Enlace Judío – Doce de octubre otra vez, Día de la Hispanidad, y es imposible no pensar en la importancia que tiene el judaísmo sefaradí cuando se trata de hablar del complejo fenómeno histórico, social, cultural, lingüístico y hasta musical que gira alrededor del idioma español.

La tendencia natural de los seres humanos ha sido buscar razones para marcar divisiones, para poder dividir a los demás en “nosotros” y “los otros”. Para ello nos hemos inventado cualquier cantidad de pretextos: la raza, la clase social, el nivel educativo, los gustos musicales, las manifestaciones culturales, o hasta el futbol.

La realidad es que sólo existe un parámetro objetivo para marcar una diferencia real, indiscutible, a lo largo de la historia. Y ese parámetro es el idioma. La raza es una ficción; la clase social y el nivel educativo son cosas que pueden cambiar; los gustos musicales o las manifestaciones culturales pueden evolucionar; y el fútbol, bien entendido, es un pasatiempo.

Pero las diferencias entre unos idiomas y otros son objetivas, aunque menos graves de lo que se nos antoja imaginar en un principio. De entrada, porque las diferencias reales no son entre el español y el portugués, por ejemplo, sino entre bloques más amplios como lo son las lenguas romances y las lenguas germánicas.

Y en segundo lugar, no son diferencias que nos obliguen a vivir en conflicto. Al contrario: son diferencias que nos enriquecen si tan sólo perdemos la desconfianza que hemos heredado de los viejos prejuicios que se niegan a desaparecer.

Bajo el entendido de que el fenómeno lingüístico es de máxima importancia y nos confronta con una realidad objetiva, entonces hay que decir que a lo largo de toda la historia no existe un fenómeno similar al del idioma español.

Sólo dos idiomas más se han extendido, en diferentes momentos de la historia, de un modo tan interesante —aunque no tan extenso— por diferentes lugares del mundo. Uno fue el latín de los antiguos romanos; el otro, el celta de los antiguos irlandeses.

Sin embargo, hay diferencias notables. En el caso del latín, este no tardó en empezar a mezclarse con los idiomas locales de cada provincia conquistada por el Imperio romano. Así, cinco siglos después del máximo nivel de expansión romana —es decir, hacia el siglo VII— el latín coloquial en las diversas provincias era irreconocible.

Más bien, en muchos lugares ya estaba bien echado andar el proceso que habría de generar las lenguas romances (español, portugués, catalán, gallego, asturiano, andaluz, extremeño, francés, langue d’oc, provenzal, corso, siciliano, italiano, piamontés, toscano, veneciano, rumano).

El caso del celta fue incluso menos complejo: los celtas que se extendieron por casi toda Europa se asimilaron muy pronto a los diversos lugares a los que llegaron. Sin duda dejaron una huella en los usos lingüísticos de cada región pero, en general, se acostumbraron a hablar en los idiomas de sus anfitriones. El celta no se convirtió, ni remotamente, en un fenómeno lingüístico como el latín.

El español, en cambio, supera por mucho lo logrado por el latín y el celta. Hoy por hoy, a cinco siglos de distancia de la gran expansión colonial española, un total de 560 millones de personas hablan español. En estricto, es el cuarto idioma más hablado del mundo por detrás del inglés (1450 millones), el chino (1120 millones), y el hindi (600 millones).

Sin embargo, muchas personas hablan esos idiomas porque lo han aprendido a hablar. Si nos vamos a la estadística de los idiomas natales, entonces el español (con sus 460 millones de hablantes nativos) es el segundo lugar sólo por detrás del chino (920 millones); le sigue el inglés con 380 millones, y el hindi con 340 millones.

Y es justo cuando hablamos de hablantes nativos del español cuando realmente abordamos el meollo de la hispanidad. Porque eso es la hispanidad y no otra cosa: hablar el idioma español. No es una cuestión de raza o de ideología. Los lugares en los cuales el español es el idioma natal son tantos, tan grandes y tan complejos, que sería imposible reducir la hispanidad a otro cliché.

Ser hispano es compartir una misma forma de comunicarnos, misma que todavía funciona a la perfección porque un argentino (aunque sea de origen italiano mezclado con catalanes) puede platicar a la perfección con un mexicano nacido en Los Ángeles, California, siempre y cuando recurran a la magia del idioma español.

Se trata de un fenómeno cultural y lingüístico sin parangón en la historia, y por ello las letras españolas están en el punto máximo del mérito artístico.

Hablar de Cervantes es hablar, fuera de toda duda, de un escritor y poeta que no le pide nada a Shakespeare; hablar de Góngora y Argote, Sor Juana o Francisco de Quevedo, es hablar de poesía que puede deslumbrar a cualquiera que aprenda a disfrutar de los logros estéticos del español. Hablar de los cuentos de terror de Horacio Quiroga o Leopoldo Lugones es ponernos, sin problemas, al tú por tú con Poe o con Lovecraft.

Es cierto que dicha expansión no fue amable. Se dio a la par de las conquistas españolas en casi todo el mundo, por lo que siempre estará allí ese lado oscuro de violencia, sometimiento, explotación y sufrimiento.

Pero hubo otra expansión del idioma español que se dio justo en los términos contrarios. No se trató de una expansión llevada a cabo por atrevidos conquistadores en búsqueda de fama y riqueza, sino que ocurrió porque un grupo de exiliados se repartió por todo el mundo mediterráneo y, más tarde, por toda América, y dicho grupo tuvo la singularidad de que nunca quiso dejar de hablar español.

Se trata, por supuesto, del exilio judío sefaradí, un fenómeno que comenzó antes de que España se lanzara a la conquista del mundo. Así, mientras Cortés y Pizarro emprendían la captura del mundo azteca e inca, diversas oleadas de judíos se repartieron por Inglaterra, Holanda, Francia, Portugal, Marruecos, Argelia, Túnez, Libia, Egipto, la Tierra Santa, Líbano, Siria, Turquía, Grecia y los Balcanes, decididos a seguir siendo españoles. ¿Cómo? Sencillo: hablando español, lo único que realmente te hace hispano.

Más adelante, muchos de estos judíos se movieron también hacia el continente americano, llevando el idioma español no sólo a los países que ya eran la hispanidad —desde México hasta la Patagonia—, sino también a Canadá y a los Estados Unidos. Y un poco más adelante, también a Israel.

Gracias al pueblo judío, la hispanidad ha sido algo más amplio y rico de lo que normalmente se piensa, y ha tenido un rostro más amable que no está vinculado con conquistas sangrientas, con imposición de creencias o ideologías, ni con explotación ni crueldad.

La hispanidad judía sólo ha tenido que ver con un idioma.

El español, por supuesto. Ladino, se le suele llamar entre judíos. Jaquetilla, si son de Marruecos.

Qué tan importante fue esto para el pueblo de Israel, queda evidenciado en algo que en su momento me contó un conocido, amigo y maestro, el señor Julio Botton, sefardita griego y sobreviviente del Holocausto.

Cuando por fin pudo huir de la tragedia que asolaba a Europa, llegó a España y se sorprendió de escuchar a todo un país hablando español. Primero pensó que acaso todos eran judíos, porque si no ¿por qué hablaban un idioma judío? Esa era su percepción como hijo de la judería de Salónica: el español y el judaísmo van de la mano, están unidos para siempre y de manera indisoluble. Los judíos tuvimos que salir de España, pero España nunca salió del pueblo judío.

Las épocas de conquistas, violencia y crueldad ya quedaron atrás. Ahora, el idioma español es algo que une, que acerca, que enriquece.

Celebrar la hispanidad, por lo tanto, es también celebrar una parte muy íntima del pueblo judío. Una parte que habla desde el fondo del alma y canta con una indescriptible ternura y belleza.

En español, por supuesto.

 


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