Enlace Judío- “Trascender nuestra polarización precisa de ambas partes”, en palabras de  Francisco Gil White.

En este momento histórico, en Occidente, nos empieza a doler todo. Unos nos sentimos violentados por ideas que nos parecen inmorales, inaceptables, intolerables. Otros nos sentimos incomprendidos, injustamente etiquetados, e injustificablemente censurados. Hay quien siente ambas cosas. Nos hemos polarizado.

FRANCISCO GIL WHITE

Lo he vivido en carne propia. En algunas expresiones y artículos, por estar yo mismo polarizado, me ha faltado cuidado para imaginar cómo otros, también polarizados, reciben lo dicho. Dichos traspiés me han costado amistades. Repaso eso y siento dolor en el pecho. Y frustración, por desencuentros que eran evitables.

Al final he entendido la moraleja: estas aguas se navegan mejor izando y ondeando bien alto bandera blanca: que sea evidente, obvio, palmario, que vengo en son de paz. Para ello he de entender mejor mis pasiones y su manifestación. Y al otro, mirarlo con empatía: otorgar el beneficio de la duda y trabajar para conocer su perspectiva. Solo así puedo tratar de anticipar cómo habrá de recibir—desde ahí—lo que yo digo.

Pueden evitarse los malentendidos y cualquier sentimiento de maltrato, transformando así el acto comunicativo. Diferencias de sustancia sin duda quedarán, pero esas, con arte, pueden canalizarse en diálogos productivos.

La polarización se ablanda apostando a la buena fe y a la comunicación

Entonces, en pos de recuperar las amistades perdidas, trabajo para cambiar mi actitud y aprendo la virtud del tacto. No quiero más polarización; quiero comunicación—comunión—.

Pero no todo es intención. Hay avances científicos—tecnologías sociales—que yo de hecho enseñaba en clase (pero no siempre aplicaba) para mejorar la comunicación. En este ensayo, compartiré lo que estoy aprendiendo sobre estos métodos, esperando que sirva a otros en la construcción de diálogos.

Tantearé primero, empero, un diagnóstico de nuestra polarización y sus peligros. Pues éste es nuestro contexto: aquí estamos, polarizados, y es desde aquí, si nos lo proponemos, que habremos de construir una nueva cultura de encuentro.

Nos urge, pienso yo, en todo Occidente.

La polarización occidental

A lo largo y ancho de Occidente los algoritmos de redes sociales nos arrastran a los extremos, como expone el documental Social Dilemma (Netflix). Pero nuestros enconos tienen otras causas, también, algunas más viejas.

Las investiga todas Jonathan Haidt, quien, merodeando el ecotono académico entre psicología social y antropología, se ha convertido en el gran estudioso de nuestra polarización. La explica en su famoso libro The Righteous Mind: Why Good People are Divided by Politics and Religion (La Mente de los Justos: Por Qué Pueden Religión y Política Dividir a la Gente Bien Intencionada). Su laboratorio es Estados Unidos, pero su objeto de estudio es una tendencia occidental. México en absoluto es la excepción: nuestro país está totalmente polarizado.

¿Pero cómo opera este fenómeno?

Muchos ahora creen, explica Haidt, que tener la razón (¿y quién se considera equivocado?) justifica callar al prójimo, pues sostener ideas ‘incorrectas’—distintas a las de uno—es inmoral. Y contra lo inmoral puede uno quitarse los guantes. Pululan ‘cancelación’ y censura. Esto no siempre encuentra la otra mejilla: la violencia enseña violencia.

Lo político, observa Haidt, se ha vuelto íntimamente privado. El enemigo ideológico está ‘en casa’ y en cualquier gesto se delata. Entonces, todos a las vivas, suponiendo mala fe, escrutando el menor gesto para diagnosticar, etiquetar, y denostar al otro con denuncias preparadas. Pregunta Haidt: “¿Acaso pensamos convencer a alguien aventando insultos y odio?”

¿Y por qué tanta bilis?

“Están tratando de demostrar su devoción a su equipo,” explica Haidt, pues se patrulla duro la flaqueza y hay consecuencias para los ‘traidores.’ O sea que la denuncia, aquel sonoro cañonazo contra el buque contrario, es cambio de banderas para los buques amigos, que dice: con ustedes sigo. Es el virtue signalling, como dicen en inglés, ahora el estilo conductual dominante.

Nos echamos pa’lante mirando hacia atrás, buscando por encima del hombro la aprobación de la tribu. Y ninguna tribu da tregua. Entonces, dice Haidt, “A la gente le interesa más derrotar al bando contrario que el bienestar común.” Por eso ya no vemos al otro, al que tenemos en frente, al que recibe el gol que nos ha ganado un aplauso.

Será para otro ensayo rascar en los orígenes históricos de esta polarización. Mi objetivo aquí es el ciclo de refuerzo que, vuelta tras vuelta, nos atrapa y extrema nuestras posiciones. Funciona como relojito pero ¿qué le da cuerda?

Me parece que es el miedo

Escucho la opinión del otro. Me asusto. Con dicho susto, doy un brinco ilógico pero irresistible: si me siento mal—si estoy asustado—¿no sería que el otro me agredió? Indignado, agredo ‘en defensa propia.’ Y el otro, que simplemente opinó, se indigna también y se defiende. Las agresiones se retroalimentan y escalan. Nuestras porras nos aplauden. Las opiniones endurecen y se extreman. Estamos ahora bien asustados. Iracundos. Nos sale espuma de la boca. Con el otro, concluyo, no se puede hablar. ¡Que no hable!

Vaya. Pero, ¿por qué habría de asustarnos—de entrada—la opinión política del otro? Pues porque si esas opiniones ‘contaminan’ a la sociedad y dominan, nos decimos, nuestro bienestar peligra. Se pierde lo bueno. De ahí nuestra alarma.

Ya nos venía sucediendo; con la pandemia empeoró.

La pandemia y el susto político

Daniel Defoe, en su novela sobre la epidemia en Londres de 1665, escribe:

“En este tiempo cada uno abrazaba tan fuerte su seguridad personal que no cabía lástima por el sufrimiento ajeno. … El peligro personal e inminente de muerte deshacía todos los lazos de amor y de preocupación por el otro” (pp.152-153)

Cundía el pánico porque en la epidemia el otro—cualquier otro—podía ser un peligro. Defoe describe cómo refugiados hambrientos, huyendo de Londres en caravanas, y a todas luces sanos, fueron desviados de otros poblados con amenazas militares (pp.178-181).

Así en las epidemias. La gente se divide—por miedo—. Y se porta mal. Por eso, dicen unos, la gripe española de 1918, si bien un cataclismo histórico, no inspiró producción literaria.

“Cuando terminó, la gente no la comentaba. … Apenas dejó una huella cultural consciente. Ninguno gozaba, quizá, de ver en qué se había convertido. La memoria de eso, por vergonzosa, fue suprimida.”

Al iniciar el COVID-19, algunos expresaron la esperanza de que pudiera relajar nuestra polarización, forjarnos una nueva unidad. Inclusive Haidt fue optimista en una entrevista. Pero “históricamente,” observó el entrevistador, “las pandemias tienden a dividir a las sociedades más que a solidarizarlas, pues combinan el aislamiento con el temor de otros.”

Dicho y hecho.

Temor de otros como portadores de un virus peligroso. Temor de otros como portadores de ideas peligrosas—y viralizables—.

De pronto volteamos y vimos que nuestro hermano, primo, amigo, colega tenía opiniones distintas—a veces muy distintas—sobre las decisiones privadas y políticas públicas de salud. ¡Y en disputa estaba la realidad misma!

Tapabocas, encierros, vacunas: ¿sirven o no sirven? El virus: ¿realmente se transmite asintomáticamente? Las autoridades: ¿nos protegen o nos oprimen?, ¿dicen la verdad o mienten?, ¿buscan mejorar la salud pública o aumentar su poder?

Al tomar partido sobre estas preguntas, fuese para un lado o para el otro, escogimos modelos de realidad opuestos y de implicaciones vastas. Aquí ya no era cuestión, como en nuestras controversias anteriores, de usar la palabra ‘correcta’ o disputar el pronombre obligado; esto iba en serio: estaba en juego, dependiendo del bando, la libertad o la vida—o ambas—.

Entonces, asustados, en el encierro, nos encerramos discursivamente también: rehusamos la conversación y denunciamos y agredimos a quien opinara distinto. El bando contrario, dijimos, ha perdido la cordura. Todos veíamos locos. Los vemos todavía. Así, nos dividimos hasta en el seno de nuestras familias.

Un amigo y su expareja (y como ellos hay muchos otros) vieron naufragar su matrimonio sobre la roca de la vacunación infantil. Ambos quieren salud para sus hijos—la intención es la misma—pero disputan la realidad. Para uno, la vacuna es peligrosa; para el otro, imperativa.

El sufrimiento social de esta familia magnifica el de todos. Nos está costando trabajo escuchar y dialogar. ¿Por qué? Porque el otro no quiere entender (que yo tengo razón).

Si seguimos así, ¿qué será de nosotros?

De seguir así, el totalitarismo acecha

En la primera mitad del siglo 20 la polarización occidental llegó a su cumbre. No fue un proceso inocente u orgánico. Había, desde el siglo 19, agentes del miedo atizando temores hasta convertirlos en odios para, con ellos, construir el Estado Policía. Circulando por la derecha, fueron odios ‘raciales’; por la izquierda, odios de clase.

Hoy circulamos por encima de la raya con política de identidades donde cualquier odio cabe. En la pandemia fuimos ‘paranoicos’ vs. ‘borregos.’ En la siguiente crisis ocuparemos otros roles. Pero alguna confrontación será, y nos vestiremos mutuamente, otra vez, con etiquetas ofensivas. Pues ya estamos muy listos—por ‘justos’—a tomar partido y negar tregua.

Los agentes del miedo salivan con nuestra polarización, y la nutren, pues nuestras divisiones abren una nueva oportunidad para destruir la democracia. No conviene cooperar con eso. El totalitarismo hará de todos—otra vez—esclavos. ¿Eso queremos para nosotros? ¿Para nuestros hijos y nietos? ¿Verdad que no?

¿Pero cómo detenernos? ¿Cómo restaurar el tejido social de Occidente?

Ya tenemos arriba la pista. Dijimos que lo político es hoy también íntimamente privado. Eso no es obligadamente bueno o malo. Lo que hace es vincular funcional y directamente la microescala familiar y comunitaria con la macroescala institucional y nacional. Al polarizarse una esfera, se polariza la otra. Pero al sanar una esfera, también mejora la otra.

Ahí está la oportunidad. Si la cosa pública es privada, entonces amar a tu prójimo—en tu casa, empleo, familia, o comunidad—es un acto político con consecuencias para todo el sistema. Si en casa, con los nuestros, desarmamos los temores, escuchando y dialogando con atención, respetando al otro y su opinión, preservaremos la democracia.

Ése es el beneficio, digamos, emergente; el beneficio inmediato es privado.

El beneficio privado: como amas te sientes

Al margen de la salud democrática, el beneficio inmediato—y contundente—de escuchar, de dialogar sin acusar, será tu paz cotidiana. Porque amar a tu prójimo construye tu bienestar: es amarte a ti mismo.

Ningún descubrimiento, pienso yo, es más importante.

Recuerdo al hombre que, en los comentarios de algún artículo, explicaba que luego de adoptar interpretaciones opuestas sobre las políticas de COVID, no podía ya hablar con su hermano. No deseaba lastimarlo, pero su propio enojo lo tropezaba, reconocía avergonzado. Es obvio: el día que este hombre tenga más éxito práctico amando a su hermano, comenzará él mismo a sufrir menos. Amar a tu prójimo es amarte a ti mismo.

Ese hombre podía verlo (por eso se acusaba). Pero no atinaba al cambio. ¿Sería entonces que la intención de amor no siempre basta? ¿Qué nos hace falta técnica, también?

Eso opinan profesionales de la ciencia social trabajando sobre el problema de cómo amarnos mejor. Estos… santos (¿por qué no?) han inventado—o más bien descubierto—en distintos ámbitos los principios efectivos de comunicación. Sería trágico, necesitando ahora tanto estas herramientas, que no echáramos mano.

Mencionaré aquí tres investigaciones que me han parecido especialmente valiosas.


Haim Ginott: Cómo hablar con los niños

Haim Ginott, un psicólogo familiar, descubrió cómo ayudar a los niños a desahogar sus emociones y recuperar el equilibrio interno sin berrinches y peleas. Y explicó la técnica de ello. Su libro ha vendido millones de copias; hacen falta millones más.

Lo más importante, dice, es que las emociones y turbaciones subyacentes del pequeño deben ser primero reconocidas por los papás. Necesita ser visto—sentir que la importancia de su vida interior es reconocida.

¿Cómo se hace? Presentando—con interés verdadero—una hipótesis de lo que está sintiendo y por qué. “Entonces, te sientes triste porque piensas que…” Si erramos nos dirá eso y volvemos a intentar. Hasta atinar. El esfuerzo sincero de entender seduce al otro. Y atinar es una delicia. Sentirse visto es recibir una caricia conductual-cognitiva; Ginott lo llama “primeros auxilios emocionales para sentimientos lastimados.”

Con dicho auxilio emocional, el niño puede negociar en paz cualquier conducta.

Las técnicas de Ginott funcionan aunque el niño no las haya aprendido (nadie le exigirá al niño que lea a Ginott). El niño simplemente reacciona a las habilidades comunicativas de sus papás; cuando estas mejoran, la interacción mejora.

Marshall Rosenberg: Cómo hablarse entre adultos

Marshall Rosenberg, un psicólogo clínico, descubrió cómo, entre adultos, pueden unos y otros reclutar un interés compasivo por entenderse y colaborar mutuamente resolviendo diferencias y darse lo que necesitan, fortaleciendo la relación con comunicación no violenta (CNV). Y explicó la técnica de ello. Se enseña ahora en todo el mundo.

Una intersección muy grande une el trabajo de Rosenberg con el de Ginott. Pues Rosenberg también enfatiza esa caricia conductual-cognitiva: la escucha activa: hacer el esfuerzo, con tus propias palabras, de expresar lo que según tú está vivo en el otro, hasta recibir su confirmación aliviada de que su experiencia subjetiva ha sido reconocida y comprendida.

Es importante también, pues somos adultos, responder tú mismo por tus emociones, dice Rosenberg. Responsabilizar al otro es indignarlo, y eso acaba en ciclos defensivos que escalan en violencia verbal. Si algo te duele, y deseas cooperación del otro para satisfacer tu necesidad, describe sin acusar.

Considera la diferencia entre estas dos expresiones:

* “¿Por qué me haces enfurecer dejando la cocina hecha un asco? ¡Qué cochino eres!

* “Cuando veo la cocina sucia me siento abrumado y tenso porque yo tengo una necesidad personal muy alta de limpieza y orden.”

Lo primero es violento; lo segundo, no. Si dices lo segundo, podrás pedir cooperación: “Entonces, mira: para estar menos estresado, me ayudaría mucho si cooperamos juntos para que la cocina esté limpia. ¿Qué dices?”

Con CNV, el otro no tiene por qué defenderse de una agresión—no ha sido agredido—. Podrá entonces verte con empatía. Es más fácil, así, reclutarlo a darte lo que tú necesitas. Aun si no lo obtienes, no dañaste la relación: no se ahogaron ambos en una tormenta que tú mismo hiciste en un vaso de agua.

Lo anterior es una simple probadita. Con sus métodos, tan sencillos de entender, Rosenberg hizo magia. Logró unir en diálogo, por ejemplo, a grupos que se habían estado matando en Nigeria.

Pero no es magia—es ciencia—. Como cualquier edificio, el del amor se construye con intención y también ingeniería.

William Ury, Roger Fisher, y la negociación integradora

William Ury, un antropólogo, y Roger Fisher, un abogado estimularon torrentes de investigación, haciendo de la negociación objeto de estudio científico, con el famosísimo Programa de Negociación que fundaron en la Escuela de Leyes de Harvard. El acertijo era éste: ¿Cómo lograr acuerdos provechosos sin que una o la otra parte sacrifique demasiado, preservando o inclusive mejorando la relación por el hecho de haber negociado? Lo descubrieron y explicaron la técnica de ello.

Nos valdrá mil explicaciones una anécdota.

Una compañía había triplicado ya la oferta para comprar la única casa sin venderse en la cuadra donde habrían de construir un centro comercial. Pero la propietaria, una anciana, no vendía. El director de la compañía fue a verla. Tomando el té, aprendió que la señora extrañaba a su mascota de años, recién fallecida y enterrada en su jardín. El director se iluminó. Ofreció conseguir a la anciana una casa en un barrio bonito, cerca de un buen cementerio de mascotas donde los restos de la suya, por cortesía de la compañía, serían trasladados. La señora quedó encantada e inclusive cerró la venta de su casa por una cantidad inferior a la última oferta recibida. Se atendió el interés fundamental (que no era el dinero) y todo mundo ganó.

La anécdota es parábola.

Ury y Fisher descubrieron que era importante investigar los intereses fundamentales que subyacen una posición de negociación. Pues al margen de la exigido puede haber otras maneras de satisfacer los mismos intereses. Podemos ser creativos (para que todos ganen).

Para investigar los intereses propios y ajenos con espíritu colaborativo, y con dicho conocimiento idear soluciones creativas ganar-ganar, hace falta buena fe anclada en comunicación no violenta. Entonces, una intersección muy grande une este trabajo con el de Rosenberg, pues Ury y Fisher enfatizan mucho la importancia de la comunicación. La escucha activa es imperativa: el otro debe sentir que sus perspectivas, emociones, e intereses han sido vistos. Como Rosenberg, hacen hincapié en no evaluar, juzgar, o diagnosticar, ni mucho menos acusar. Debes percibir en tu contraparte no un adversario sino un colaborador en la solución de un problema mutuo.

Esta forma de negociar, totalmente distinta al afán de anotarle un gol al ‘contrario,’ ha sido aplicada en un sinfín de contextos, desde los divorcios, pasando por negociaciones entre empresas, o sindicatos y empresas, hasta negociaciones entre países o grupos en conflicto violento.

Su alcance es vasto. Durante la Guerra Fría, la Agencia Estadounidense de Control y Desarme (ACDA – US Arms Control and Disarmament Agency) solicitó un reporte de William Ury y el politólogo Richard Smoke para reducir los riesgos de que un accidente, un ataque terrorista, un error, una escalación, o una percepción equivocada pudiese redundar en guerra nuclear.

Ahora bien, es profundamente interesante que las tres investigaciones contempladas, recorriendo caminos de indagación independientes, hayan llegado, no obstante, a conclusiones muy parecidas cuando no idénticas. Demuestra que la comunicación no violenta tiene una estructura bien definida, pues responde a ciertas leyes psicológicas y antropológicas.

El pensamiento crítico-científico

Pero lo anterior no basta, pues nos disputamos la realidad. Nos urge poder comparar nuestros modelos: hablar—sin violencia—de lógica y evidencia. Para eso es el pensamiento crítico-científico. Y eso también tiene su técnica.

En su forma moderna, emergió en la Royal Society of London, otrora presidida por Isaac Newton. En la cultura ahí forjada ninguna afirmación o idea estaba prohibida ni tampoco era automáticamente aceptada. Cualquier propuesta se valía, pero sería sometida a un examen escéptico: a un intento de derribarla.

Estos filósofos naturales, pronto llamados ‘científicos,’ reclutaron la energía del ego competitivo a una colaboración sistémica: cada quién buscaba errores en el pensamiento y trabajo del prójimo. No había censura, ni tampoco principio de autoridad que no fuera la mejor lógica y evidencia. Resultado: mejores métodos y teorías.

Fuera de las disciplinas especializadas de posgrado que entrenan a los científicos profesionales, un público más amplio puede también echar mano de los hábitos e intuiciones del pensamiento crítico-científico. Y tenemos todos que hacerlo, porque las controversias que ahora nos envuelven las protagonizan, en ambos bandos, expertos bien formados, con credenciales impecables. Entonces, no podemos decir: “Pensaré X porque los expertos dicen X.” También hay expertos que dicen lo contrario. Hay que pensar por sí mismo.

Ésta es la ciudadanización de la ciencia. Se dialoga con otros sobre presuntos hechos e hipótesis sin exigir que se acomoden a los dogmas de nuestras identidades sociales o compromisos ideológicos, ni tampoco privilegiando una autoridad o la otra sin haberlas primero escrutado. Se trata de considerar con apertura, y con atención a la lógica y a la evidencia, las propuestas que están sobre la mesa.

Invitación: ¿Quieres comunicarte sin violencia?

¿Cómo están tus relaciones personales? ¿Se han polarizado tus parientes? ¿Tus amistades? ¿Tus colegas? ¿Te gustaría poder sanar tu tejido social cercano?

Entonces te invito al curso en línea El Arte de los Desacuerdos Productivos. Ahí aprenderás, a base de ejercicios, cómo se pueden entrelazar las técnicas de la comunicación no violenta, la negociación integradora, y el pensamiento crítico. El curso brinda una introducción, con ejercicios participativos, a las técnicas aquí mencionadas.

El objetivo es investigar, pensar, y dialogar mejor, respetando las conclusiones del otro, sin lastimar o hacer enojar. El beneficio para ti será inmediato: en cuestión de días, comenzarás a construir tu paz cotidiana, mejorando tus relaciones difíciles.

Y será una contribución, ahora que lo público es privado, a restaurar la salud de nuestras sociedades occidentales, ahuyentando el peligro del totalitarismo una conversación y un diálogo a la vez.

(Publicado en VOCES.)


Francisco Gil-White es antropólogo político enfocado en temas de conflicto social, con formación en teoría evolutiva y etnografía sociocultural. Su trabajo hace énfasis en los modelos cognitivos que organizan el aprendizaje social y el comportamiento humano. Ha enseñado ‘Psicología Biocultural’ en el Departamento de Psicología de la Universidad de Pennsylvania, ‘Negociación Integradora’ en el Departamento de Administración del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), y ‘Pensamiento Crítico’ en la Universidad del Medio Ambiente (UMA).