Enlace Judío – Hace unos días llamé por teléfono a mi hermana Rosi. No contestó. Su salud se mermaba día a día. Sin embargo, unos minutos después me marcó de regreso. Convalecía en la ciudad de Houston acompañada de sus hijos y nietos y de Óscar, su entrañable compañero. Había tenido la oportunidad de verla al visitarla unas semanas antes.

Me dijo que ahora dormía más por los medicamentos que estaba tomando, pero que lo bueno era que ya no sentía el dolor que tenía antes. Fue clara: su energía se iba apagando, pero estaba tranquila. No tenía ningún pendiente. La entrega en todo lo que hacía en su vida había sido completa. Estaba muy agradecida por todos los dones que había recibido y ejercido.

Cuando sus amigas, amigos y familiares se enteraban que se encontraba en una fase terminal, volcaban un afecto profundo hacia ella, le mandaban mensajes, le hablaban por teléfono, la visitaban físicamente. Le dije que eso era lo que había sembrado su gran corazón y que tenía una rara oportunidad.

En un cuento de Isaac Bashevis Singer, hay un personaje que en el momento de la muerte se desprende de su cuerpo y atestigua su propio entierro. Siente un poco de tristeza al enterarse hasta entonces cuánto lo querían algunas personas. Le dije que el proceso que estaba pasando en esos días (que se desató desde inicios del año) le había permitido ver en vida todo lo que la gente la quería. Se rio. Era verdad. Las expresiones de aprecio venían por todas partes.

Además, se suponía que ella no debería haber vivido tanto tiempo. Sufrió varias operaciones de corazón que tenían que conducir a una vida muy breve. No en Rosi. Tenía una extraña cualidad que de manera natural no se enfocaba en los infortunios sino en un asombro y alegría de niña llena de entusiasmo, de un optimismo y esperanza que a veces parecía no corresponder con lo que vivía. Rosi no lo percibía así por dentro. Para ella todo era adoración: a sus hijos, a sus nietos, a su pareja, a sus amigas, a la ciudad de Córdoba, a los Astros de Houston e incluso a quienes ni siquiera conocía. Y así contra todas las probabilidades había vencido todos los pronósticos sobre su precaria salud.

Charlamos largamente. Era una despedida. Nos enfocamos en el gozo y cercanía entrañable que habíamos compartido durante tantos años. Recordamos que después de su última operación de corazón yo había escrito en el periódico un artículo sobre su gran corazón. Me dijo con dulzura que cuando ella ya no estuviera lo volviera a hacer público y que le agregara lo que estábamos platicando. Le dije que sí y aquí estoy querida hermanita hablando de nuevo de tu gran corazón que, por cierto, en realidad nunca te falló, las complicaciones médicas tuvieron otras causas.

En el texto que publiqué hace unos años, escribí que en la anatomía del cuerpo humano de la antigua India, el corazón es representado como un círculo en el que aparece la imagen de un ciervo saltando. Al hablar sobre el mito del corazón, el médico chileno Hernán Baeza plantea que siempre lo imaginamos saltando ya sea con los esfuerzos o con las emociones. La palabra sánscrita que designa al corazón es “Hrid”, que quiere decir salto.

El corazón late en el pecho como un ciervo que salta y corre. Baeza le llama el saltador, el emocionador. Dice el médico: “Esta relación entre corazón y emoción es la más universal y más común en nuestra cultura occidental. El hecho de sentir el corazón en sus latidos más enérgicos, en el pecho, como también sentir muchas emociones como dolor, rabia, felicidad también en el pecho, hace que las personas superpongan o confundan las molestias propiamente cardíacas con las molestias o sensaciones provocadas por las emociones, en el mismo lugar”.

En ese lugar mi hermana Rosi tuvo una operación que hace algunos años hubiera sido considerada imposible. Era necesario un reemplazo quirúrgico de la válvula aórtica. Por lo general, ello se lleva a cabo mediante una complicada operación a corazón abierto, pero ahora gracias a una cadena de circunstancias afortunadas —en las que jugaron un papel esencial mis sobrinos— su caso fue apoyado para una intervención experimental que era mínimamente intrusiva. El procedimiento, no aplicable en cualquier paciente, era un prodigio de ingenio y creatividad. El resultado es que el corazón empieza a bombear con normalidad. La válvula se abre para que la sangre fluya hacia afuera y se cierra para impedir que la sangre regrese al corazón. El ciervo vuelve a saltar.

Eso fue lo que vi en los ojos de mi hermana cuando la visité después de su operación. El ciervo saltaba con la alegría y el entusiasmo que forman parte de su tejido de emociones lleno de generosidad y empatía. Los que la conocen saben que no estoy exagerando.

Una pequeña muestra: cuando era niña, llegó a casa con su boleta de calificaciones en donde estaba un nombre que sorprendió a mis papás: Rosa María Gordon Piedras. Ella quería ser como sus amigas (muchas de ellas tenían como segundo nombre María) y deseaba que los apellidos extranjeros de su mundo judío no le impidieran estar integrada en el mundo que la rodeaba. Rosa Gordon Steiner se mexicanizó en Rosa María Gordon Piedras. Tradujo literalmente su segundo apellido, su pulso de amor por el otro.

Ese pulso es el que guía su inteligencia y su bondad. Su corazón abierto y vulnerable le hacía ver, entender y abrazar puntos de vista que son diferentes. Hay un texto del Talmud que en versión moderna se puede traducir así: “Ten un corazón de muchos cuartos para que ahí quepan todas las verdades”. Ese era el corazón de mi hermana que daba brincos de alegría con su reajuste. El mío también brincaba al verla.

Pero bueno, pasaron los años y llegó el momento de que el ciervo diera un salto mayor. Lo sabíamos. Un amigo muy querido (en la fonética de la palabra querido, siento unos murmullos que dicen “Querid”, “Qurid”, “Hrid”), me comentó que en los momentos finales —que eran ya inminentes— le invitara a pensar en lo más sagrado para irse con ese impulso de luz. Mi hermana me dijo que así lo haría. Que sabía que sería recibida con mucha luz.

Ahora que lo pienso, eso era la consecuencia natural de la forma en que había vivido. En sus últimos días, mi hija y mi hijo —junto con sus parejas— la fueron a visitar. En una noche cálida salieron a cenar al aire libre. Al terminar, en una amplia banqueta, mi hija llevaba en una carriola a una de sus pequeñas de tres años y medio. La hija de mi sobrino, llevaba a Rosi en una silla de ruedas.

Entonces sucedió lo impensable: empezaron a jugar unas carreritas. La luz en los ojos de mi nieta y la luz de los ojos de mi hermana era la misma: una gran alegría de ser invitados de la vida y saber que no estábamos atados por las convenciones, sino que podíamos dejar que el ciervo saltara y rompiera límites con cierta picardía y gracia. Una vez más lo has logrado, querida Rosi. Y nuestros corazones vuelven a saltar contigo y celebran y agradecen tu presencia dentro de nosotros.


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