Enlace Judío – No cabe duda que la política exterior de Obama en Medio Oriente fue desastrosa. Tanto, que sirvió como escaparate para que John Kerry luciera sus severas deficiencias intelectuales en la materia. Así que, en teoría, no podrían esperarse cosas demasiado buenas por parte de Biden —pieza fundamental en el equipo de Obama en aquellos entonces—, pero la realidad en el terreno ha cambiado mucho. Y esa es una buena noticia.

Siempre he dicho que es un enigma lo qué había en la cabeza de Barack Obama mientras decidía que había que empoderar a Irán. Pudo haber sido mera fobia anti-israelí; o pudo haber sido una extraña —y muy torpe— idea según la cual había que emparejar los poderíos militares para que todos se anduvieran con cuidado y no hicieran nada peligroso. Bueno, eso dicho de un modo muy neutral. Traducido a términos prácticos, eso implicaba ayudar a Irán a ponerse al nivel de poderío militar que Israel.

A Obama se le pasó por alto que Irán, desde 1979, dirige el plan imperialista más agresivo del mundo y que cederle tantas ventajas era poner en riesgo a todos los países de alrededor.

Eso que Obama no pudo ver, los líderes de los países árabes y del mundo sunita sí lo registraron. Y entonces comenzó a suceder lo que hacia 2010 era simplemente impensable: Arabia Saudita y su cohorte de emiratos comenzaron a acercarse a Israel.

Era lógico —lo vengo señalando desde hace siete años—: ante el empoderamiento de Irán, sus enemigos naturales no tendrían mejor opción que aliarse.

Obama se fue. Llegó Trump. Y con él, un nuevo clima para todo el Medio Oriente. Irán fue sometido nuevamente a duras sanciones económicas, y eso se reflejó en Siria, que ha funcionado como una suerte de escaparate para medir cómo se van moviendo las piezas no sólo allí mismo, sino también en Líbano, Israel, Rusia e Irán.

La casi nula actividad militar para reforzar en grande a Assad y lograr el final definitivo de la guerra civil, evidencia que a Irán se le acabó el dinero. El bajo perfil de Hezbolá lo confirma. A eso hay que agregar los múltiples y continuos golpes de la aviación israelí contra las posiciones iraníes —inclúyase ahí a las de Hezbolá— en diversos sitios de Siria, y a la eliminación de Qasem Soleimani (el segundo hombre más poderoso del régimen de Teherán) y de Mohsen Fakhrizadeh (cabeza científica del proyecto nuclear iraní).

Ninguna de estas acciones recibió una respuesta real por parte de Irán. Los ayatolas se hartaron de amenazar con desatar el infierno si Israel o EE. UU. “hacían algo imprudente”. Y uno se pregunta: ¿Cómo habría que calificar, entonces, el cuerpo de Soleimani destrozado por un misil norteamericano? Si eso no es “algo imprudente” que merezca una respuesta contundente, entonces no nos queda más remedio que admitir que Irán está quebrado, inoperante.

En el otro extremo, los cuatro años de gestión de Trump también fueron un territorio cómodo para que Israel amarrara sendos tratados de reconocimiento mutuo con Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Bután, Sudán y Marruecos.

La cooperación, por supuesto, ya está más allá de lo militar. Empiezan a fluir los negocios, empieza a moverse el dinero. Todo aquello a lo que los ayatolas no están invitados, porque ningún país en la región está interesado en firmar contratos con ellos. En primera, porque la de Irán es una economía desahuciada; en segunda, porque todos son aliados de Arabia Saudita.

Bueno, podríamos poner como excepción a Siria y Líbano, pero para proyectos de negocios no cuentan. Están peor que Irán. De hecho, dependen de Irán.

Por supuesto, todos ellos —y ahí hay que incluir a los palestinos— esperan que con Biden cambie la marea una vez más, y las cosas se pongan a su favor.

Y tiene sentido. Es altamente probable que Biden vaya a aligerar las sanciones contra Irán, y que eso le permita a los ayatolas recuperar algunos millones de dólares que, por supuesto, no van a invertir en mejorar la calidad de vida de su población. De hecho, es muy probable que ni siquiera sean ellos los que hagan planes para ese dinero. Probablemente su destino se decida en Moscú.

Será fácil de monitorear: si casualmente reinician las hostilidades serias en Siria, es porque el dinero que recupere Irán será invertido en tratar de recuperar el terreno perdido en ese país, y eso significa que Rusia volverá a cobrar por sus servicios militares. Así que los que realmente se deben estar relamiendo los bigotes a la espera de esos dólares son Putin y su gente; el pueblo iraní simplemente verá pasar de largo, una vez más, esos billetes que podrían haberles mejorado la vida, pero que sus líderes políticos y religiosos tienen predestinados para reactivar una guerra absurda que ni siquiera pueden ganar.

Por ello, los beneficios que pueda obtener Irán gracias a Biden les resultan prácticamente irrelevantes a Israel y a sus nuevos aliados árabes. Sí, seguro será un dolor de cabeza, pero también será controlable. Lo único que tienen que hacer es mantener bien aceitada esa maquinaria militar —preventiva y ofensiva— que funcionó a la perfección durante la peor etapa —la de Obama—, y que ahora ya ni siquiera tiene que funcionar en la clandestinidad.

De hecho, un empoderamiento temporal de Irán provocaría que Israel y Arabia Saudita aceleraran su proceso de acercamiento para establecer relaciones diplomáticas plenas.

Ya se sabe que eso es algo que de todos modos va a pasar, pero Biden cometería un error si lo acelera de este modo poco amable, y es que eso provocaría que la relación entre Jerusalén y Riad se lograría sin invitar a Washington a ser parte de la fiesta.

El peor riesgo para EE. UU. en este momento sería favorecer demasiado a Irán y provocar un alejamiento de Israel y Arabia Saudita. En ese caso, nuevamente quienes se estarían relamiendo los bigotes serían los rusos.

Porque el mundo funciona de un modo bastante simple: allí donde EE. UU. pierde influencia, de inmediato la ganan Rusia o China. Y rusos y chinos ya se dieron cuenta que en ese nuevo bloque económico que, eventualmente, integrará todo ese mundo que suele ser llamado “semita”, los negocios se van a poner muy buenos. Saben, perfectamente, que Irán no es parte de ese futuro. A Irán sólo resta saquearlo mientras tenga algo saqueable. Es decir, es una amistad que tiene fecha de caducidad, porque es de esas que sólo duran mientras dura el dinero.

Así que Biden ha iniciado su gestión con un Medio Oriente muy distinto al que conoció Barack Obama. Ahora solo resta esperar a que los demócratas tengan la suficiente sensatez como para no empeorar la posición estadounidense en la zona.

Seguro que van a ayudar un poco a Irán. Seguro que también van a ayudar a los palestinos. Lástima, porque la mejor ruta para solucionar los conflictos regionales sería ayudar a ponerle fin al gran factor de desestabilización en la zona: los ayatolas. Sin ellos, colapsan Hezbolá, Hamás, la Yihad Islámica y Mártires de al Aqsa (y de paso la guerrilla hutí en Yemen).

No sé si Biden se de cuenta o no, ya sea por la edad o por los sesgos ideológicos de los demócratas, de que ese sería el mayor favor que le podría hacer a la humanidad.

Pero en términos históricos, siempre lentos y desinteresados de nuestras prisas, a Israel y sus nuevos socios árabes no les preocupa demasiado. Tienen la singular ventaja de que hoy, más que nunca en la historia, mantienen el control de la situación.

Así que lo que haga o deje de hacer Biden será a favor o en contra de los intereses norteamericanos.

El mapa del Medio Oriente ya se redefinió, y no está en Washington la posibilidad de alterarlo. Cualquier intromisión potencialmente negativa, sólo aceleraría el acercamiento entre los dos gigantes de la zona: Israel y Arabia Saudita.

P.S.: La próxima semana retomo el tema de la guerra teológica contra los dioses solares.

 


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