Enlace Judío México e Israel – León Tolstoi, el magistral autor de “Guerra y Paz”, bordaba las minuciosas escenas evitando los alardes épicos.

Sostuvo que los aciertos tácticos o estratégicos eran imaginarios, comentarios calenturientos que explicaban los triunfos y las derrotas que nadie podría advertir mientras ocurrían. La imaginación épica, podríamos concluir de su escepticismo, están al final y al comienzo de toda gesta. El sol y la muerte no se pueden mirar de frente, y se precisa acumular una pomada de fantasías grandiosas para tonificar “la cólera de Aquiles”.

Años antes, quizás desde una ocurrencia similar, Mark Twain, que ya había hecho una crónica picaresca de su entrada en la solemne guerra civil norteamericana, confeccionó el relato de un alto oficial condecorado muchas veces por sus olvidos, defectos y felices desaciertos para el prestigioso azar bélico. Esta sorna lúcida, consciente del miedo y la irracionalidad castrense, no era común entre aquellos fervientes lectores contemporáneos de “La carga de la caballería ligera”, la poética respiración suicida de Alfred Tennyson para glorificar los británicos en Crimea.

El patriotismo, incluso sin lírica, es el sentimiento mas conspicuo y menos inteligente, pero el más fácil de popularizar. La reflexiva disminución de esa exaltación ciega, uno de los picos del populismo, también la trata Tolstoi sobre el amor, el complemento inseparable del odio.

En el comienzo de Anna Karenina lo sugiere crípticamente: “Las familias dichosas se parecen, las infortunadas lo son cada una a su manera”. En las lides del amor, como en la guerra, parece indicarnos el gran novelista, la felicidad o el triunfo reclaman un enorme andamiaje imaginario perfeccionista, mientras que las fallas del infortunio, que tiene mucho de imaginario igual que la felicidad, nos permite filtrar la compleja e inacabada realidad. Su moderación, “cada una a su manera”, arrastra entonces la particularidad de lo real, y su doloroso saber. Quizás por eso Borges había observado que “la derrota tiene una gloria que la victoria no tiene”. El encuentro con esa realidad sin bandera, reducción de una fantasía, demanda un heroísmo recóndito y sólido, pero sin esplendor.

Entre las primeras descripciones realistas del drama bélico moderno se encuentra “La insignia roja del coraje”, una crónica enormemente popular de final del siglo XIX, sobre la vida cotidiana en las trincheras de la guerra de Secesión. La historia suscitó la más tangible identificación en la memoria de la generación de veteranos. Pero el inesperado autor de la crónica nació después del fin de la guerra. Su talentosa imaginacion le permitió entrever la memoria que hubieran querido tener los confusos sobrevivientes de la carnicería. Stephen Crane, injustamente olvidado, podía imaginar fluidamente lo que aquellos masticaron en seco.

Casi cien pletóricos años separan la novela de Tolstoi de la invasión napoleónica a Rusia, pero ese texto fundó la memoria de una tragedia imposible de ser vivida por ningún colectivo; no sólo porque la memoria psíquica es primordialmente personal, evanescente y tejida de olvido, sino porque la memoria histórica es un acuerdo social de cada presente, tácito voto de la interacción social. En esta época, cuando las memorias colectivas se ordenan por dictamen del vertiginoso presente, y se actualiza la historia hora por hora, para un inacabable maratón biográfico, también esa elaboración cambia. La guerra que la imaginación prepara y hereda ocurre sobre el tiempo real. No contamos con la pausa que la imaginación puede trabajar.

Sin el desplazamiento temporal que nos brindaba el cine o los libros, la tremenda historia del siglo XX nos hubiera carbonizado el pensamiento.

El ejercicio de asincronía de la imaginación, precisa también la redistribución de símbolos colectivos del memorioso desván. Para la reanimación del ejercito rojo, luego de sus primeras derrotas por los nazis, Stalin aplacó a sus fervorosos comisarios y comenzó a usar condecoraciones y nominaciones de añosas batallas con gloria zarista, trastos que sobrevivían en el tenaz inconsciente ruso. La “Gran Madre “y el “Padrecito”, hondas figuras de la tierra y su líder, volvieron a repoblar el cielo, solo cambiaron el semblante de los íconos.

Corriendo la arruga del tiempo, Putin utiliza ahora la moral soviética de la guerra contra los nazis para su confrontación, un empuje alentado también con devaneos imperiales de la vieja estepa. Por su parte, en ese trueque, la puntillosa Europa volvió a recibir miles de refugiados europeos de su mítica “tierra de sangre”. En la prodigiosa hemorragia euroasiática de la región, habían flotado continentes de mongoles, tártaros, cosacos, pogromos, ejércitos blancos, rojos, anarquistas, hambreadores del holodomor y aliados de los nazis.

El mapa que circunda esa funesta memoria lo preside hoy un político judío, alguien que tuvo la rara oportunidad del arrojo ciudadano, una valentía redentora, simultáneamente patriótica y democrática. La imaginación popular creció como una flama para la ocasión. La benefició el soplo que gestaba una identidad nueva, ilusión multitudinaria que fundaba “in vivo” una nación imaginada, mezcla de atavismo y virtud. Ese perfil certero del ensueño moderno para una entidad incierta, fue arrebatador. La ambición de Putin, en su gastado desván, no contaba con este flamante anhelo civil, un aliento que a largo o corto plazo puede oxidar toda decisión bélica. Su efecto es internacional.

La recuperación imaginaria de una potencia rusa perdida se desinfla inevitablemente. La vieja mitología tiene seco el pegamento. El incalculable poder atómico para el desastre, usado torpemente como amenaza, ilustra ese descenso de los recursos imaginarios del invasor.

Lo cierto es que la globalización ya respira por su cuenta, y sus consecuencias resecaran fatalmente la savia épica de Putin, descolocada frente al vigor inesperado de una imaginación cívica.

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