Enlace Judío – Todos, alguna vez en la vida, nos hemos enfrascado en alguna discusión sobre religión. Es un tema o concepto que nos resulta de lo más familiar, pero ¿sabías que en la antigüedad no existía como tal? Hasta que a un pueblo se le ocurrió reinventarse como sociedad y, en ese proceso, inventó lo que hoy conocemos como religión.

Una cosa nos queda clara a todos, respecto a la religión: cada quien tiene el derecho de escoger la que más le convenza, y de practicarla a su gusto y a su modo. A fuerza de confrontarnos contra la intolerancia o el extremismo, hemos aprendido que la religión debe ser un territorio de absoluta libertad para el ser humano.

Pero ¿te has puesto a pensar que eso lo pensamos así porque la religión es algo que tiene vida propia? Suena extraño decirlo, pero la realidad es que no siempre fue así. Hubo una época —toda la antigüedad, sin ir más lejos— en la que la religión no existía como algo concreto ni autónomo.

Toda esta idea de que cada quien tiene las creencias religiosas que mejor le convencen y que, basado en ellas, desarrolla su propia espiritualidad (es decir, el cultivo de su propia relación personal e íntima con D-os) es algo muy moderno. Digamos que data de unos 2 mil años para acá, y si es una idea que se extendió por todo el mundo, se debió fundamentalmente al cristianismo y al islam, las dos religiones que más se extendieron por todos lados. Fueron estas dos confesiones las que acostumbraron al ser humano a que no importa en qué país vivas, o a qué grupo étnico-cultural pertenezcas, de todos modos puedes escoger tu propia religión.

Esa idea, por cierto, la tomaron del judaísmo.

En la antigüedad las cosas eran completamente distintas. Velo de este modo: en el esquema politeísta, no existe la conversión. No tiene ningún sentido dejar de creer en unos dioses para empezar a creer en otros. Si podías aceptar la existencia de los 20 o 30 dioses de tu nación, nada te impedía aceptar la existencia de los 20 o 30 dioses de la nación vecina. El problema no era un asunto de existencia, sino de poder. Es decir, la duda final sería cuáles son más fuertes, y eso —naturalmente— quedaba claro cada vez que había batallas.

¿Qué significa la práctica religiosa en estas épocas antiguas? Básicamente, participar en los rituales masivos en los cuales se trataba de buscar el favor de los dioses para recibir un trato benévolo durante un año: buenas cosechas, mujeres fértiles, protección de nuestros enemigos, que no haya plagas o epidemias, que no hayan catástrofes naturales.

A esto hoy le llamaríamos “asuntos de seguridad nacional”. Es decir, la gente antigua participaba de sus ritos religiosos para tratar de garantizar que su propia nación sería tratada amablemente por los dioses. No existía la idea de buscar una comunión personal con la deidad, un cultivo de la espiritualidad.

Por ello, la religión era un asunto inherente a la identidad nacional. Es obvio que no le ibas a pedir a los dioses asirios que te protegieran de los asirios. Se lo pedías a tus propios dioses, los más interesados —de haber existido, por supuesto— en cuidarte de los asirios.

El primer grupo que disoció esa identidad nacional de la práctica religiosa fue el judío. Y, como podrá adivinarse, no lo hizo por gusto propio, sino porque las circunstancias lo obligaron a ello.

El punto crítico fue el exilio en Babilonia. Los babilonios, al igual que los asirios antes de ellos, tenían la costumbre de revolver a las poblaciones de los reinos conquistados. Cada vez que imponían su dominio sobre algún territorio, tomaban a cierto porcentaje de la población y se lo llevaban a otro lado. Por supuesto, no dejaban vacío ese lugar: insertaban allí un grupo variado de exiliados provenientes de otras conquistas anteriores.

De ese modo, asirios y babilonios destruyeron las identidades nacionales anteriores al siglo VI AEC, y generaron un nuevo rostro para el Medio Oriente posterior al siglo V AEC.

Los judíos estaban destinados a correr esta suerte. Fueron conquistados por Babilonia en el año 587 AEC, y un contingente importante fue llevado de inmediato al exilio a Babilonia. Sin embargo, no fueron reubicados después de eso. Y es que la época de las conquistas babilónicas prácticamente había terminado. Tras la conquista de Judea, la expansión imperial babilónica se redujo a prácticamente cero. En consecuencia, no hubo nuevos territorios importantes que repoblar y, por eso, los judíos de Babilonia ya no se tuvieron que mover hacia diferentes zonas.

Los persas pusieron fin al dominio babilónico apenas medio siglo después de la conquista de Judea. Con ello, desapareció cualquier riesgo de que los exiliados judíos fuesen reubicados en cualquier otro lugar. Por el contrario, Ciro el Grande les concedió el permiso de regresar a sus hogares. Sin embargo, la mayoría de los judíos no quiso volver a Judea. Se habían asentado favorablemente en la zona aledaña a Babilonia, y los registros arqueológicos demuestran que muchos de ellos se habían vuelto prósperos comerciantes o agricultores.

Esto provocó una situación inédita: grupos de judíos que siguieron practicando el judaísmo, pero que no estaban viviendo en el país judío. O, dicho de otra manera, grupos de personas que vivían —por ejemplo— en Asiria, pero que no practicaban la religión asiria.

Esto debió ser un descontrol social importante, porque era una situación que jamás se había visto en este nivel.

Sin embargo, al cabo de algún tiempo las naciones del Medio Oriente y del Mediterráneo se acostumbraron al extraño fenómeno: los judíos llegaban, establecían una colonia, y practicaban su propia religión.

Es decir, inventaron el concepto de religión como algo autónomo a la geografía. En consecuencia, le dieron una nueva dimensión al significado de la práctica religiosa. Viviendo en la Galia —por ejemplo— ¿qué sentido tenía pensar en la religión como un asunto de seguridad nacional? La nueva condición del judaísmo —ese formidable invento llamado Diáspora— empujó a maestros y alumnos a explorar un nuevo territorio: la espiritualidad.

El primer gran ejemplo lo encontramos en esa porción conocida como el Deutero-Isaías (Isaías 40 al 55), un texto escrito hacia finales del exilio en Babilonia, en el que el autor —un profeta anónimo— reflexiona profundamente respecto a lo que es la religión judía en otro país, y sin templo. Y su idea es tan lúcida como sorprendente: sin país y sin templo, lo que queda de la religión es lo verdadero, lo único que le da sentido a todo lo demás.

Y se trata de la espiritualidad. El D-os que habla en esas porciones de Isaías no es uno que sólo esté preocupado en el “cumple los protocolos litúrgicos y yo te cuido de tus enemigos”. Es un D-os que claramente se interesa por la condición espiritual —e individual— de cada judío; un D-os que busca ser más que un jefe: un verdadero padre, un entrañable amigo.

Al principio, esto sólo parecía ser una singularidad judía provocada por ese exilio que los había llevado a vivir a la diáspora. Pero con la llegada del cristianismo el asunto dio su siguiente paso: influenciados por la experiencia judía, los cristianos por fin consolidaron la idea de una práctica religiosa no vinculada con  ningún territorio del mundo, sino con una creencia íntima, una vivencia espiritual.

Lo demás, lo siguiente, fue el desarrollo de la religión tal y como la conocemos.

Un invento judío, curiosamente. Uno que, además, transformó al mundo para siempre.


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