Enlace Judío – Desde la preparatoria había querido leer a Hannah Arendt. Dos de mis profesores favoritos de la escuela la citaban sin parar, nos daban a leer pasajes de sus textos y estructuraban clases alrededor de su filosofía. Las pasiones por Arendt se encendían en ambas direcciones: la mera mención de su nombre suscitaba acalorados debates en el salón de maestros.

Las tensiones entre los detractores de Arendt y sus defensores no se limitan a las paredes de mi escuela. La polémica causada por su estudio de la banalidad del mal en el libro Eichmann en Jerusalén es una de las más importantes disputas académicas en el mundo de la filosofía política. Tras la publicación del texto, el escritor Irving Howe describió la controversia como una “guerra civil entre los intelectuales de Nueva York” que explotaría periódicamente por el resto de los tiempos.

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Cuando Hannah Arendt escuchó sobre la captura de Adolf Eichmann en Argentina, supo que tenía que ir a cubrir el litigio. Era, según ella, la última oportunidad que tenía de presenciar el juicio de un nazi prominente. En muchas formas, su vida y su trabajo habían sido moldeados por el Holocausto. Como judía, tuvo que huir de Alemania después de ser arrestada por la Gestapo por investigar sobre la historia del antisemitismo. No se quiso arriesgar más. En los años subsecuentes, trabajó en París para la organización de Aliá Juvenil, ayudando a que jóvenes judíos para que emigraran de Europa a la Palestina británica y formaran el Estado de Israel.

La biografía de Arendt por Samantha Rose Hill es un buen punto de partida para entender el contexto alrededor de su trabajo. Cuando llegó a Estados Unidos, al descubrir los horrores de los campos de exterminio y todavía dolida (y sorprendida) por la adscripción de algunos amigos intelectuales al partido nazi, se dedicó a escribir su trabajo seminal: Los orígenes del totalitarismo.

Cuatro años y más de setecientas páginas después, su análisis sobre el antisemitismo, el imperialismo, la burocracia, el régimen nazi y el comunista-soviético, la consolidaría como una de las principales pensadoras del siglo XX. Al estilo de Arendt, el libro no puede ser definido en un género. Los orígenes del totalitarismo es una mezcla de historia, filosofía, política y periodismo, convirtiéndola en una verdadera obra de pensamiento.

En el texto, argumenta que para que el totalitarismo surgiera en el siglo XX, dos ideologías se apoderaron de las masas: el racismo y el marxismo. Su definición de ideología, tan pertinente hoy como nunca, es un ejemplo de su lucidez: “Una ideología difiere de una simple opinión en que afirma poseer, o bien la clave de la historia, o bien la solución de todos los “enigmas del universo” o el íntimo conocimiento de las leyes universales ocultas de las que se supone que gobiernan a la naturaleza y al hombre”. Para Arendt, estar sujeto a una ideología imposibilitaba el pensamiento libre.

Los regímenes totalitarios, descritos por Arendt como una forma totalmente nueva de gobierno, se aprovechan de la ideología para atomizar de manera radical al individuo eliminando cualquier forma de libertad. La vida privada ya no existía, la línea entre la realidad y la ficción estaba nublada sistemáticamente. Sin espacios para la soledad, la gente ya no podía pensar, sólo vivir en burocracia. En la gran maquinaria del papeleo, los trabajadores del régimen sentían que representaban fuerzas más grandes que sí mismas encaminadas a la inevitabilidad de las leyes de la historia.

Cuanto mayor sea la burocratización de la vida pública, mayor será la atracción de la violencia. En una burocracia completamente desarrollada no queda nadie con quien discutir, a quién presentar quejas, sobre quien ejercer las presiones del poder,” escribe Arendt, “la burocracia es la forma de gobierno en la que todo el mundo está privado de la libertad política, del poder de actuar; porque el gobierno de Nadie no es no-gobierno, y donde todos son igualmente impotentes, hay una tiranía sin tirano”.

Arendt concluye Los orígenes del totalitarismo con una reflexión sobre el terrible mal radical que se apoderó de la libertad de sus ciudadanos. Con ello en mente, viajó a Jerusalén para cubrir el juicio de Eichmann, la personificación de aquel mal radical que había puesto al centro de su filosofía. Dejó sus clases, su trabajo y sus conferencias para pedir a la revista New Yorker la oportunidad de cubrir el juicio. “Me perdí los juicios de Nuremberg, nunca he visto a estas personas en carne y hueso, esta es probablemente mi única oportunidad”, escribió Arendt a la Fundación Rockefeller en una carta solicitando aplazar su beca, “es una obligación que le debo a mi pasado”. 

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Al comenzar el juicio, Arendt se sorprendió. En vez de encontrarse con el mal radical que esperaba ver, vio en Eichmann a un “bufón”, alguien que “no tenía la capacidad de pensar”. Formando la idea más controversial — y malentendida — de su carrera, Arendt vio que el mal era banal. Le escribió al filólogo Gershom Scholem “Creo que el mal en cada instancia es solamente extremo, nunca radical: no tiene profundidad y por eso no hay nada diabólico sobre eso. El mal puede desperdiciar al mundo, como un hongo creciendo campantemente en su superficie. Sólo el bien puede ser profundo y radical.”

Los detractores de Arendt creen que al categorizar el mal como banal, ella está justificando a Eichmann y a los perpetradores del Holocausto. Mientras muchos ven en la idea de Arendt una afirmación de que la obediencia dentro de los sistemas burocráticos conlleva una pérdida de responsabilidad, ella rebate que la “obediencia y el apoyo son lo mismo”. Arendt no creía que hubiera un Eichmann dentro de todos nosotros. Al contrario, lo veía como un participante dispuesto en la maquinaria de muerte del Holocausto. Es tan tajante en su posición de que Eichmann era malo que apoya la decisión de la Corte Israelí de sentenciarlo a muerte.

En el epílogo de Eichmann en Jerusalén delinea su razonamiento: “El mundo de la política en nada se asemeja a los parvularios; en materia política, la obediencia y el apoyo son una misma cosa. Y del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con otros ciertos pueblos de diversa nación — como si tú y tus superiores tuvierais el derecho de decidir quién puede y quién no puede haber el mundo —, nosotros consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de la raza humana puede desear compartir la tierra contigo. Esta es la razón, la única razón por la que has de ser ahorcado.” 

Al final de la película Ratatouille, el crítico de comida Anton Ego se da cuenta de lo que al Chef Gusteau se refiere cuando dice que “cualquiera puede cocinar”. “No es que cualquiera pueda convertirse en un gran artista”, reflexiona Ego, “sino que un gran artista puede provenir de cualquier lugar”. La argumentación de Arendt hacia la maldad va por las mismas líneas: “El problema con Eichmann era precisamente que tantos eran como él, y que muchos eran terrible y aterradoramente normales”. Cuando Arendt describe a Eichmann como alguien que no piensa, no se refiere a que sea tonto o a que se deje manipular fácil. Es plenamente consciente de que Eichmann era un nazi convencido con la capacidad de organizar la tarea compleja de crear una máquina de muerte. La falta de pensamiento alude a “la total incapacidad de ver cualquier cosa desde el punto de vista de otra persona”. 

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A Hannah Arendt no le gustaban las analogías. Decía que sus libros fueron escritos para describir lo que sucedía en su época, no para explicar el pasado o el futuro. Las circunstancias cambian y las experiencias cambian. No obstante, leerla es tan importante  como nunca. Sus textos complejos, contradictorios y controversiales nos ayudan a pensar. Arendt veía el potencial para la creación del mal en la modernidad en esa “ausencia de pensamiento, una experiencia tan común en nuestra vida cotidiana, donde casi nunca tenemos el tiempo, y mucho menos la inclinación, para detenernos y pensar”. Es por eso que en la introducción de su libro La condición humana, nos resume su filosofía de la manera más simple posible: “Lo que propongo, por tanto, es muy sencillo: no es más que pensar lo que estamos haciendo.”

 


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