Enlace Judío México e Israel – Cine no hay, los museos no están abiertos, con las amistades hablo por zoom, por lo tanto ¿para qué ir a visitarlas cuando ya nos hemos dicho todo o casi todo y nos hemos visto la cara? Las playas están “full” de gente sin tapabocas. ¿Qué nos queda? Salir a caminar.

Lo hice ayer, olvidando que lo que menos me gusta es ir a caminar. Lo confieso con vergüenza, con algo de culpa, pero es la verdad: ni una sola vez, cuando vivía en Inglaterra (y creo que en toda mi vida) he salido a caminar. Y eso que, en el pueblo de Dorchester, donde viví a intervalos varios años, las grandes arboledas, los inmensos castillos a los lados del camino, las orillas del río, la timidez del sol cuando asomaba entre las nubes eternas, todo parecía invitar a largas caminatas. Aunque solo fuese para pisar las hojas húmedas del color del bronce caídas de los árboles en otoño.

En Tel Aviv las cosas son distintas en general y sobre todo desde que comenzó el coronavirus.

Camino de mi cama a la sala, y esto ya me resulta suficiente. Enciendo la televisión, me echo en mi mullido colchón de cama “King Size”, pongo una buena película, y les digo adiós en mis recuerdos a las hojas de otoño, adiós a los castillos ingleses anclados en el tiempo, adiós a la casa turística de un tal Thomas Hardy que solo visité cuando algún familiar o amigo venía a visitarme, algo clavado en mí como si fuera “la inevitable casa del compromiso turístico”, como el Muro de los Lamentos y el Mar Muerto aquí en Israel.

En mis años de adolescente en México, y de adulta en Caracas, ahora lo comprendo, la única ventaja además de los tacos, el mole, las enchiladas y el tequila, las arepas y las cachapas, era que nadie, absolutamente nadie, quería que saliera yo a dar un paseo. No hace falta que les recuerde todos los inconvenientes del D.F. hoy llamada no sé por qué Ciudad de México y antes Tenochtitlán. El smog, el interminable ruido, las mujeres y los niños que te rompen el corazón pidiendo limosna, los delincuentes agazapados por allí, y los malandros en Caracas. Todo ello me aseguró una inmunidad permanente contra las caminatas. Ojos que no ven, mexicana que no siente.

Y de repente, el destino me trajo aquí. A Tel Aviv, o te la vi, como dice un amigo venezolano. Desde que comenzó el coronavirus, los buenos amigos, que no son muchos, no vayan a creer, dos que tres, cuando me llaman es para decirme: ¿qué te parece si vamos a caminar? Nooooo, por favooooor. ¡Caminar no!

No me gusta el clima de la ciudad en verano, pero sé, aterrada, que en cualquier momento (a menos que llueva, como casi nunca sucede), alguna de esas “buenas” amistades me llamará para decirme repentinamente: ¡salgamos a caminar!, con un tono israelí militar imperativo tal, que había pensado que solamente existía entre los alemanes de la Segunda Guerra Mundial.

Después de haber vivido aquí durante algunos años, he llegado a creer que muchos israelíes piensan que hay algo existencialmente noble e importante en el deseo de dar un paseo, caminar o salir a correr. Como sucede en Inglaterra, y si no me lo creen recuerden sus películas, donde las inglesas siempre salen a caminar. Ahí, quizás, sea por los bosques, quizá por los asesinos seriales de novelas y películas, que quedaron enclavados como fantasmas agazapados en las esquinas de cada caminata. O quizá porque simplemente se aburren en sus mansiones cuando afuera llueve. Y llueve interminablemente. Pero ¿aquí? ¿Por qué?

Tal vez porque los israelíes piensan que tienen el derecho de imponer su voluntad a los demás, a todos aquellos que piensan diferente y a quienes ven cómodamente encogidos en un sillón, leyendo un libro, tomando una Coca Cola Zero o mirando impulsivamente su celular. Yo, por ejemplo. Y sé cómo soy, que no puedo decir simplemente “No”. Y entonces busco alguna excusa que de repente se me ocurre pero que sé que es poco convincente. “Me encantaría, pero estoy escribiendo un artículo y debo entregarlo esta noche”. “Ay, justo quedé en cocinar para unos amigos que me cayeron de sorpresa desde el kibutz Yad Mordejai”. “No puedo, me llamaron de Acco unas mujeres para que me ocupe de las conversaciones relacionadas al proceso de paz y estoy metida en eso, no puedo decirles que no voy”.

Estas y otras fórmulas son insatisfactorias, pues nadie me cree, y es que no suenan convincentes y por ello me obligan a levantarme de mi cómodo sillón inglés, ir a la computadora y sentarme a escribir algo, lo que sea, hasta que mi amigo o amiga (que no se atreve a llamarme mentirosa y espera en el WhatsApp como un zancudo de verano) haya cerrado el celular. Este sillón es mi mundo y en él soy feliz.

Yo no digo que caminar o en su defecto correr, sea algo negativo. Al contrario, tal vez sea una cosa buenísima, como dicen todos aquellos que lo practican. Pero para mí no lo es. Y menos en esta ciudad donde una siempre está expuesta a la humedad como un helado derretido. Y todos sabemos que los helados hay que comérselos rápidamente por el agua o la leche que va derritiéndose en tus dedos. Como en esas caminatas que te pueden empapar hasta hundirte en tu propio sudor.

Mi amigo Julio por ejemplo, que aún vive en Venezuela, me comentaba a menudo que su mente funcionaba muy bien cuando caminaba a lo largo de los páramos, sobre colinas y valles. Yo no puedo decir lo mismo, y no lo recuerdo así, como aquel domingo por la mañana cuando vivía en Dorchester, en que un amigo inglés, ¿amigo? (mi vecino en realidad), prácticamente me “obligo” casi a participar de su aventura. (“Solo nos unen las caminatas, que son un espanto”, como diría Jorge Luis Borges).

La experiencia me ha enseñado que mis grandes placeres en la vida van asociados plácidamente con los días de invierno, sentada con alguna amistad, divirtiéndome con una buena charla, aunque sea en hebreo o inglés, o sentados sobre la alfombra mientras está prendida la chimenea, con los leños frescos ardiendo junto a nuestros corazones. Si, ya sé. He visto muchas películas románticas.

Sucedió el otro día. Conocí finalmente a alguien que me cayó bien, guapo e interesante. Estábamos tomándonos un vino cuando toda la magia desapareció aquel domingo, cuando David se levantó de repente y dijo que se iba a dar un paseo y que lo acompañara. Debo aclararles que David no es Brad Pit, ni Alejandro Fernández, ni Sherlock Holmes ni Lennon. Ni yo Yoko Ono.

Las ideas que me planteaba acerca de la política israelí hacía unos minutos, tan interesantes, mientras nos encontrábamos sentados cómodamente, desaparecieron. ¿Dónde están ahora? ¿Dónde desapareció ese conocimiento enciclopédico que mi galán desplegaba hacía un momento, hasta el momento en que habló de salir a caminar? ¿Dónde quedó la fantasía que iluminó como un rayo de luz todos los temas que se iniciaron al estar sentados y que se evaporó por arte de magia tomándonos el tinto, magia digna del mago Houdini? El rostro de David, tan intenso y lleno de luz por nuestra charla (y el vinito), se volvió estático. Se esfumó la luz de sus ojos. No me quedó de otra y salí a caminar con él.

Cada vez que pasábamos por algún lugar, me explicaba que “este hombre que vive ahí es muy “nejmad”, en hebreo en el original, agradable, y su mujer “es una de las mujeres máaaas encantadoras que he conocido”. Dijo “jamudá”, ahora lo recuerdo. Comenzaba a aburrirme. Lo que yo llamaría un típico aburrimiento israelí.

Pasábamos por distintos lugares y el hombre, David, mi amigo, me explicaba todo en voz alta, pues creía que como soy latina, no entiendo nada: ese es el museo, esta otra la cinemateca, este es un restaurante llamado Brasserie, que hasta hace unas semanas era muy popular y que cerró hace poco, este es la plaza Rabin, ahí está la municipalidad, ”Shulamit”, me decía, así sin hache al final, como para hacerme sentir un poquitín “sabra” (sabrá dios qué), es decir israelí culturalmente, algo que a pesar de todo no me pega ni con goma. “Shulamit, no hay experiencia más “telavivi” que disfrutar de un buen café “afuj” volteado, en una cafetería Landwer, hasta que se llegue al fin del mundo, que ya está cerca”.

Empecé a desesperarme presagiando que durante lo que faltaba del resto de la caminata mi muy pronto “ex amigo” a esa altura de las cosas, me leería en voz alta cualquier inscripción en hebreo que veríamos.

Todo lo señalaba con su viejo bastón mientras me decía: “Mira, aquí fue donde mataron a Rabin, este es un edificio Bauhaus, mira, este es el Gan Atzmaut, mira, solo son 9.8 kilómetros hasta Yaffo , donde está el reloj y Abulafia, donde se vende el mejor jumus y las más mejores pitas.

Doblamos una esquina, la de Shlomó Hamelej y Arlozorov, y David apuntaba a la pared y me comentaba quién era el rey Salomón y quién era Arlozorov, como si yo no supiera leer, que además del hebreo está en inglés. Claro, para él soy una nueva inmigrante (ola jadashá), Totonaca de México, es decir tercermundista, aunque sepa hablar cinco idiomas y él solo hebreo (ebrio) e inglish.

Pasamos por un jardín con un letrero que curiosamente decía: “Propiedad Privada”, cosa rara de ver en Israel. Un letrero para que nadie se estacione delante. “Los intrusos serán procesados”, me explicó como dándome a entender que ya tendría que estar llamando a un abogado.

Me puse a pensar que en la Israel de la familia Netanyahu todo es privado. Pero me callo, y en silencio pienso: pobre David, será bueno caminando, pero mentalmente es un desastre. Se ha quedado en la época aquella cuando se pensaba que ésta era la tierra prometida de la leche y la miel. Todo un caminante polaco creo, como los de la serie Juego de Tronos.

David se da cuenta que me aburro, y después de un recoveco en el camino se desaparece de mi lado. Y entonces vuelvo a pensar en lo sabrosa que es mi soledad, y cómo ansío volver a mi cama para ver una serie turca. Porque las series turcas nos encantan en Israel. Tienen ese “toque” de aventura que las hace diferentes. Como la espectacular Ertugrul, que en castellano de la Real Academia Española se traduce como Resurrección.

Seguramente nunca, después de la amarga lección de esa mañana, saldrá David a dar un paseo más conmigo. Y menos aún ver juntos una serie turca. Él, que solamente sabe caminar.

Una hora más tarde lo veo pasar con una nueva compañera. Lo miro desde una esquina de Ibn Gavirol fuera de su vista.
Sé lo que seguramente estará diciendo. Que conoció a una de las mujeres más aburridas con las que alguna vez fue a caminar. Luego se dedicará a leer el nombre de las calles a su nueva acompañante. Probablemente norteamericana.

¿Cómo puede ser este repentino deterioro en alguien? Hasta hace una hora yo era la mujer más simpática que él conocía. ¿Le sucedió ese cambio solamente por el caminar? ¿O se propagó la decepción al verme embobada frente a mi televisor de 50 pulgadas?

Pienso que hay “algo” hoy en los caminantes israelíes como él, que trasciende la razón. Por su carácter de lucha (ad hakatze), hasta el borde o hasta lo último, supongo. Lo he visto en sus ojos que no ven más que el desafío, como cegados en el tiempo. Sí, debe ser ese “no sé qué”, lo que los empuja a un compulsivo y rápido caminar, trotar o correr, ¿o será el calor de estas tierras del Medio Oriente, que te empujan a caminar, a correr? Y yo soy en el fondo solamente una mujer con un gen latino (más que nada mexicano y venezolano), cadencioso…lento…

¿Hacia dónde va la gente que corre? pregunta mi gen latino. ¿Cuál es su destino, caminar por caminar… sin ningún tipo de misión o ideología?

Pienso en el cuerpo esbelto de estos israelíes achicharrados por tanto sol, caminando y corriendo así cada madrugada, como robots carentes de vida. O será que simplemente el mero hecho de hacerlo, fuera una indicación que suponen de lucha segura, que lo permea todo y los llena de una grandeza que yo considero de carácter imaginario.

Los que caminan y sobre todo corren aquí, siempre están hablando y presumiendo de eso, del caminar y correr. Y yo no puedo dejar de pensar, y volar con mi imaginación impregnada de recuerdos caribeños.

Me gusta caminar, (un poco tal vez), pero no deseo ir a ver a nadie. En realidad, nunca saldré a caminar por caminar.
No soy el caminante que no tiene camino ni uno que hace camino al andar. Solo voy guiándome por el golpe a golpe de mi rojo corazón.


Las opiniones, creencias y puntos de vista expresados por el autor o la autora en los artículos de opinión, y los comentarios en los mismos, no reflejan necesariamente la postura o línea editorial de Enlace Judío.