Enlace Judío México e Israel – La cita, por fin, es pasado mañana, el jueves a las 8.30 de la noche, en el departamento de ella. Lo invitó a cenar.

Se conocieron hace poco menos de dos meses en la presentación del libro de un amigo de él. Ella acostumbraba a ir a esa librería a tomar un café, hojear libros y, raras veces, comprar alguno. Cuando vio gente entrando al auditorio, se acercó, leyó el cartel que anunciaba la presentación y, como tenía tiempo disponible, decidió entrar.

El autor fue ameno y el tiempo pasó rápido. Al terminar la presentación había un vino de honor y bocadillos. Se conocieron frente a la charola en la que quedaba una última galleta con dip de salmón. Los dos extendieron, sin prestar atención, la mano para tomarla, pero se detuvieron al darse cuenta de la intención del otro. Se vieron a los ojos y sonrieron.

Tómala tú- dijo él.

No, yo ya comí más de lo que debo, es para ti -dijo ella- El mesero los miraba impacientemente.

Él tomo la galleta la acercó a la boca de ella.

Compartamos – le dijo él -. Tomada por sorpresa, no pensó y abrió la boca. Al morder la galleta, ésta se rompió y algunas migajas cayeron en su suéter, en el pecho. El rápidamente tomó la servilleta para limpiarlas, pero se detuvo cuando ella dio un paso hacia atrás. Se miraron sorprendidos y se rieron con ganas.

Siguió el ritual tradicional, intercambio de nombres, ¿qué te pareció el autor?, ¿a qué te dedicas? y finamente, “¿Te puedo llevar a tu casa?” – dijo él -.

No, gracias, tengo aquí mi coche y voy a pasar a casa de una compañera de trabajo por unos papeles.

Déjame registrar tu celular y te mando un mensaje para que tengas el mío. -Dijo él- Y ella recitó los diez números, nada más, sin apellido.

Él la acompañó a su coche, le abrió la puerta, ella subió y no cerro de inmediato. Volvieron a verse directa e intensamente. Te llamo – dijo él – Va a ser un gusto – dijo ella-. Cerró la puerta y arrancó.

Dos horas después, pasada la media noche, él marco el número en su celular, con el que había estado jugando por buen rato. Ella contesto inmediatamente.

¿Te desperté? -Pregunto él-

No, para nada, estaba revisando unos pendientes para mañana, -respondió ella –

¿Ya estás acostada? Sí- contesto ella

Y, ¿cómo duermes? Preguntó él

Como todo mundo, con los ojos cerrados, -dijo ella burlonamente-

Me refiero a si duermes con pijama, con bata, o ….

Con un viejo suéter azul muy grande y calientito – respondió ella-

Y ¿qué más?, -pregunto él-

Yo, -respondió ella-, solo mi viejo suéter y yo.

Hubo un momento de silencio y él oyó como la respiración de ella se hacía más lenta y pesada hasta que se escucharon unos ronquidos leves.

El sonrió y colgó, pensando en cuánto tiempo faltaba para poder llamarla, sin que fuera tan temprano que la tomara ocupada y no pudiera hablar, ni tan tarde que él perdiera toda la mañana pensando solo en oírla

Decidió hacerlo a las 11.30 y se quedó dormido pensando en las migajas de la galleta sobre el suéter, sobre sus pechos.

Ella se despertó alrededor de las 2 de la madrugada al sentir el teléfono encajársele en la mejilla y con una sonrisa un poco penosa, recordó que se había quedado dormida mientras él le platicaba de Nueva Zelanda o algo así.

Al amanecer, los dos se despertaron con más energía que de costumbre. El esperando que fuera la hora para llamarla, ella preguntándose si él le llamaría.

Por asuntos que se interpusieron, pasadas las 2 p. m. finalmente pudo hacer la llamada. Ella le contestó que le oía mal porque iba en el elevador, bajando para comer algo cerca de su oficina y le pidió que le volviera a llamar después de las 7 de la tarde, cuando ya estuviera en su casa.

En punto de la hora, él le marcó. Ella contestó después del primer timbrazo.

Hola -le dijo él – discúlpame por no haberte llamado antes, quería hacerlo desde temprano pero no me pude desocupar. No te puedo decir por qué, pero quería oír tu voz de nuevo. Ayer sentí que me quedaba con muchas cosas por decirte, pero…

Si, ya sé, disculpa -dijo ella- Qué pena, me quedé dormida, pero he tenido días muy pesados. Espero reponerme hoy. De hecho, ya estoy en la cama.

Y, ¿qué tienes puesto hoy -preguntó el-

 Hoy si estoy muy vestida para dormir -contesto ella- tengo frío.

Y, ¿qué te pusiste? – preguntó él –

Suéter azul y calcetines- respondió ella-

Bueno, no quiero hacerte perder sueño – dijo él – además, prefiero platicar cara a cara. ¿Cuándo puedes ir a comer conmigo?

Déjame ver mi agenda mañana y te digo – dijo ella -, sabiendo que podía hacerlo cualquier día que quisiera.

El día siguiente, él, sorprendido, Recibió la llamada de ella. El martes próximo – le dijo ella – Hay un lugar muy cerca de mi oficina, que estoy segura te va a gustar. Le dio la dirección y acordaron a las 2.30

Apenas era jueves, faltaban tres días de trabajo y el fin de semana, que ahora se le hacían eternos.

Esa noche, él le llamó. ¿Ya está bien relleno ese suéter azul que me da envidia? – le preguntó.

Te propongo un trato. – continuó él- El martes que nos veamos, llevas tu suéter y te llevo a que escojas otro nuevo para cambiártelo.

Y para qué quieres mi suéter viejo – le preguntó ella –

Para que me cuente todo de ti, cosas que probablemente no me atreva a preguntarte y tu no te atrevas a decirme. -dijo él –

No, no, eso sería muy peligroso, mejor tú te haces de valor para preguntarme y yo me hago de valor para contestarte. – dijo ella –

Pasaron los días, todas las noches platicaban por teléfono hasta que él oía que la respiración se hacía lenta y pesada y ella se quedaba dormida. Entonces colgaba. Alguna vez, se encontraron en línea en WhatsApp a las 3 de la madrugada.

Él le escribió: -Despierta_. Ella respondió – Sí. ¿Te llamo? -preguntó él. Si – escribió ella- y hablaron durante más de una hora como si fueran los únicos seres vivos del planeta.

El martes, él llegó a la hora en punto. De hecho, había ya dado dos vueltas a la cuadra porque había llegado con mucha anticipación. Cuando se anunció en la recepción del restaurante, le dijeron que ella ya le estaba esperando.

Ella iba vestida de negro; una falda ajustada, a la altura de la rodilla, botas y una blusa también negra, sin hombros. El pelo rojizo le caía sencillamente sobre los hombros.

Con toda corrección pidieron una copa de vino cada uno, una entrada para compartir y él, pescado mientras ella ordenó, una ensalada. Al final compartieron un pastel de chocolate, el favorito de ella y cuando se dieron cuenta, ya habían pasado más de tres horas.

Se despidieron, quedando de verse el sábado para ir al cine. El beso de despedida en la mejilla fue un poco más largo que lo socialmente necesario y él sintió, o se imaginó, contra su pecho, los de ella, que, curiosamente, parecían ser iguales a los que había visualizado en sus sueños de los últimos días.

Fueron al cine, a una sala pequeña a ver una película francesa, fueron a desayunar a un restaurante de comida orgánica, fueron a una función de box, algo que ella nunca había hecho y a él no le gustaba, pero un proveedor le regaló los boletos y se dieron la divertida de la vida gritándole a los peleadores y tomando cerveza en vasos de cartón. Fue ahí donde el se enganchó. Al entrar por los túneles de acceso, ella caminaba delante de él. Vestía unos mallones negros muy ajustados y una chamarra corta, a la cintura. Así, sus caderas se delineaban perfectamente, como si estuviera desnuda. Unas botas gruesas de felpa y el gorro con peluche de la chamarra enmarcaban un cuerpo que no caminaba, fluía sin resistencia. Él ya no se pudo concentrar en las peleas, solo pensaba en lo que deseaba que pasara cuando salieran de la arena. Y que no pasó.

Finalmente, cuatro semanas después del encuentro en la librería, un día que el le llamó para proponerle ir a cenar, ella le dijo: – ¿Porque mejor no cenamos en mi casa? – Él lo pensó por una fracción de segundo y respondió – Me encantaría-.

La cita, por fin, es pasado mañana, el jueves a las 8.30 de la noche.

Él: “¿Qué me pongo? ¿Corbata? Para nada ¿Saco, Chamarra o Suéter? Saco, el blazer azul marino. ¿Camisa? La negra de lino.

¿Pantalones? ¿Jeans? No, algo más cómodo para el momento de estar en el sofá. Uno café claro, de casimir. ¿Zapatos? Mocasines, fáciles de quitar y poner, para no batallar con agujetas.

¿Loción? Definitivamente la Hermes que me regalaron la última vez que estuve con el último amor de mi vida. Ah, y ¿bóxer o truza? Unos tipo bóxer pero tejidos y cortos, grises, discretos. Listo”

Ella: “¿Qué me pongo?, ¿Vestido? No. ¿Falda y blusa? No. El traje entero negro, el jumpsuit con el escote grande y zapatos de tacón negros. Cómo decía mi abuelita, la mujer debe enseñar mucho, pero por arriba o por abajo, nunca por los dos lados. Me ha dicho que le gusta como se me ve el pelo suelto, medio despeinado. Aretes grandes, los aros de plata. No brassiere y, ¿tanga?, no, nada. Mi perfume favorito, el de jazmín.

A las 8.30 estaba él anunciándose en la caseta de vigilancia del edificio. Ella ya había dado instrucciones de que le indicaran donde estacionar su coche, al lado del suyo.

Tomo el ramo de rosas, una docena de rojas mezcladas con una docena de color durazno y un nardo en medio, para acentuar el aroma. Tomó también los chocolates rellenos de licor de cereza y la botella de Merlot y se dirigió al elevador. Éste llegaba directamente al departamento.

Cuando ella abrió la puerta, él sintió inundados todos sus sentidos. Decir que ella estaba impactante es poco. Los ojos y los labios despedían destellos dorados. El primer olor que lo alcanzo fu el de su perfume, seguido del de incienso y más levemente, un aroma húmedo de especias; pimienta y jengibre principalmente, mezclado con alguna hierba, albahaca probablemente. Los oídos captaron su “Hola, que guapo te ves hoy” con el fondo de una música tipo hindú muy tenue.

Quiso tomarla de la cintura para besarla, pero por poco deja caer la botella de la mano y la otra estaba ocupada con las flores y los chocolates, pero al besarla en la mejilla sintió su vello finísimo como el de un durazno y alcanzó a ver como se erizaban los vellitos de la comisura entre los hombros y el cuello.

El sintió como una descarga eléctrica le recorrió el cuerpo, saliendo del bajo vientre. Respiró hondo y se recompuso, para decir torpemente: “Te traje estos chocolates, creo que son los que te gustan”.

Ella tomó las flores, las olió y dijo. “Huelen delicioso y están preciosas. Ven, acompáñame a buscar un florero”, tomándolo de la mano. Tomó el florero de un armario y se dirigieron a la cocina para ponerle agua y acomodar las flores.

En la estufa estaba terminando de cocinarse la cena. Había una sopa, pasta -tallarines con hierbas- y en una plancha, filetes de pescado en salsa amarilla, tipo curry, con champiñones.

¿Cómo andas de hambre? -preguntó ella-. ¿Quieres cenar de una vez?

Sí – dijo él- hoy estuve muy ocupado y no tuve tiempo de comer mientras se decía a sí mismo que su hambre era de otro tipo y era muy intensa.

Bueno, entonces, ve abriendo la botella de vino. Las copas están en la mesa del comedor y ahí está también el sacacorchos. – dijo ella- Yo mientras termino de servir esto.

Él fue al comedor y vio la mesa en la que estaban dispuestos los platos y las copas, un discreto arreglo de flores al centro y dos velas rojas, largas, ya prendidas. Los lugares estaban uno al lado del otro, no frente a frente, en la mesa cuadrada.

Sirvió el vino, lo olió para asegurarse de que no estuviera echado a perder y la esperó.

La cena transcurrió muy agradablemente, aunque con una cierta sensación de prisa, como si los dos quisieran terminar rápido.

Al final ella dijo: “Vamos a la sala a tomar el postre y el café en la sala”. Fue a la cocina y regresó con una charola en la que había dos platos con rebanadas de pastel -de chocolate-, dos tazas de café expreso y un platito con algunos de los chocolates que él había traído.

Puso la charola sobre la mesa de la sala y regreso a apagar las luces del comedor y la cocina. Solo quedaba la iluminación de las velas. Se sentó junto a él en el sofá, tomó un plato con pastel, cortó un trozo con la cucharita y la acercó a la boca de él. Cuando él abrió para dar el bocado, ella retiró la cuchara, acercándola a su boca, como un anzuelo que lo atraía. Él siguió la cuchara hasta que esta quedó entre las dos bocas. Los dos mordieron el trozo de pastel y lo compartieron en un beso esperado por semanas.

Él tragó el pedazo de pastel que tenía en la boca y comenzó a besarla, primero en los labios y luego se fue deslizando por la mejilla hacia el cuello y el hombro.

Ella echó la cabeza hacia atrás, emitiendo un suave gemido y se recostó en el respaldo del sillón con los ojos cerrados. Él se quedó viéndola por un momento, hasta que ella abrió los ojos y volteó a verlo intensamente. Él sintió que se hundía en esos dos pozos profundos.

El se quitó los zapatos, se levantó del sillón y la tomó en los brazos para llevarla a la recámara, dándose cuenta de que no sabía por dónde estaba.

Ella sonrió, se colgó de su cuello y sin hablar lo fue dirigiendo con la mirada.

La habitación estaba a oscuras, apenas iluminada por la luz de la calle que alcanzaba a filtrarse por las cortinas.

Él la depositó sobre el colchón y se irguió para terminar de quitarse la camisa. Ella, acostada, solo lo veía y se pasaba la lengua por los labios.

Poco después de las 6 de la mañana siguiente, él abrió los ojos. Ella todavía dormía. Durante el sueño, ella se había volteado y él podía ver en la penumbra su espalda desnuda, larga y el principio de sus caderas. Quiso besar esa piel tibia, pero se levantó silenciosamente, recogió su ropa del suelo y salió de la recamara para vestirse en la cocina, mientras comía dos trozos del pastel de chocolate que había quedado de la cena.

Buscó una servilleta de papel y escribió:

“Buenos días muñeca. Gracias por la mejor noche de mi vida. Te ves muy bonita dormida. No quise despertarte. Todo estuvo delicioso. También la cena. Llámame cuando despiertes”.

Entró de puntillas al dormitorio. Ella no se había movido. Dejó la nota en la mesita de noche, con un chocolate de cereza encima y salió, de la habitación y del departamento.

Al salir del estacionamiento, comenzaba a amanecer. Él percibía el aroma de ella impregnado en todo su cuerpo. El día prometía ser esplendoroso.

No me quisiera bañar hoy -pensó- cuando sonó el timbre del celular.

Me desperté y ya no estabas -dijo ella- Gracias por la nota. No me dejaste prepararte un café.

Ya habrá muchos -pensó él- sonriendo.

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Nota del autor: Todo esto sucede en un país y un tiempo ficticios, cuando las personas podían reunirse en restaurantes, cines, oficinas, transportes y cualquier lugar, sin mascarillas ni caretas, podía pasear sin miedo por las calles y abrazarse y besarse cuando lo sintieran.

Es la historia de la noche de un encuentro sexual ideal ¿Sí? En el próximo número veremos la historia de una noche de un encuentro sexual real.


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