Enlace Judío – Se vence en estos días el período de seis años de Avijai Mandelblit como Fiscal General de Israel. Un lapso signado por mucha actividad y muchas sanciones, con demasiada influencia mediática.

ELÍAS FARACHE

Israel es un país en donde la separación de los poderes funciona, pero también existe un altísimo grado de politización en todos los cargos, en todas las instituciones. Esto es muy difícil de evitar, porque hasta el día de hoy, las tendencias políticas e ideológicas son marcadas y enfrentadas. Por ejemplo, una figura como la del legendario jefe de la Corte Suprema, Aharon Barak, siempre será respetada, al igual que reconocidas sus inclinaciones ideológicas.

En Israel, el poder de la opinión pública a través de los medios de comunicación es muy importante e influyente. La privacidad de las figuras públicas está muy comprometida, pues al deberse a una función de servicio, quedan demasiado al descubierto conductas propias de la vida personal. Ello exige un nivel de comportamiento de excelencia, pero a veces se exagera en la intromisión.

Israel ha sido inclemente en casos de corrupción y de conducta impropia de figuras públicas. Ezer Weizman y Moshe Katzav terminaron sus respectivas presidencias en el ostracismo o en condena. Ehud Olmert se vio obligado a renunciar a su cargo de primer ministro e ir a la cárcel. El servicio público no exime de culpabilidad a los servidores.

Mandelblit asumió la fiscalía en el entendido que era una ficha de confianza del primer ministro, Benjamín Netanyahu. Pero le abrió varios casos que le han amargado la vida, los mismos que quizás lo lleven a alejarse de la política. A la hora de entregar su cargo, existen opiniones encontradas respecto a la actuación de Mandelblit y sus motivaciones.

Desde el punto de vista positivo, es reconfortante que la contraloría de los poderes públicos garantice la pulcritud del manejo de gobierno. Así queremos creerlo y que de verdad sea. 

Las semanas finales de Mandelblit en el cargo fueron muy activas para tratar de cerrar tres casos emblemáticos. El primero, un acuerdo con Aryeh Deri, el carismático líder del partido Shas, que aceptó un acuerdo mediante el cual reconoce cierta culpabilidad y se retira de la vida política para no cumplir condena. Algo parecido ocurrió con el exministro de salud, Yaakov Litzman. Reconoció culpabilidad, aceptó alejarse de la política y evitó ir a la cárcel.

Un tercer acuerdo no se logró. Esta vez con Benjamín Netanyahu. Se le exigía reconocer culpabilidad para evitar cárcel, pero además alejarse de la política por un lapso de siete años. Netanyahu desechó la propuesta y habrá de entenderse con el sucesor de Mandelblit.

Estos acuerdos tienen una utilidad evidente. Evitan largos procesos y desgaste de los involucrados, de las instituciones y de la opinión pública. Pero dejan dudas. En primer lugar, acusaciones muy graves que parecieran requerir castigos ejemplares, terminan en acuerdos de caballeros que avergüenzan a los acusados, pero que también los reivindican en cuanto a la verdadera gravedad de las causas abiertas. En segundo lugar, generan un serio cuestionamiento respecto a las verdaderas motivaciones que tienen las acusaciones. ¿Castigar crimen y criminal, o inhabilitar políticamente a los acusados?

Existe un castigo que se aplica desde el momento de iniciarse la acusación y hacerse pública. El acusado es sometido al escarnio público, algo por demás desagradable y fulminante. Y hasta el momento, en los casos de Deri y Litzman, el presunto objetivo de inhabilitación política se ha conseguido. ¿Sucederá lo mismo con Benjamín Netanyahu?

El poder que genera la fiscalía parece demasiado grande. ¿Será que la fiscalía requiere de fiscalización?

 


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