le pareció nada “chistosa” esta vuelta a los “orígenes”, y las peleas que sufrió la pareja se convirtieron en una guerra de religiones, así que acabaron divorciándose. Y entonces se repartieron a los hijos: tres por un lado y tres por el otro. Los que se fueron con Ilana a Tel Aviv cambiaron su nombre en el documento de identidad donde se tachó la palabra musulmán y se puso judío. Para Rami, el mayor, que anteriormente se había anotado como musulmán, este fue el segundo cambio de identidad.

La vida de estas parejas mixtas no solo es difícil por el medio hostil. También tiene que ver con dos concepciones culturales distintas. Una de las cosas más insignificantes, como que para uno la comida tiene demasiadas especies y para el otro no sabe a nada. O el café, que el judío toma en taza grande con leche, y el árabe muy concentrado en una taza pequeña. Y hasta cosas más importantes como qué nombre ponerle al hijo. Y así como se alternan un día en taza grande y otra en chica, también se alternan los nombres. El hijo mayor llevará un nombre árabe y el segundo un nombre judío o se llegará a un acuerdo sobre nombres exóticos pertenecientes a otras culturas.

La historia de los amores difíciles va en aumento, porque las dos comunidades tienen hoy día más oportunidades de encontrarse que antes. En la mayoría de los casos la relación se da entre una mujer judía y un hombre árabe. El caso inverso es más raro. El hombre musulmán no infringe ninguna ley al casarse con una mujer que pertenece a una de las religiones que figuran en el libro del Corán. Si no es musulmana puede ser judía o cristiana, con la única condición de que a los hijos se les eduque en la religión del padre.

Para la mujer musulmana la situación es distinta: está obligada a casarse con un hombre de su misma religión. Además, por lo general, es el padre de la joven quien le elije al marido. El adolescente árabe en Israel tiene mucha más libertad que la mujer árabe. Ante la necesidad de tener que trabajar, deambula por las ciudades israelíes (no hoy por la pandemia) y obviamente encuentra chicas judías más liberales que las mujeres de su pueblo. Algunos andan en busca de una aventura amorosa o sexual, otros persiguen fines más serios.

Para algunos de los árabes de Israel los judíos representan los valores modernos, occidentales. Estar casado con una mujer judía puede ser para algunos un factor de modernización o hasta de promoción social. Algunos intentan hacerse pasar por judíos, lo cual no es muy difícil puesto que físicamente es fácil confundir a un judío oriental con un palestino, quienes además por lo general dominan el hebreo y pueden hacerse pasar por hijos de una familia proveniente de Marruecos por ejemplo.

La lucha no es fácil y en la mayoría de las ocasiones la pareja debe abandonar el país e irse a Europa, Estados Unidos o Latinoamérica. Porque acá en Israel hay que elegir un niño nacido acá no puede ser mitad judío y mitad palestino.

Los problemas de estas parejas no son simples historias de amor. Una pareja judeoárabe que logra sobrevivir en este medio, es una realidad que demuestra que la coexistencia es posible si tan solo existiese el diálogo.

 


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