Enlace Judío México e Israel – Luego de dos años de interrupción debida a la pandemia, mañana se realizará, en Polonia, la Marcha de la Vida, marcada por un cambio de estafeta: corresponderá a una nueva generación de descendientes de víctimas continuar con esta tradición. Conversamos con uno de los creadores de la Marcha, en exclusiva. 

 

La familia Zeiger corre por su vida. Avanzan descalzos por el bosque nevado, esquivando troncos y oteando una lejanía imprecisa a la que nombran, íntimamente, libertad. Con ellos corre también Eva Halperin. Ha escapado, primero, de un gallinero en el que yacía oculta con su madre. A su padre lo asesinaron antes incluso de que se crearan los guetos. A su madre la descubrieron en ese escondite compartido en el que ella, sin embargo, logró pasar desapercibida. 

Seguramente debió acallar su llanto mientras los perpetradores se llevaban a su madre hasta el sitio de su muerte. “Busca a los Zeiger”, le había dicho su padre, “ellos te ayudarán”. Eva es una mujer joven pero no una niña. Está comprometida con Abraham Adler, quien antes de la guerra había viajado a Uruguay, de donde no logró volver. 

Mientras corre sobre la nieve, descalza, al lado de la familia junto a la cual ha sobrevivido en un pozo de 70 centímetros de alto, bajo una casa perdida en la colina, habitada por un simplón habitante de la aldea, un “fool on the hill” que, arriesgando su propia vida, ha decidido ocultarlos a todos, Eva no tiene tiempo de pensar en su prometido. La única misión es correr entre el frío inmenso. 

Ella y los Zeiger avanzan penosamente, escuchan el clamor de las detonaciones. Los ruidos de la guerra y de la persecución que los acecha. Han decidido huir hacia el bosque porque un vecino de aquel “loquito de la colina” los ha descubierto y pretendido chantajear. Sin embargo, conforme el frío arrecia y las fuerzas merman, conforme van viendo desaparecer sus probabilidades de cruzar el bosque invernal, deciden volver. “Si van a matarnos, que lo hagan”, dicen. “Este bosque nos matará de cualquier manera.” 

El pozo que es su casa tiene piso de tierra. Es una especie de tumba habitada por personas vivas. Los Zeiger y Eva permanecerán ahí durante otros siete u ocho meses. Su salvador, Anton Suchinsky, hará descender al pozo tres baldes cada día: uno contiene agua, en otro hay comida (papas, migajas, ¡cualquier cosa!) y el tercero está vacío. En él depositarán sus heces antes de devolverlo para ser vaciado. 

Cuando las papas se acaben, cuando las migajas sean insuficientes, los habitantes del pozo escarbarán entre la tierra para extraer lombrices y devorarlas, para cumplir con el más sagrado precepto de la fe de sus ancestros: para preservar su vida, pues no hay nada más sagrado. 

La gesta tiene lugar en un territorio que hoy es conocido como Ucrania. Han pasado muchas décadas y, otra vez, las bombas retumban en el horizonte, caen sobre los edificios, convierten las vidas en polvo. “Es terrible”, admite Baruj Adler, “pero no es lo mismo”. 

Adler sabe, como pocos, el verdadero significado de palabras como “genocidio”, y no está dispuesto a prostituirlas, a dejar que se usen banalmente. Lo sabía en 1986, cuando con otros sobrevivientes e hijos de sobrevivientes, ideó la Marcha de la Vida. 

En una entrevista exclusiva con Enlace Judío, celebrada una semana antes de la Marcha, Adler narra, desde Israel, la historia de su familia, que es una historia de muerte pero, sobre todo, de vida. La historia de su madre y su abuela en ese gallinero, la historia de su padre en Uruguay, la historia de cómo, 10 años después de comprometerse, ambos se reencontraron para sellar su amor bajo el rito matrimonial. 

Adler ha vivido porque su madre logró sobrevivir y porque su padre la esperó una eternidad. Adler es el producto del amor pero también de la lucha por seguir viviendo, incluso en las condiciones más adversas. Quizá sea ese mismo amor el que lo mueve a marchar cada año junto a miles de personas, a recorrer ese camino que llevó a más de un millón de judíos hasta el horrible campo de Treblinka. 

El camino que, hace muchos años, recorrieron Sharon Zaga y Milly Cohen, y que las marcó al grado de inspirar su vocación de vida, materializada luego en el Museo Memoria y Tolerancia, del que el propio Adler fue visitante distinguido tiempo después. 

Este año, dice Adler, se espera que apenas unas mil quinientas personas acudan a la Marcha. En una de sus ediciones anteriores se reunieron más de 10 mil. Pero hay una pandemia en el mundo y viajar no es una opción para todos. También hay guerra en Europa. Incertidumbre. La “baja” asistencia de este 2022 es comprensible. El mundo está cambiando. 

También está cambiando la estructura de la organización que hace posible la Marcha de la Vida. Adler nos habla de un cambio de estafeta. Una segunda generación que será ahora responsable de seguir organizándola año con año para que la memoria de quienes fueron asesinados no se pierda en un pozo bajo la casa de la Historia. Para que la memoria de quienes sobrevivieron siga inspirando a nuevas generaciones. 

Nada es más sagrado que la vida, dice el libro también sagrado que, por milenios, ha dado cohesión a un pueblo que hoy sigue vivo, y que mañana, cuando esas mil quinientas personas se unan junto a las vías del tren, obrará con sus pasos la palabra escrita: “elige la luz.” 

 

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