“En la ciudad masacrada, levántate y ve a la ciudad
masacrada y con tus propios ojos verás, y con tus
manos sentirás en las cercas y sobre los árboles
y en los muros la sangre seca y los cerebros
duros de los muertos.”

Jaim Bialik

Un niño muerto es un incendio.
Un nombre decapitado.
Ambos párpados crucificados.
Mientras el mundo mudo
lo observa inalterable y suspendido.

Alguien lleva sus ojos ignorados.
Alguien los lleva como una verdad rota.
Alguien los lleva como célibes carnadas.
Alguien los lleva carcomidos en su sed.

Alguien los lleva para hacer menos criminal
la alfombra que pisa,
para mentir el dolor de sus zapatos,
para fingir las lágrimas de sus huellas.

Un niño muerto es un cuchillo,
que rebana la jauría que lo ataca.
Y cuando en la noche le crecen estrellas
en el vientre,
él hace silencio,
y en cada sílaba pronuncia sus difuntos.

Un niño muerto es una bala púrpura.
Bebió el plomo del pecho de su madre,
para que sobrevivan las flores
en las negras mañanas de sol.
y no gatillar al único sobreviviente,
el crepúsculo.

Un niño muerto es un unicornio.
Hijo del deseo de un Dios obstinado y furioso
que lo codiciaba así en el mundo.
Mamando horrores,
susurrando espantos,
con las almas de todos los desahuciados adentro.

Un niño muerto es una cicatriz envejecida.
En ella se han jurado los mares,
misteriosos y con las manos blancas,
jamás olvidar su nombre.

Él permanece desnudo e inmune a la ponzoña,
en el desierto de sus sueños,
no lo atrapan las plagas de látigos y tumbas.
Adormecido el corazón no recuerda
la ferocidad de los hombres y sus visiones.

Ya estrangulada la herida.
Ya coagulada la sangre.
Ya lamido el sudor.
Ya estremecido el temblor.
Ya no grita…
¿Por qué calla el mundo?
¿Acaso están ciegos?
¿Dónde está Dios?
¿Dónde la Humanidad?


 

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