Enlace Judío – Ayer miércoles amanecimos con la terrible noticia de que dos atentados en Jerusalén dejaron como saldo a un adolescente fallecido y más de una veintena de heridos. Se trató de dos bombas abandonadas por palestinos en paradas de camión y detonadas a distancia. Esto llegó después de que un comando armado secuestró a un joven druso hospitalizado. El desenlace, de cualquier modo, nadie se lo esperaba.

Los pormenores de la situación ya los conocemos todos los que hemos estado al pendiente de este extraño episodio del conflicto israelí-palestino: todo comenzó cuando el joven Tiran Ferro, druso, se dirigió el martes a Jenin para reparar su automóvil. Allí podía obtener un mejor precio.

Lamentablemente, tuvo un accidente en la carretera y fue llevado al hospital Ibn Sina, en Cisjordania. Hay varias versiones sobre su condición. En un primer momento se dijo que había muerto, pero su familia acusó que seguía vivo, aunque conectado a un respirador. El caso fue que una célula armada afiliada a la Yihad Islámica, se presentó en el hospital, desconectó al joven Ferro, y se llevó secuestrado su cuerpo. Según el padre del joven, eso fue lo que le causó la muerte.

Los motivos del secuestro son bien conocidos: la Yihad Islámica trataría de usarlo como moneda de cambio con el gobierno de Israel. Su exigencia, por supuesto, sería la liberación de muchos de los terroristas que han sido capturados por Israel en el marco de la Operación Rompeolas. Desde hace varias semanas que las tropas israelíes han lanzado esta operación en el área de Jenin para desmantelar las células terroristas que tienen su base en esa ciudad.

Lo que los combatientes de la Yihad no calcularon fue la violenta reacción de los drusos.

Esta es una comunidad ancestral cuyos miembros están repartidos entre Siria, Líbano e Israel. Son un grupo que nunca ha desarrollado un proyecto nacional propio y suelen aceptarse como ciudadanos del país en el que residen. Siguiendo esa lógica, los drusos israelíes siempre se han caracterizado por el apego y pertenencia a Israel. Sus jóvenes hacen el servicio militar, e incluso son soldados destacados. Tienen sus propios batallones y altos mandos, y cuando se ha requerido de sus servicios en las guerras contra Hamás en la Franja de Gaza, se han comportado con lealtad, profesionalismo y valentía.

Sin embargo, en esta ocasión sorprendió a propios y extraños que de inmediato al secuestro del joven Ferro, toda la comunidad drusa se pusiera en pie de guerra y lanzara una amenaza explícita y nada amable a los palestinos: si el cuerpo de Ferro no era devuelto de inmediato, los drusos atacarían al día siguiente (hoy) la ciudad de Jenin. El asunto se podía complicar más, porque una buena cantidad de palestinos trabajan para drusos en aldeas o ciudades de mayoría drusa.

La Yihad no tuvo más alternativa que ceder. Se coordinaron con la Autoridad Palestina —y esta, con Israel— para devolver el cuerpo de Ferro, y la situación parece haber llegado a su solución.

Esto nos deja una lección molesta, pero certera: los terroristas sólo entienden el lenguaje de la fuerza.

Durante muchos años, muchos israelíes —sobre todo, los de izquierda— han insistido en que la solución al conflicto con los palestinos debe ser negociada. Algunos van más allá: dado que se trata de un conflicto de tierras, la solución se debe basar en el paradigma de “territorios por paz”. Es decir, si Israel está dispuesto a ceder territorio, los palestinos estarán dispuestos a firmar un acuerdo de paz.

La derecha, por el contrario, ha señalado que esa es una esperanza tan falsa como ingenua, ya que las autoridades palestinas —tanto Hamás en Gaza como la Autoridad Palestina en Cisjordania— no tienen ninguna intención verdadera de alcanzar un acuerdo de paz. Que lo que buscan es la destrucción de Israel, y no se van a conformar con menos.

Esta polaridad de opiniones no es cualquier cosa. De hecho, es lo que mejor define la diferencia entra la “izquierda” y la “derecha” israelí. Si en otros lugares la diferencia entre ambos polos siempre se refirió a proyectos de sociedad, modelos económicos o ideologías políticas, en Israel nunca fue así. En realidad, en temas como sociedad, economía o política, izquierdistas y derechistas se parecen mucho. Acaso la única diferencia relevante sería que los de izquierda querrían reforzar más el perfil de democracia-social de la economía israelí, mientras que los de derecha se sienten más cómodos con un mercado lo más libre posible. Sin embargo, a juzgar por lo visto en las épocas de alternancia en el poder entre Likud (derecha) y Avodá (izquierda), a ninguno se le habría ocurrido proponer cambios extremos o radicales en el modo de conducir los asuntos internos del país.

La diferencia real que define a quién es de izquierda o de derecha fue, y sigue siendo, la postura ante el conflicto. La izquierda se define porque exige que todo se resuelve por la vía diplomática y política (idea heredada de David Ben Gurión), y la derecha se define porque asume que el único lenguaje que los palestinos entienden es el de la fuerza (idea heredada de Ze’ev Jabotinski).

El extraño episodio con los drusos ha confirmado, una vez más, que la “derecha” tiene razón y entiende mejor la naturaleza del conflicto.

De hecho, desde 1948 se hizo evidente que la estrategia negociadora de Ben Gurión nunca iba a funcionar. Por eso, pese a lo mucho que Ben Gurión y su gente podían detestar a Jabotinski —ya fallecido para entonces—, los gobiernos laboristas siempre tuvieron que hacer las cosas exactamente como las explicó el finado líder de lo que definían como “extrema derecha”.

Jabotinski lo dijo muy claro: si Israel quiere sobrevivir, no tiene más alternativa que aplastar a los árabes. ¿Por qué? Porque estos no están dispuestos a negociar. Ben Gurión se resistió sistemáticamente a aceptar esa premisa, pero la realidad lo obligó muchas veces a confrontar, derrotar y —en términos prácticos— aplastar a los árabes.

Lo de Ben Gurión era ideología; lo de Jabotinski fue pragmatismo puro, apreciar la realidad como es, no como quisiéramos que fuera. Por eso, la realidad siempre doblegó las buenas intenciones de la izquierda y llevó a Israel a defenderse exitosamente de todas las agresiones árabes.

Al final, fue el lenguaje de la fuerza lo que llevó a los países árabes a renunciar a un nuevo ataque militar multinacional contra el Estado judío. Su último intento fue en 1973, con la guerra de Yom Kipur. Es cierto que no renunciaron a su objetivo de destruir a Israel, pero también es cierto que se vieron obligados a cambiar la estrategia. ¿Por medio de la negociación? No. Por medio de dos derrotas aplastantes en las guerras de 1967 y 1973 (pese a que en las dos tenían, en teoría, la ventaja).

La nueva estrategia fue impulsar la llamada “causa palestina”, un intento supuestamente diplomático para que Israel se viera obligado a absorber a millones de palestinos bajo una supuesta “ley del retorno”. De ese modo, Israel sería destruido desde adentro. Por supuesto, los gobiernos izquierdistas o derechistas israelíes nunca cayeron en la trampa, y los palestinos quedaron reducidos por los países árabes al penoso rol de carne de cañón que nunca vio una sola reivindicación cumplida.

Entonces vino la transición del siglo XX al XXI y, con ello, un relevo generacional tanto en Israel como en los países árabes. En estos últimos, el impacto fue más fuerte: la nueva generación poco a poco dejó de ver a Israel como a un enemigo, porque su verdadero problema estaba con Irán. Esto sentó las bases para que, unos veinte años después, se comenzara con la firma de los llamados Acuerdos de Abraham.

Sin embargo, el apoyo iraní a la causa palestino provocó que este conflicto se perpetuara, hasta la fecha.

¿Tiene solución? En teoría, sí. Por supuesto que la tiene. El problema es cómo implementarla, y la exhibición que ha dado la Yihad Islámica con todo el episodio del joven Tiran Ferro no pone de nuevo frente a la penosa realidad de que quienes están en pie de guerra sólo entienden el lenguaje de la fuerza.

En las condiciones actuales, no hay un interlocutor funcional por parte de los palestinos. Resulta ocioso acusar a que los palestinos se radicalizan por culpa de los gobiernos israelíes de derecha (el episodio más violento en la historia del conflicto fue la Segunda Intifada, que le estalló en las narices a un primer ministro laborista de izquierda —Ehud Barak— justo después de haber hecho la que hasta entonces era la oferta más generosa de tierras, hecha jamás por un líder israelí).

Duele decirlo, pero a estas alturas de la historia, el asunto sigue sin ser una cuestión de estrategia política. El objetivo de los grupos palestinos que marcan el ritmo de toda su sociedad sigue siendo la destrucción de Israel. Eso hace imposible cualquier negociación (tan es así, que desde los Acuerdos de Oslo en 1993 los palestinos no han vuelto a sentarse en serio en ninguna negociación).

Es indudable que hay muchos palestinos —quiero pensar que cada día son más— los que realmente desean que todo esto se solucione, y se llegue a un acuerdo de paz. Lamentablemente, no son ellos los que gobiernan o toman las decisiones. En consecuencia, no son ellos con quienes se hacen las negociaciones.

Mientras esto cambia, Israel no tiene más alternativa que tomar todas las medidas necesarias para proteger a su población.

Una cosa es segura: las estrategias palestinas que detonaron en eso que llamamos intifadas nunca funcionaron. De esos conflictos, los palestinos salieron desgastados y derrotados.

Y si no funcionaron en otras épocas, está claro que no van a funcionar tampoco en esta ocasión.


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