Enlace Judío – En una columna de opinión publicada en el portal The Times of Israel, David Harris, director ejecutivo del Comité Judío Americano, destaca los logros del Israel moderno a través de sus 73 años de existencia.

Israel celebra su 73º aniversario. Durante casi 1,900 años, los judíos de todo el mundo han orado por volver a Sión y a Jerusalén, tras la destrucción del Segundo Templo en el año 70 de la era cristiana y la pérdida de soberanía. Es un lapso de aproximadamente 75 generaciones.

Los judíos nunca perdieron la esperanza, por muy remota que pareciera la probabilidad del retorno. ¿Cómo podrían haberla perdido, ya que sin Sión y Jerusalén en el centro del universo del judaísmo, qué sería la identidad judía?

Como está escrito en el Salmo 137 de hace unos 2,500 años, “Si me olvido de ti, oh Jerusalén, mi diestra olvide su destreza… si no enaltezco a Jerusalén sobre mi supremo gozo”. Y recordemos estas palabras del mismo salmo: “Junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentamos, sí, lloramos al recordar a Sión”.

Nosotros somos los afortunados que hemos visto respondidas esas oraciones.

El camino hacia el renacimiento soberano, y la redención, en 1948; la realización del rol concebido de Israel como hogar y refugio para los judíos de los cuatro rincones de la tierra; la adopción incondicional de la democracia y el Estado de Derecho; y los impresionantes logros científicos, culturales y económicos son, como mínimo, extraordinarios.

Y cuando añadimos que los vecinos de Israel intentaron desde el primer día aniquilarlo, la historia de sus primeros 73 años resulta aún más sorprendente.

Ningún otro país se ha enfrentado a tales amenazas contra su propia supervivencia, ni ha experimentado el mismo grado de demonización internacional interminable, con la complicidad de demasiadas naciones dispuestas a sacrificar la integridad por la conveniencia política, ni se ha enfrentado a los mismos desafíos implacables contra su propio derecho a existir, a defenderse o a designar su propia capital.

Sin embargo, los israelíes nunca han sucumbido a una mentalidad de fortaleza, nunca han abandonado su profundo anhelo de paz ni su voluntad de asumir riesgos sin precedentes para lograr esa paz, como ocurrió con Egipto en 1979 y Jordania en 1994; en la retirada unilateral de Gaza en 2005; y un día, quizás, en un acuerdo de dos Estados con los palestinos si sus dirigentes aceptan alguna vez de forma convincente la legitimidad de la autodeterminación judía, el abandono del llamado derecho al retorno y el deseo de vivir en una paz duradera.

Sin duda, la construcción de una nación es un proceso infinitamente complejo. Basta con mirar a cualquiera de las principales democracias actuales y a su historia. En el caso de Israel, comenzó en un contexto de tensiones ante una población árabe local que reclamaba la misma tierra y que, trágicamente, rechazó una propuesta pragmática de la ONU en 1947 para dividirla en porciones árabes y judías (uno de los varios rechazos rotundos de los líderes palestinos desde 1947).

Continuó mientras el mundo árabe intentaba aislar, desmoralizar y, en última instancia, destruir el incipiente Estado y a sus 650,000 judíos; mientras se veía obligado a dedicar una gran parte de su limitado presupuesto nacional a la preparación militar; y mientras se enfrentaba a la tarea de forjar una identidad nacional y un consenso social entre una población culturalmente diversa, desde los sobrevivientes del Holocausto hasta los refugiados del mundo árabe, desde los que huyeron del comunismo hasta los que abandonaron las sociedades democráticas para unirse a la construcción del Estado.

Como cualquier democracia vibrante, Israel es una obra permanente en proceso. No cabe duda de que tiene sus deficiencias, como la excesiva e impía intromisión de la religión en la política, un sistema político desordenado que requiere constantes acuerdos, ya que ningún partido político ha obtenido nunca una mayoría electoral absoluta; la marginación de las corrientes religiosas judías no ortodoxas y la tarea aún incompleta de integrar plenamente a los árabes israelíes en la corriente principal, por mucho que se hayan hecho notables progresos.

Pero estos retos, por más importantes que sean, no pueden ensombrecer los notables logros del país.

En solo 73 años, Israel ha establecido una democracia próspera única en la región. Esto incluye una Corte Suprema dispuesta a impugnar al primer ministro, ir en contra del establishment de seguridad, o incluso a enviar a un expresidente a prisión; un parlamento combativo que incluye casi todos los puntos de vista imaginables, desde la derecha hasta la izquierda, desde lo secular hasta lo religioso, desde lo árabe hasta lo judío; una sociedad civil robusta; y una prensa vigorosa.

Ha construido una economía dinámica basada en la innovación y la tecnología de punta. Se ha incorporado a la OCDE, se ha convertido en un centro mundial de investigación y desarrollo y es un imán para la inversión extranjera directa. Y últimamente, gracias a los descubrimientos de gas natural, ha pasado de ser una nación con escasez de energía a una rica en recursos.

Sus universidades y centros de investigación han contribuido al avance de las fronteras del conocimiento en innumerables formas, y han ganado varios premios Nobel en el proceso.

Israel ha creado uno de los ejércitos más poderosos y eficaces del mundo, siempre bajo control civil, para garantizar su supervivencia en un entorno difícil, donde Irán y sus satélites siguen pidiendo su destrucción. Al mismo tiempo, se esfuerza por adherirse a un estricto código de conducta militar que tiene pocos rivales, incluso cuando sus enemigos buscan refugio en mezquitas, escuelas y hospitales, a menudo se esconden detrás de las espaldas de los niños, y embaucan a medios frecuentemente crédulos.

Israel es la respuesta a siglos de impotencia, pogromos, expulsiones, inquisiciones, guetos, estrellas amarillas y crematorios contra el pueblo judío. Entonces, los judíos tenían que confiar en la buena voluntad, que era más bien escasa, por no decir otra cosa. Hoy existe un Israel inmutable y sin temor, como pueden confirmar los judíos soviéticos y etíopes una vez asediados, y los pasajeros rescatados del vuelo 139 de Air France con destino a Entebbe, y como nos recuerdan los restos carbonizados de los reactores nucleares de Irak y Siria, que no son nada pacíficos.

Tras su exitosa campaña de vacunación contra COVID-19, Israel se encuentra entre las naciones más sanas del mundo, con una esperanza de vida superior a la de Estados Unidos. También sigue ocupando el primer puesto, por delante de Estados Unidos, en el “índice de felicidad” anual de la ONU.

Ha forjado una próspera cultura admirada más allá de sus fronteras, incluso entre las audiencias televisivas de EE.UU, y ha modernizado el hebreo, la lengua de los profetas, para acomodarla al discurso del mundo contemporáneo.

A pesar de un puñado de voces despreciablemente extremistas, ha creado un clima de respeto hacia otros grupos religiosos, como el bahaí, el cristianismo, el islam, y sus lugares de culto. Pocas naciones de la región pueden decir lo mismo.

Israel ha construido un sector agrícola que tiene mucho que compartir con los países en desarrollo de África y de otros lugares, sobre cómo convertir una tierra árida en campos abundantes de frutas, verduras, algodón y flores. Y hablando de tierras áridas, gracias al ingenio humano, ha convertido una nación con escasez de agua en un exportador neto de agua.

Ha ampliado formalmente el arco de la paz más allá de Egipto y Jordania para incluir a Baréin, Marruecos, Sudán y Emiratos Árabes Unidos, y, de manera informal, aún más. Ahora mantiene relaciones diplomáticas con la inmensa mayoría de las naciones del mundo. Y los proyectos humanitarios israelíes llegan a varios países afectados por desastres naturales o provocados por el hombre.

De hecho, teniendo en cuenta las prioridades del mundo en el siglo XXI, desde la seguridad alimentaria hasta el agua potable, desde la salud pública hasta la medicina, desde la tecnología hasta la seguridad cibernética, desde el cambio climático hasta el ecologismo, desde el terrorismo hasta la resiliencia nacional, Israel ocupa un lugar destacado como solucionador de problemas globales.

Aléjese de las vicisitudes de la información diaria y considere el alcance de las últimas siete décadas.

Observe los años luz recorridos desde la oscuridad envolvente del Holocausto y maravíllese ante el milagro de que un pueblo diezmado regrese a una pequeña porción de tierra – la tierra de nuestros antepasados – construya y defienda con éxito un Estado moderno y palpitante contra todo pronóstico.

La historia de Israel es la maravillosa realización de un vínculo de 3,500 años entre una tierra, una fe, un lenguaje, un pueblo y una visión.

Dicho con las palabras de “Hatikva”, el himno nacional de Israel, es la búsqueda de “ser un pueblo libre en nuestra propia tierra, la tierra de Sión y Jerusalén”.

De hecho, es una historia inigualable de tenacidad y determinación, de valor y renovación.

Y es, en última instancia, una metáfora del triunfo de la esperanza perdurable sobre la tentación de la desesperación crónica.

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