En menos de una semana, dos noticias nos han tomado por sorpresa: ayer, Benjamín Netanyahu estuvo en Arabia Saudita (sí, en Arabia Saudita) para reunirse con Pompeo; y unos cinco días antes, surgió la información de que Pakistán también estaría en la lista de países próximos a firmar tratados con Israel.

Para entender todo lo que está pasando, hay que tomar en cuenta dos factores fundamentales. El primero es que el proceso de acercamiento entre Israel y el mundo sunita —liderado por Arabia Saudita— es irreversible; el segundo, que es muy probable que las políticas exteriores de Estados Unidos en Medio Oriente den un giro significativo cuando Joe Biden ocupe la presidencia (20 de enero).

Como ya he señalado en otras ocasiones, los cuatro años de gestión de Trump fueron una época muy cómoda para que Israel y sus nuevos aliados afianzaran sus posiciones. Y me refiero específicamente a la confrontación que tienen con Irán, el máximo desestabilizador regional y promotor del terrorismo en el mundo.

Durante este período se pudieron corregir muchas cosas negativas que se habían derivado de la desastrosa política de Barack Obama. Las más importantes, sin duda, fueron la retirada de Estados Unidos del acuerdo nuclear con Irán, el restablecimiento de las sanciones económicas contra el régimen de los ayatolas, los bombardeos israelíes en Siria que destruyeron mucha de la infraestructura militar iraní en Siria, el debilitamiento de Hezbolá, y la eliminación estadounidense de Qasem Soleimani, general iraní encargado de operaciones terroristas.

Otras medidas menos relevantes en lo práctico, pero muy significativas en lo simbólico, fueron el traslado de la embajada estadounidense a Jerusalén, el reconocimiento del Golán como territorio formalmente anexado por Israel, y la presentación de una propuesta de plan de paz para llegar a un arreglo definitivo con los palestinos.

¿Qué tanto puede echar para atrás la administración Biden? En teoría, todo. Pero no es probable que vayan a querer hacer algo tan radical. Trump les está dejando una situación demasiado definida, un entramado muy bien construido, de tal modo que si Biden quiere dar un giro total a la posición de Estados Unidos, lo hará a costa de exhibirse —descaradamente— como un político anti-israelí y pro-iraní. Es decir, dañando su imagen delante de un alto porcentaje de votantes estadounidenses que siguen manteniendo su apoyo a Israel.

Pero no por ello Israel y Arabia Saudita deben bajar la guardia. Paradigmas maquiavelianos básicos: cualquier Estado puede ser enemigo de cualquier Estado. Así que, en un contexto volátil y vulnerable, la única forma de mantener el control de la situación es disponiendo de la fuerza suficiente para hacerlo. Y Maquiavelo fue muy explícito cuando habló de esa fuerza: se trata de la fuerza militar.

Ese fue, desde un principio, el detalle que marcó el éxito de los acercamientos informales entre Israel y Arabia Saudita. Ante la amenaza iraní reforzada por las insensateces de Obama, israelíes y saudíes se convencieron de que era tiempo de empezar a funcionar como potenciales cómplices militares, aunque esto fuera sólo a nivel informal.

Los acontecimientos siguieron avanzando, y para cuando Trump vino a darle un giro radical a la política estadounidense en la zona, Jerusalén y Riad ya tenían un romance clandestino bastante intenso.

Jared Kushner supo leer esta situación, y logró que Estados Unidos se integrara a esta nueva historia de amor diplomático. Su primer gran éxito teórico fue la presentación del plan para dar por terminado el conflicto israelí-palestino. Los palestinos, por supuesto y fieles a su costumbre infalible, dijeron que no. Pero la diplomacia estadounidense ya tenía muy avanzado otro éxito, sólo que de carácter práctico: un tratado de reconocimiento mutuo entre Israel y los Emiratos Árabes Unidos, al que de última hora se anexó Baréin. Todo con el beneplácito de Arabia Saudita.

Es probable que Biden no vaya a dar un giro radical a la postura norteamericana, pero también es factible que se relaje la dureza contra los ayatolas. Así que Trump, Netanyahu y Mohammed bin Salman parecen estar bien enfocados en consolidar una nueva realidad que le resulte abrumadora a la nueva administración del gobierno estadounidense. Es en esa lógica que tenemos que entender el acercamiento entre Israel y Pakistán.

Pakistán ha sido uno de los más radicales aliados de Arabia Saudita en el mundo musulmán no árabe. De hecho, ha sido una fuerte contención contra las agresivas políticas iraníes. Recuérdese: desde 1979, el mayor riesgo bélico en Medio Oriente no ha sido el estallido de un conflicto entre Irán e Israel, sino entre Irán y Arabia Saudita. Los ayatolas reactivaron una guerra de baja intensidad milenaria entre chiítas y sunitas. Por ello, los países aliados de Arabia Saudita tuvieron que involucrarse y marcar sus posiciones ante el eventual estallido de hostilidades. En ese marco, Pakistán ha sido contundente: ha amenazado en repetidas ocasiones a los ayatolas, advirtiéndoles que en caso de un ataque contra Arabia Saudita, Teherán sería borrada inmediatamente del mapa. Y recuérdese: Pakistán tiene armas nucleares.

Por supuesto, el acercamiento israelo-saudita implica un acercamiento con Pakistán, pero cierta lógica sugería que este se daría hasta después de que la mayoría de los países árabes firmaran los tratados de reconocimiento con Israel.

Pero no. Se siguió otra lógica, y ahora sabemos que los acercamientos entre Israel y Pakistán ya están encarrerados. Eso le da otra fisonomía al Medio Oriente: Israel (el país más amenazado por Irán), Arabia Saudita (el enemigo ancestral de Irán, según la óptica de los ayatolas) y Pakistán (el país que ya amenazó a los ayatolas con borrar del mapa a su capital) ya pueden considerarse cómplices integrantes de un bloque anti-iraní.

Pésimas noticias para los ayatolas, que sólo pueden limitarse a ver cómo la coalición enemiga cada vez es más grande y poderosa. Y noticia incómoda para Biden, porque ponerse del lado de Irán significaría ponerse en contra de casi todo Medio Oriente, salvo por la Siria de Bashar el Assad y Hezbolá.

¿Qué tan avanzado va este proceso de acercamiento entre Israel y los países sunitas, árabes y no árabes? Bueno, imagínenselo: el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, ya hace viajes exprés a territorio saudita para reunirse con funcionarios estadounidenses.

Algo inimaginable antes de que Barack Obama llegara a descomponer el Medio Oriente más de lo que ya estaba.

Biden debería tomar nota de todo esto y volcarse en apoyo a lo que va a ser la coalición que le va a devolver un poco (o un mucho) de estabilidad a la región. Los ayatolas deberían de tomar nota de todo esto (y del fracaso de sus políticas económicas) y deberían renunciar al poder. Y los palestinos también deberían tomar nota de todo esto y sentarse a negociar un tratado de paz con Israel.

Mientras tanto, parece que sólo en Jerusalén, Riad e Islamabad están tomándose el asunto en serio, y son Israel, Arabia Saudita y Pakistán los que están tomando ventaja del asunto.

Netanyahu y Mohamed ibn Salman han manejado muy bien sus cartas en todo este proceso. Han dictado cátedra de cómo hacer política eficiente (volviendo a Maquiavelo, justo eso —la eficiencia— que tanto admiraba el autor de El Príncipe). Trump está a punto de salir del juego, pero no porque haya perdido la partida. Más bien, pareciera ser el tipo de señor que ha ganado bastante dinero en la mesa de póker, pero que se tiene que retirar a la media noche porque su esposa lo ha amenazado.

No importa. Le deja su lugar a un Biden que no tiene mucho margen de acción: o mantiene su apoyo al proyecto político y económico más ambicioso en la historia de Medio Oriente (que va a seguir adelante con o sin el apoyo de Estados Unidos), o se exhibe ante su propio electorado como un anti-israelí o pro-iraní.

Seguro que almas enfermas como las de Rashid Tahlib e Ilhan Omar estarían felices de ello.

Pero esperemos que Biden opte por la sensatez. Y si no lo hace, pero para él. A los políticos de Jerusalén, Riad e Islamadab no les va a molestar compartir un pastel del que ya están comiendo Abu Dabi y Manama, y del que no necesariamente tienen que convidar a Washington ni a Ramalá.

 


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