Enlace Judío México e Israel – Gracias a May Samra, y aunque el género de historias por entregas era más propio del siglo XIX, donde los autores debían continuar sus publicaciones en general por capítulos, para atrapar a sus lectores, fue que decidí realizar estas “Fue o no fue, mis aventuras en Jordania” a través de Internet.

Esta nueva tendencia se resume en lo que hoy se conoce como la internet 2.0, la cual, mediante el sistema de comentarios, permite a los lectores la posibilidad de enviar opiniones y, con ello, otorgarle a lo escrito una cualidad de retroalimentación que no podría ser generada en un libro de papel ni en los libros virtuales. Espero les guste.

Introducción

En aquella época vivía en Inglaterra. Recuerdo que iba a salir temprano hacia Amán desde Londres. El boleto de avión en Easy Jet, la aerolínea británica, me salió mucho más barato a Jordania que a Tel Aviv, sin que yo entendiera el porqué. De modo que, a las seis de la mañana, mientras el sol crecía muy rojo y redondo sobre los tejados neblinosos de Londres, viajamos mi esposo y yo hacia el aeropuerto de Gatwick, a 45 kilómetros del centro de la capital británica, metidos en nuestra propia bruma de pensamientos y silencio.

Me despedí de él pensando que el avión saldría de inmediato, pero, tenía un retraso previsto de una hora, así que acampé en una hilera de asientos que estaban vacíos, para dormir toda torcida la hora que me faltaba para partir. Fue uno de muchos viajes a Jordania que realicé durante años.

Antecedentes

En abril del 2009, mi hermana llegó de México a Israel y organizó un pequeño grupo de familiares y amigos para viajar a Jordania. Yo, lo confieso, y se lo dije, nunca había tenido interés en conocer de cerca ningún país árabe. Camellos y arena no eran algo que llamara mi atención. Y sin embargo acepté, y el viaje que emprendimos aún navega en mi recuerdo con las claridades de un hermoso sueño.

Viajamos a Áqaba, la ciudad portuaria jordana ubicada en el golfo del mismo nombre, en el mar Rojo, haciendo escala en Eilat, la ciudad del sur de Israel, a orillas del mismo mar, donde nos quedamos a dormir pensando asustados que tal vez sería la última vez que veríamos esa ciudad, así que nos deleitamos con pescados y mariscos en un restaurante llamado en hebreo Hamiflat Haajarón, que se traduce curiosamente como “el último refugio”, restaurante de pescados en la playa de Almog, en una atmosfera mágica con excelente comida. La vista del muelle a través de las ventanas era pastoral: lanchas, redes y gaviotas. Durante la cena nos dio un ataque de risa contagiosa, nerviosa tal vez, producto del vino y el miedo, explotando a carcajadas ante cualquier frase que alguno pronunciara.

Nos levantamos muy temprano a la mañana siguiente, y llegamos a la frontera denominaba Puente Rabin. Después de pagar un impuesto de salida de 99 shekels, que nos pareció muy caro, empezamos a caminar los pocos metros que separan a Israel de Jordania, arrastrando nuestras pequeñas valijas. Nos llamó la atención que los primeros 15 metros eran de un buen asfalto, pero a medida que avanzamos, el camino comenzó a mostrar un pavimento con agujeros un tanto destartalado. Pero estos detalles no tenían importancia, ya que mis fantasías románticas me aseguraban que cuando terminara el asfalto, veríamos un lugar muy exótico, más exótico que Londres, Ciudad de México o Tel Aviv por supuesto. Segura estaba, que muy pronto encontraríamos hombres con turbantes, pantalones baggy de terciopelo negro y bigotes al mejor estilo Mustafá, reclinados sobre palmeras de dátiles, y mujeres con velos de lentejuelas, mientras que sus leales camellos estarían ahí a su lado, todo ello en una atmosfera pintoresca, mientras que a lo lejos se vería una espectacular puesta de sol.

Aunque anteriormente mencioné que no me interesaba ni el desierto ni los camellos, les confieso que de adolescente había leído Las mil y una noches y envidiaba a Scherezade, la tejedora de cuentos, enlazando y enredando historias para mantener el interés del sultán, por lo cual, durante parte de mi vida, el oriente significó para mí dunas y espejismos, y una fascinación por el desierto. Genios saliendo de una botella, Simbad, el ladrón de Bagdad y Aladino seguramente nos estaban esperando para llevarnos en caravanas conducidas por beduinos que conocían el lenguaje de las estrellas. Ungüentos, aceites y aromas desconocidos. El mundo del desierto me parecía un lugar de una sensualidad absoluta, combinada con peligro, conocimiento distinto y misterio. Así que al fin tenía la posibilidad de explorar mis fantasías adolescentes.

Pero el sueño de arena, sol y magia cambió cuando mi primera impresión fue ver la foto del rey Abdalá II, cuyo nombre completo lo supe después: Abdullah bin Hussein bin Talal bin Hussein bin Ali bin Abdullah. Me hizo pensar en los afiches que había visto años atrás en Cuba y Venezuela.

En la frontera nos esperaba un guía llamado Muhammad, nombre propio de varón muy extendido en todo el mundo islámico, debido a que es el nombre del profeta Mahoma. Es el nombre más utilizado de la tierra; se dice que más de 150 millones de personas en todo el mundo se llaman Muhammad, por lo cual este nombre se repetiría muchas veces durante nuestro paseo. Este primer Muhammad nos condujo en una camioneta a la ciudad de Áqaba.

Quien ha vivido en Israel y en un pasado estuvo presente durante las distintas guerras, de repente encontrarse ahí y que no pase nada terrible, y que más bien nos recibieran con una amplia sonrisa, fue extraño y emocionante al mismo tiempo.

Áqaba es, para quien no lo sabe, la ciudad costera en el sur de Jordania, poblada desde 4000 años antes de la era cristiana. Estratégicamente importante por la conjunción de las rutas de comercio entre Asia, África y Europa, es el único puerto del país, y la ciudad más grande en el golfo de Áqaba. Sus primeros pobladores fueron los edomitas, mencionados en la Biblia como Anshei Edom, y más tarde por los nabateos, cien años antes de la era cristiana.

Edom, nabateos, etc., nombres que había oído en la escuela, pero no podía ubicarlos. En realidad, lo único que sabía de este lugar en esos momentos, era que Lawrence de Arabia había mantenido una revuelta aquí en la famosa batalla de Áqaba. Pero siempre pensé que todo eso era producto de la imaginación del director de la película, donde Peter O’Toole representó a Lawrence. El cine me ayudaba nuevamente, y aunque quería ver el lugar donde Lawrence había estado, lo que más me interesaba en esos momentos era poder ver por primera vez cómo se veía Eilat desde este lado, desde Jordania. Cómo nos veían ellos, los jordanos.

La ciudad fue entregada a los ingleses como protectorado de Transjordania en 1925, terminando así la permanencia del Imperio otomano en la zona, pero los israelíes no teníamos la posibilidad de visitar este país hasta que se firmó el tratado de paz entre Israel y el Reino Hachemita de Jordania el 26 de octubre de 1994, que normalizó las relaciones entre ambos países, resolviendo sus disputas territoriales, que comenzaron en la guerra árabe israelí de 1948 y que luego se agravaron en la guerra de los Seis Días en 1967.

Pero todos esos datos históricos no me importaban en esos momentos. Finalmente, aquí estábamos, mi familia y yo, en Áqaba. En una ciudad árabe. Pero, ¡oh sorpresa! Nada de hombres con pantalones de terciopelo negro. Nada de genios saliendo de una botella. Nada de sultanes y ni siquiera Alí Baba y sus 40 ladrones. La ciudad que estábamos descubriendo era una ciudad de hoteles de lujo 5 estrellas, playas con mujeres vestidas con burkas, hiyab, con velos cubriéndoles la cabeza y el pecho, una ciudad desde la cual el paisaje que se veía era Eilat. Muchos cafés y restaurantes, ofreciéndote una exótica comida como mansaf y knafeh, y además, eso sí, muchos baños turcos, algunos muy antiguos, que fueron construidos alrededor del año 306 de la era cristiana.

En realidad, pensé que estar en Áqaba era como estar en Eilat, solo que del otro lado. Las mismas diversiones, las mismas playas, los mismos hoteles, solo que una parte de esta manzana partida en dos era moderna, Eilat, mientras que la otra era musulmana.

Hoy sé, después de haber visitado Jordania muchas veces, que para los israelíes Áqaba no es interesante, porque tienen lo mismo en Eilat, aunque mucho más caro, y porque las cosas que pueden comprarse en Áqaba las pueden conseguir en Jerusalén oriental. Algunas agencias turísticas jordanas se quejan de que el turista israelí viene por un solo día, no compra nada, no come nada y se trae sus sándwiches de queso y Coca Cola de Israel; visita Petra y se regresa el mismo día, a pesar que desde Áqaba podría uno ir por mar en ferry a los puertos egipcios de Taba y Nuweiba, y de ahí llegar hasta Sharm el Sheikh. Pero bastante asustados estábamos ya de estar en Jordania como para lanzarnos a más aventuras.

A casi once años de mi primer viaje, mi memoria se empeña en estos momentos en que escribo en recordar especialmente Wadi Rum, el lugar hacia donde continuamos después de un rápido recorrido por Áqaba. Volvería ahí muchas veces después, pero ese lugar y ese momento en que lo vi por primera vez, fue el más hermoso de nuestro paseo. Pocos lugares pueden ofrecer un espectáculo de infinitud y grandeza equivalente al de Wadi Rum, o Valle de la Luna: el desierto como una meseta, alzada sobre varios cañones profundos donde se pierde la vista, dispuesta a encontrarse con un cielo terso y límpido, sobre ese espacio donde encontramos dormitando, casi invisibles, hombres, animales y piedras esculpidos interminablemente a través de largas generaciones. Fue ahí donde conocimos a nuestro guía beduino de nombre Muhammad, otro Muhammad, quien nos enseñó la planicie desértica en que había nacido y crecido, alzada como un milagro.

A pesar de los años, Wadi Rum sigue en mis recuerdos como una realidad potente y provocativa, difícilmente descrita con palabras. Paisajes exquisitos y bellos que jamás había visto. Si para nosotros en ese primer viaje el mundo árabe se presentaba como una fantasía, para ellos, los beduinos del lugar, la fantasía era Europa, Israel, Estados Unidos de Norteamérica.

Lo que aprendí durante ese viaje y lo que seguramente aprenden ellos cada día a través de los turistas que los visitan, es que la fantasía y la realidad no siempre van juntas.

 


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