Enlace Judío – Leer a Meir Shalev es como ver por una ventana al alma de Israel. Sus libros no se caracterizan por ser polarizantes y controversiales, sino que son brutalmente honestos sobre los sentimientos de una nación. 

Entre paisajes de un Israel recién independizado, envuelto por la magia de los Kibutzim y atrapado por la mística de Jerusalén, Shalev retrata al hombre común. Sus personajes son siempre prácticos.

Sus historias están pobladas de gente que puede cocinar una deliciosa comida, construir casas con sus propias manos, ordeñar vacas o lanzar palomas mensajeras. Detrás de esas actividades aparentemente mundanas, el autor pinta una rica vida interna, una historia personal marcada por dolores, promesas, alegrías y descontentos. 

En una narrativa similar a la de autores como William Faulkner, los sucesos en los libros de Shalev suelen ocupar poca tinta. Unas cuántas frases o un párrafo bastan para describir lo sucedido en el mundo exterior.

Inmediatamente después, el lector puede encontrarse con páginas enteras de lo qué sucede dentro del mundo interior de los protagonistas: ¿Cómo se relacionan los sucesos con su pasado? ¿Dónde se dibuja la línea entre la vida personal, la comunitaria y la historia colectiva? ¿Es acaso posible hacerlo?

En El chico de las palomas, una de sus novelas más aclamadas, conocemos a Yair Mendelsohn, un guía de turistas israelí en medio de una crisis existencial. Antes de morir, su madre le entrega un sobre de dinero y le dice “ve y encuentra las únicas dos cosas que realmente necesitas, una historia y un lugar propio”.

A través de ese mensaje, en medio de una prosa que raya en lo poético, Mendelsohn se embarca en un viaje de introspección en el que encuentra sus raíces y, con ello, su presente y futuro. El lector visita comunidades de palomeros, entra a la lucha por la independencia, se encuentra con la magia de los ideales y se mueve entre paredes de espaciosas casas, árboles de higos y paisajes rurales.

En Por amor a Judith, Shalev presenta amores inconclusos con un lenguaje exquisito. A través de Zaide y su inusual madre, Judith, el autor presenta a los tres posibles padres de Zaide. Cada uno, tras preparar una comida, entreteje la vida de un Israel antiguo con base en sus memorias.

Bodas, muertes, crisis, guerras, granjas, árboles de eucaliptos y vacas sirven como el fondo perfecto para relatar sus recuerdos. Personajes tan extraños como un granjero que no se corta una cola de caballo y una refugiada italiana que se niega a soltar su tierra a quien le dicen “La Vaca” hacen apariciones en un mundo complejo, un mosaico de personas y emociones que residen en un Israel idealizado.

Pocos autores tienen el dominio del lenguaje, la sensibilidad y la imaginación de Shalev. Leerlo es conocer a Israel a través de su gente, irremediablemente diversa y compleja. Es disfrutar los paisajes de una tierra que no se puede separar de su población, para bien o para mal. Es una ventana al alma de Israel.


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