Enlace Judío – Los intentos para deslegitimar la existencia de Israel —y de ese modo legitimar la violencia palestina disfrazándola de “resistencia a la ocupación”— siempre pasan por un argumento que tiene que ver con la máxima tragedia judía de la historia. Dice este extraño razonamiento que el Estado de Israel fue inventado para compensar a los judíos por el Holocausto. Y remata: ¿Qué culpa tenían los palestinos de esa tragedia como para que se les quitaran sus tierras?

Todo está mal con ese argumento. Ni el Estado judío fue fundado por eso, ni había allí un pueblo identificado como “palestino”, ni se les quitó sus tierras para crearle un país a los judíos.

Los palestinos, desde el año 135 hasta 1948, fueron todos los habitantes de la provincia de Palestina, que primero fue parte del Imperio romano, luego del Imperio bizantino, luego de los califatos árabes, luego de los reinos cruzados, luego del califato mameluco, luego del Imperio otomano y, finalmente, del Imperio británico.

Sus habitantes no tenían una sola identidad étnica-cultural. Entre los siglos II y VII, fueron mayoritariamente judíos. Es obvio: Era la patria ancestral del pueblo judío y el decreto de expulsión emitido por el emperador Adriano en el año 135 solo afectó a los judíos de Jerusalén y sus alrededores. El resto siguió viviendo en donde siempre habían vivido.

Luego vino la invasión musulmana y la demografía del lugar cambió con la llegada de muchos inmigrantes árabes. Pero el cambio no fue excesivo. La zona era desértica y poco o nada productiva, así que nunca fue un territorio particularmente atractivo para nadie, salvo los nostálgicos judíos que de tanto en tanto llegaban a vivir allí, y los grupos de beduinos habituados a una vida nómada.

En realidad, la mayoría de los árabes que llegó a establecerse en la zona prefirieron ubicarse en las zonas aledañas a la actual Beirut en el Líbano, en las aledañas a Damasco en la actual Siria y en las aledañas a la actual Amán, en Jordania. En lo que es el actual Israel, la densidad demográfica era mínima.

Todos eran llamados palestinos por igual, empezando por los propios judíos. Los árabes locales nunca tuvieron un distintivo de identidad particular y el tema de una posible contraposición entre judíos y palestinos nunca fue abordado por ningún autor entre los siglos II y XX. Se hablaba, en todo caso, de fricciones entre judíos y árabes, pero no entre judíos y palestinos.

Así que es falso que en 1948 un “pueblo palestino” fuese despojado de su tierra y expulsado de allí. Hubo una guerra —declarada por los árabes—, y ello provocó una crisis de desplazados y refugiados, pero los hubo tanto árabes como judíos. La diferencia fue que los desplazados judíos fueron asimilados por el Estado de Israel recién fundado, mientras que los desplazados árabes fueron refundidos en campamentos de refugiados en condiciones infrahumanas.

¿Pero entonces por qué se creó el Estado judío? ¿Realmente no tuvo nada que ver con el Holocausto?

Hacia 1947, el mundo todavía no tenía una noción siquiera vaga de la magnitud del genocidio cometido por Hitler (de hecho, todavía hoy se siguen desclasificando archivos y la cifra de víctimas del nazismo —judíos o no— sigue creciendo), así que era muy difícil que ese fuera un pretexto para inventar un país.

Las razones son muy distintas.

Más allá del activismo político que hizo el movimiento sionista para lograr la fundación de Israel (desde 1897), hay que entender el proceso político, social y económico de Europa para comprender por qué en ese momento se tomó la decisión de fundar un Estado para el pueblo judío.

La Segunda Guerra Mundial marca un parteaguas en la evolución social europea que inició desde la Edad Media.

En términos generales, se trata del colapso de los paradigmas monárquicos.

En la era feudal, el poder de las aristocracias se aceptaba como un “derecho divino” y la base de la economía era la agricultura. Pero las aristocracias (emperadores, reyes, príncipes, duques, marqueses, barones, señores feudales) eran, en sus rasgos generales, improductivos. Vivían de la renta (es decir, de la explotación).

Esta situación comenzó a cambiar con el ascenso económico de la burguesía, una clase social sin abolengo aristocrático, pero que siglo con siglo comenzó a despojar de su poder a las aristocracias simplemente por su solvencia económica. Y es que los burgueses sí generaban su propia riqueza.

El empoderamiento de la burguesía trajo primero una revolución en las manifestaciones artísticas —podían darse el lujo de costear arte, sin que los artistas se viesen obligados a cumplir con los requisitos estéticos o ideológicos que imponían la corte o la iglesia—, pero también en la ideología política. De allí, por ejemplo, van a surgir los primeros tratados de teoría política moderna, que son los de Maquiavelo.

Hacia inicios del siglo XVIII, el ascenso de la burguesía era total, y por ello —comenzando con la Ilustración— empezó a desarrollarse el proyecto republicano. Es decir, los burgueses comenzaron a convencerse de que el gobierno realmente no necesitaba de reyes. El proceso fue difícil, empezando con la Revolución francesa. Y fue lento. Básicamente, abarcó todo el siglo XIX para que se consolidaran las nociones de cómo estructurar gobiernos parlamentarios que, aunque no eliminaron a las monarquías, sí las comenzaron a relegar de un modo sin precedentes.

A partir de 1760 comenzó otro proceso paralelo: la Revolución industrial, una transformación económica sin parangón en los últimos siglos de historia. Acaso similar en su importancia solo al descubrimiento de la agricultura. La industrialización de Inglaterra, luego de Alemania, y luego de casi toda Europa occidental puso a la burguesía en una todavía mayor situación de poder, tanto político como económico. Pero también la puso en el lado de la explotación laboral y la aparición de una nueva clase social —el proletariado, es decir, el obrero industrial— recrudeció las contradicciones sociales. Fue la época en la que el empobrecimiento de los campesinos en Europa occidental fue el combustible para el surgimiento del socialismo marxista, los movimientos sindicalistas, e incluso las ideas anarquistas.

El colapso de todo ese mundo empezó en 1914 con eso que, un tanto falazmente, se llama Primera Guerra Mundial. En realidad, fue la primera parte de una Gran Guerra que se reinició en 1939 y culminó hasta 1945.

Allí fue que Europa llegó al colapso y la prueba es que perdieron por completo su lugar de preminencia mundial.

Y es que la devastación en territorio europeo fue total. Hubo que reconstruir casi desde cero y eso fue aprovechado por los EE. UU., que también participó en la guerra pero sin involucrar su territorio. Inglaterra y Francia terminaron severamente endeudados con EE. UU. y con ello comenzó el predominio político y económico norteamericano.

Hasta antes de la Primera Guerra Mundial, Inglaterra era la máxima potencia mundial. Así que el ser sustituida en esa posición por los EE. UU. marcó, en muchos sentidos, el triunfo definitivo de la burguesía sobre la aristocracia.

Pero todavía quedaba un vestigio de aquellos paradigmas feudales y monárquicos: el poder colonial.

Desde el siglo XVI, los países europeos más poderosos se lanzaron a la conquista de territorios en Asia, África y América, lo mismo para poder explotar sus recursos naturales que para establecer rutas comerciales exclusivas. A inicios del siglo XX esta estructura seguía vigente, así como los planes expansionistas.

Medio Oriente era parte del Imperio otomano y en el marco de la Primera Guerra Mundial, Inglaterra y Francia aprovecharon la debacle turca para hacerse con el control del territorio que hoy abarca Siria, Irak, Líbano, Jordania e Israel, y se lo repartieron.

Pero el dominio colonial en la zona apenas duró. Se consolidó en 1917, pero la Segunda Guerra Mundial dejó a ambos países sin capacidad real para mantener esas colonias.

Así que la fundación de los modernos Estados de esa región debe ser entendida como el colapso del colonialismo europeo en la zona, que a su vez fue el proceso histórico que marcó el colapso definitivo del legado político de las monarquías europeas.

Por supuesto que Siria, Líbano, Irak e Israel ya existían como territorios históricos desde muchos siglos atrás. Pero su independencia como Estados modernos apenas se logró entre 1946 y 1948. La única excepción fue el Reino Hachemita de la Transjordania, inventado de la nada por los ingleses solo para congraciarse con cierta rama de la nobleza saudí. Se fundó en 1922, pero no como reino independiente. Su libertad política plena apenas se firmó en 1946.

Este fue el marco histórico real en el que se aprobó la creación de Israel. Si tardó un poco más que la de sus vecinos, fue porque el proceso en Siria, Líbano, Jordania e Irak era relativamente sencillo, ya que su población era más homogénea. Mayoritariamente, árabes.

En cambio, la presencia de judíos y árabes (en conflicto desde 1929) hacía que las cosas fuesen más difíciles en el Mandato Británico de Palestino. Por eso se tardaron un año en diseñar un “plan de partición”, que se aprobó en noviembre de 1947, y medio año más para implementarlo.

El resto de la historia es bien conocida: los árabes se negaron a la implementación de la Resolución 181 de la ONU, y el único Estado que se fundó fue el judío que, por supuesto, tomó el nombre de Medinat Israel, y que hoy ha celebrado sus primeros 73 años de vida, en un contexto muy prometedor, toda vez que está muy bien encarrerado el proceso de reconciliación con los países árabes.


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