Enlace Judío – Desde 1955, el Jim Pattison Group y HIT Entertainment publican el Libro de los Récord Guinness cada año. Ahí se lleva un registro más bien simpático de grandes hazañas humanas o naturales, como quién es la persona más alta o más longeva del mundo, o como quién tiene la colección más grande de objetos relacionados con alguna película famosa. Por supuesto, hay récords muy judíos, como la torre de Matzá más grande del mundo. Pero también hay récords que, sospecho, nunca nos van a reconocer. Aquí expongo dos de ellos.

La identidad cultural más antigua del mundo

Desde cierto punto de vista, hay “culturas” más antiguas que la del pueblo de Israel. Pero eso se puede cuestionar debido a que son grupos humanos que, gracias al aislamiento, han mantenido ciertas prácticas y costumbres arcaicas que representan un nivel de desarrollo cultural más bien limitado —aunque con ello me refiero a lo cuantitativo, no a lo cualitativo—, y por ello se da el curioso fenómeno de que no son muy diferentes unas a otras, incluso cuando se encuentran en diferentes continentes.

Lo que hace especial a la identidad cultural judía es que siempre estuvo en contacto con las civilizaciones más avanzadas, así que ha sido parte de la evolución cultural más compleja del mundo desde sus orígenes. Es en ese territorio —el más difícil de todos— que el Judaísmo es el heredero directo de la identidad cultural más antigua.

El judaísmo actual es heredero directo del judaísmo antiguo, que se define como el de la época del Segundo Templo. Es decir, el que se desarrolló entre los años 539 y 70 AEC. Este, a su vez, es el heredero directo de la cultura del antiguo Israel, que se desarrolló entre los años 950 y 587 AEC. Este, por su parte, fue heredero de la cultura semítica que se desarrolló en la fase tardía de la cultura cananea, que podría ubicarse entre los siglos XVI y X AEC. Y estos hebreos, a su vez, fueron hijos directos —culturalmente hablando— de los clanes hebreos nómadas y semi-nómadas que se remontan a tiempos de los antiguos sumerios, la primera civilización que hubo en el mundo. Ya desde el siglo XXIII AEC, los sumerios se comenzaron a quejar de un grupo al que probablemente llamaban “gabiru”, y que luego los acadios llamaron “habiru” (de donde viene la raíz etimológica de hebreo). La queja era porque estos clanes preferían vivir lejos de las ciudades, no reconocían la esclavitud, y se dedicaban a la rapiña y el pillaje.

Esos rasgos están perfectamente preservados en el texto bíblico, lo que demuestra que no se perdió la continuidad entre estos antiguos hebreos y el judaísmo antiguo. Por ejemplo, en Deuteronomio 23:15-16 encontramos la siguiente ordenanza: “No entregarás a su señor el siervo que se huyere a ti de su amo. Morará contigo, en medio de ti, en el lugar que escogiere en alguna de tus ciudades, donde a bien tuviere; no le oprimirás”. Las antiguas culturas mesopotámicas —desde tiempos sumerios— reconocían a los esclavos como una propiedad que debía respetarse a ultranza. En general, se les trataba de un modo que podríamos definir como amable, tomando en cuenta cómo eran esas épocas. Pero si un esclavo huía y era capturado, incluso en otro reino, se le devolvía a sus amos y entonces se le sacaban los ojos como castigo a la violación de su condición de esclavo.

Los hebreos fueron los primeros en rebelarse contra este trato inhumano, y la única esperanza que tenía un esclavo que hubiese huido, de poder alcanzar su libertad plena y no volver a preocuparse por ser entregado a sus antiguos amos, era ser rescatado por alguna banda de hebreos. Estos rechazaban la esclavitud, y todos aquellos que llegaban con ellos eran tratados, de inmediato, como hombres libres.

Es evidente que el texto del Deuteronomio recupera esta antigua tradición hebrea, y con ello queda confirmada la continuidad que hubo desde tiempos de los sumerios, hasta la edición definitiva de la Torá, ocurrida hacia la primera mitad del siglo V AEC, un poco después del exilio babilónico.

Y de las capacidades militares hebreas, así como su práctica de la rapiña y pillaje, tenemos un formidable relato en Génesis 14. Allí se nos cuenta como Lot fue secuestrado por un ejército que había llegado desde la lejana Elam (actualmente, Irán); un sobreviviente a esa razia pudo llegar al campamento donde estaban Abram (todavía no cambiaba su nombre) junto con sus socios amorreos Mamre, Aner y Eshkol, quienes de inmediato armaron a sus hombres, atacaron a los reyes de oriente, liberaron a los capturados (que seguramente se iban a convertir en esclavos), y se quedaron con el botín.

Muy hebreo el asunto. Por cierto, ese pasaje es donde por primera vez se utiliza la palabra “hebreo” en la Biblia: “Y vino uno de los que escaparon, y lo anunció a Abram el hebreo, que habitaba en el encinar de Mamre el amorreo, hermano de Eshkol y hermano de Aner, los cuales eran aliados de Abram” (Génesis 14:13).

Por cierto: uno de los grupos cananeos que más personas aportó a los clanes hebreos, fue el cananeo. Así que no hay duda posible: el judaísmo hunde sus más antiguas raíces en estos clanes que poblaron el Medio Oriente desde hace unos 4300 años.

Digno de un récord Guinness.

El invento de la condición diaspórica

Una diáspora es una situación en la que un amplio porcentaje de una comunidad nacional se encuentra fuera —voluntariamente— del territorio que identifican como su hogar nacional. Por supuesto, esto implica que las comunidades diaspóricas conservan su identidad nacional y no se asimilan a su entorno local, porque en ese caso pasarían a ser descendientes de tal o cual grupo o nación, pero sin ser una diáspora como tal.

Al pueblo judío se le debe la invención de tan extraña condición. Claro, hoy en día parece más bien normal. Por ejemplo, hay chinos, italianos e irlandeses en muchos lugares del mundo, y nos parece de lo más común.

Pero en la antigüedad no era así. Hasta antes de la Era Común, la identidad religiosa y la identidad nacional estaban íntimamente ligadas, por lo que tú no escogías qué religión practicar. Simplemente, heredabas la religión de tus ancestros, vinculada con el territorio en el que vivías. Sin embargo, sucedía algo de lo más interesante, completamente ajeno a lo que hoy nos parece lo normal: el sistema politeísta hacía que te pudieras acoplar con mucha facilidad a una religión o identidad nacional distinta, en caso de que tuvieras que moverte a vivir en otro lado.

Dado que todos los pueblos del mundo —salvo los judíos— aceptaban la existencia de muchos dioses, un grupo —por ejemplo— de fenicios que se estableciera en Grecia, no tenía ningún inconveniente en mostrar su respeto al país anfitrión rindiéndoles culto a los dioses locales. Eso no afectaba su propia práctica religiosa porque, a fin de cuentas, había muchos dioses. Del mismo modo, una embajada griega que tuviera algo que atender en Fenicia, tampoco se sentía particularmente molesta por presentarles culto a los dioses fenicios. Incluso, en las épocas helenísticas, se dio un fenómeno de lo más interesante: una suerte de homologación de dioses. Así fue como el Shemesh de los babilonios fue identificado como el Helios de los griegos, o el Baal de los fenicios fue identificado como el Júpiter de los romanos.

Esto, curiosamente, provocaba que quienes llegaban a vivir en condición de extranjeros a cualquier lugar, al cabo de dos o tres generaciones se hubiesen asimilado por completo a su nuevo entorno. Acaso los únicos grupos que se mantenían adheridos a su identidad original, eran las delegaciones mercantiles que había por todo el Mar Mediterráneo. Pero estas, en su gran mayoría, eran colonias fenicias. El resto de los pueblos de la antigüedad no tenía esa costumbre, y es que no le veían ninguna lógica: ¿cuál era el lugar para adorar a Tutatis? Pues la Galia. ¿Y el lugar para adorar a Afrodita? Pues Grecia. Así que cambiar de lugar de residencia era, en gran medida, saber que tarde o temprano cambiarías de nacionalidad.

A los judíos se nos ocurrió hacerlo todo al revés. Los asirios provocaron el primer gran exilio, y una gran cantidad de israelitas del Reino de Samaria fueron repartidos en los territorios que hoy son Líbano, Siria, Irak, Jordania, Irán, y Armenia. Luego vino el exilio provocado por los babilonios, y una gran cantidad de israelitas del Reino de Judá fueron reubicados cerca de Babilonia, en el actual Irak.

En el año 539 AEC, todos estos territorios fueron conquistados por los persas y, por primera vez desde tiempos de Salomón, todos los israelitas volvieron a quedar bajo una misma corona. Ciro el Grande, emperador persa, decretó que todos los exiliados podían volver a sus lugares de origen, y eso permitió que la nación israelita se reconstruyera, ahora bajo el nombre de Reino de Judea (y por ello se empezó a llamar “judíos” a sus habitantes).

Pero, curiosamente, una gran cantidad de israelitas no quiso regresar. Decidieron quedarse en los lugares en los que ya habían establecido negocios, y lo cierto es que el grupo que se lanzó al reto de reconstruir Judea fue, más bien, el minoritario.

Por supuesto, muchos de los israelitas que se quedaron en el exilio terminaron por asimilarse a las culturas que los circundaban. Pero muchos otros no. Decidieron seguir viviendo como israelitas, adorando al Dios de Israel, y manteniéndose aparte de las demás naciones. Esto fue algo particularmente notorio entre los exiliados de Babilonia.

Y también fue algo completamente desconcertante para el resto de las naciones. Si querían seguir siendo judíos ¿por qué no se regresaban a Judea? O si querían seguir viviendo en sus nuevos hogares ¿por qué seguir siendo judíos? El asunto se complicó tanto, que los persas tuvieron que inventar una nueva figura de autoridad para atender este asunto: el exilarca.

Según sabemos, Zerubabel fue el primero en ocupar este extraño puesto, que consistía en ser el responsable de los judíos-israelitas en todo el Imperio Aqueménida (medo-persa). Es decir, era el encargado de cobrarles impuestos. Pero ¿eso no lo podían hacer los sátrapas locales? Es decir, cobrar los impuestos correspondientes de los judíos que vivían en sus respectivas satrapías.

Pues no. La lógica de la época era tan específica respecto a eso de las identidades nacionales, que era prácticamente imposible que cada sátrapa se arriesgara a interferir en la vida de otra identidad nacional, aunque estuviese viviendo en su territorio. Como no había precedentes en ello y, por lo tanto, tampoco protocolos, las cosas podían salirse de control y todo podía acabar en un baño de sangre.

De hecho, de eso se trata el libro de Ester: de un funcionario persa —Haman— que no entiende por qué un pueblo —el judío— vive sin abandonar su identidad nacional, pero disperso por todo el imperio. Por eso le señala al rey Ajashverosh que es un pueblo distinto a todos los demás, con sus propias leyes. Y justo por la falta de protocolos, el asunto se enreda y se convierte en una batalla entre judíos y anti-judíos, con los respectivos aliados de cada uno.

Así fue como nació la diáspora judía, una condición que se mantuvo intacta durante casi siete siglos, hasta que los últimos vestigios de soberanía judía en Judea fueron exterminados por el emperador Adriano en el año 135, tras la revuelta de Bar Kojba. Entonces, todas las comunidades de la diáspora pasaron a ser consideradas comunidades en el exilio.

Pero fíjate lo que son las cosas: justo porque la diáspora funcionaba a la perfección desde casi siete siglos atrás, el pueblo judío tuvo las herramientas sociales para enfrentarse al exilio, y sobrevivir exitosamente pese a que este duró más de 18 siglos, hasta la refundación del hogar nacional judío, el moderno Estado de Israel.

Por supuesto, cuando Israel se fundó, no todos los judíos del mundo decidieron regresar allí. Al igual que casi 1500 años atrás, la mayoría optó por vivir en la diáspora, y fue apenas hace unos pocos años que se invirtió la realidad demográfica, e Israel por fin se convirtió en un lugar donde viven más judíos que en el resto del mundo.

Pero es que la diáspora es algo de lo más normal para el pueblo judío.

De hecho, nosotros inventamos el concepto.

Lástima que nunca nos vayan a dar un Récord Guinness por ello.


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