Enlace Judío – Para Janus todo era una escena desdibujada: el cielo oscuro, los soldados rodeándole y aquella multitud que vociferaba y maldecía.

Sus ojos como zafiros sin luz se encontraban nublados por las lágrimas. Su barba, antes rubia y bien cuidada, se había convertido en una maraña canosa y sus gafas se encontraban perdidos entre el lodazal.

Observó las vías del ferrocarril. En otro tiempo le parecieron una señal de prosperidad y sin embargo en esta ocasión hubiera preferido que desaparecieran.

Los vagones de ganado se llenaban con cientos de seres humanos. Deseaba que el acero y el hierro de las vías se fundieran con ese frío que ardía y no dejaba respirar, que las traviesas de madera se incendiaran para que su calor les hiciera recobrar un poco de vida y esa maldita locomotora no pudiera desplazarse nunca más.

Se hurgó el pelo mientras se encontraba sentado sobre el barro. No dejaba de pensar en las oportunidades que desperdició, en los permisos que le ofrecieron para dejar el país y rechazó, en los meses que dejó pasar sin esperar o imaginar que estallaría una guerra más. Polonia ahora formaba parte de la Alemania nazi , una dictadura que deseaba conquistar Europa y después al mundo.

– Reconozco que antes de la invasión, cuando el país era libre, la frontera con Bielorrusia era una probable vía de escape, pude haber salvado a los niños que se encontraban bajo mi cuidado, que vivían en mi orfanato. Los partisanos ayudaban a los condenados, ofrecían una esperanza, después de todo, son ciudadanos judíos y no judíos que llegaban desde varios países ocupados y que pudieron haber rescatado a todos estos infantes.

Hoy, me duele pensar en separarlos y en aquellos que no resistirían el camino.

Ese paisaje, de todas maneras, se ha convertido en un paraíso que desperdicié, en un pasado al que me es imposible volver.

¿Si tan solo un milagro sucediese, si el tren tuviera que detenerse en alguna estación? tal vez podría sacar a algunos de los niños. Quizás los vigilantes que pertenecen a la resistencia y revisan las estaciones podrían encontrarlos, tener piedad y salvarlos escondiéndolos en los bosques… No lo puedo asegurar, pero es una posibilidad que no descartaré. El camino es largo y el carbón se consume rápidamente… deberé revisar cada una de las puertas y ventanas de esas cajas mortales, para encontrar una salida. Los niños son pequeños y no necesitan grandes orificios para poder salir. Necesito confiar, saber que podré hacerlo.

Janus Korzack sabía que aún existían territorios libres, algunos en Europa, otros muy lejanos en Oriente o en América, pero… ¿existiría alguna manera de trasladarlos en barcos para encontrar nuevas familias que les ayudaran a olvidar sus pérdidas?

–¿Por qué no hice caso a Stepha? Ahora que me encuentro tan cerca de las vías parece que vuelvo a ver su rostro, sus lágrimas rogándome que la escuche. Stepha, mi confidente y compañera. Cuántas veces me pidió que saliera de Polonia, que buscara un país neutral o que viajara hasta Israel, me repetía una y otra vez, “Ezra-El“, recuérdalo, es una palabra que significa “la ayuda de Dios”.

Ese es el lugar donde podría haber ido a pesar de las dificultades del camino. Ella lo hizo y encontró la oportunidad.

Hoy, tan solo puedo imaginar un futuro con esperanza y al mismo tiempo desconocido.

En ese momento, frente a la muerte, se sintió un irresponsable; jamás se lo perdonaría, no era tan solo él quien sufría. Las señales habían sido claras, lo que sucedía eran fotografías de la realidad.

De esa realidad que pasó desapercibida ante sus ojos. Saqueos, asesinatos, swastikas pintadas en las paredes de los comercios, libros quemados, gente que huía…que se escondía. Todo eso era apenas un preludio de las desgracias que estaban por llegar, los campos de concentración, de exterminio, la solución final. No lo quiso ver: confiaba en su país.

Volvía a sentirse solo, hablaba consigo mismo, con el viento, con todo aquél que le escuchase.

–No tengo otra opción más que llorar mi necedad. Aún me parece ver mis libros en los estantes de las librerías, en los anaqueles de las escuelas donde eran acogidos con entusiasmo. Sé que mis trabajos médicos siguen siendo útiles para tratar a los niños y sin embargo … hoy me siento como un criminal, un criminal que tiene en sus manos las vidas de cientos de niños a los cuales no les queda nada. Niños sin padres, sin hogares, sin nada por lo cual luchar. Y a mí, solo me quedan ellos.

Mi familia partió hace tiempo y descansa entre las cenizas, entre miles de otros seres humanos.

¿Qué locura se ha apoderado de los hombres? ¿Qué daño les hemos hecho? ¿Por qué?

¡Soy culpable! ¡Soy responsable! Fui un egoísta que no pensó más que en la gloria, en los logros y los halagos que recibí al estar parado en el pódium y escuchar los aplausos de un público que equivocadamente pensé que me respetaba, que me estimaba. Pero tan solo se aprovecharon de mi y quedé marcado por la avaricia y la necesidad de ser aceptado.

Quizá mi soledad fue la culpable, tal vez si hubiera tenido una familia por la cual luchar, que me impulsara… una atadura.

Recordó haber intentado construir un puente entre las dos culturas del país que tenían idiosincrasias semejantes, todo esto sin renegar jamás de sus orígenes judíos.

Ahogaba sus lamentos mientras su espalda se mantenía erguida y sus hombros en alto.

Pasaba de ser una persona de prestigio a un condenado a muerte, además de ser responsable del fin de todas esas vidas inocentes.

Vio a Itzjakele, al pequeño pelirrojo que acogió algunas semanas atrás. Caminaba hacia él. El niño le dijo que juntos formarían un equipo. Le prometió que cualquier tarea la realizarían sin separarse. Janus no pudo hacer otra cosa más que sonreír ante la inocencia de aquellas palabras.

Vino a su memoria el día en el que recibió el aviso para la movilización. Sintió desvanecerse cuando conoció el contenido de la misiva. El seis de agosto de 1942 los alemanes recogerían a todos los huérfanos y a los empleados del orfanato para llevarlos al campo de exterminio de Treblinka. En el mismo sobre encontró un salvoconducto en el que se le otorgaba la oportunidad de vivir en el Aryan side de Varsovia.

Ahora revivía el sentimiento de desesperación. ¿Y si lo hubiera aceptado, si hubiera trazado un plan para ir rescatando poco a poco a los niños? Su conducta no tenía excusa.

Respondió a la Gestapo que jamás abandonaría el orfanato y solo aceptaría la oferta si todos se trasladaban con él.

Ante la negativa de sus demandas, decidió que no cambiaría su lugar de residencia a menos que aceptaran sus condiciones . Mientras tanto, seguiría viviendo en el oscuro y nauseabundo ático donde también dormían sus hijos, como él les llamaba.

Se vio de nuevo entre la nieve, gritaba y despedazaba en su imaginación lo que solo la peor pesadilla era capaz de originar: el salvoconducto. Ese permiso que lo denigraba y que de haberlo aceptado lo hubiera convertido en un cobarde, pero tal vez lo hubiera salvado de tener que lamentar su conducta. Sabía que con la ayuda de médicos conocidos y trabajadores sociales que todavía se encontraban en el gueto, muchas vidas se hubieran salvado.

Miró a la locomotora expulsar el maldito humo negro.

–Jamás, se dijo: Jamás dejaré a mis niños. Es demasiado tarde para voltear atrás, pero no es demasiado tarde para reconocer el camino que nos espera.

El frío, la nieve, la sensación del metal oxidado y aquel olor que solo el miedo es capaz de producir le hizo regresar al sitio y al momento.

No se dio cuenta que había reprimido el odio que sentía al ver los vagones en los que se montarían, pero mientras caminaba, repetía la misma frase que antes no se había atrevido a pronunciar:

­–Jamás podré dejar a mis niños, ellos nunca caminarán solos por esa senda desconocida.

Podía tolerar el padecimiento que emanaba de su corazón, la profunda tristeza que le producía ver a todos aquellos en quien confió alguna vez desear su muerte, perderse entre sentimientos de horror e incredulidad. Sentía las pequeñas manos intentar tocarlo, aferrarse a él. Después de todo era su único sostén, los niños le llamaban maestro, padre, hermano.

Los soldados polacos, aliados ahora con los nazis lo reconocieron. Habían escuchado su nombre o visto su retrato. Sus hijos disfrutaban sus cuentos, también sabían que había sido un héroe, que luchó en tres guerras al lado de sus ejércitos y al mismo tiempo se distinguió como médico de campaña durante la Gran Guerra.

–Vi acercarse a un guardia polaco, no podía imaginar una mayor ironía. ¿Qué querría? ¿podría idear aún mas daño? De repente sentí que me reconocía, pero ¿cómo, de donde?… el hombre pareció entender que algo estaba mal o quizás esa era su naturaleza. Sabía que yo era el autor del libro preferido de su hijo y me rogó que saliera de la fila de los condenados, me prometió que me escondería en su casa y que me mantendría allí hasta que las cosas mejoraran.

Los asistentes de Janus escucharon la conversación y le animaban a que hiciera caso y salvara su vida, que reconsiderara lo que podría hacer por la humanidad y pensara que, de todas formas, el resto del contingente estaba condenado.

Janus pareció no escuchar las palabras ni de uno, ni de otro. No contestó. ¿Qué bien podría hacer a la humanidad si su espíritu estaba perdido? ¿Si el aliento que lo impulsaba había muerto antes que su cuerpo?

–Lo siento, les dijo, conozco demasiado bien a los polacos. Sus promesas no son más que palabras huecas. En pocos días ese hombre se dará cuenta que arriesgó su vida y se arrepentirá. Los polacos saben mentir, lo sé. Fue una de las lecciones que aprendí en los últimos tiempos cuando salía a las calles a mendigar alimento para sostener el orfanato.

Me vi caminando cabizbajo hacia los trenes. Doscientos niños y niñas me seguían. Nos encontrábamos rodeados por enemigos a quiénes jamás habíamos hecho ningún daño. Sin piedad nos golpeaban con macanas o garrotes. No notaban que yo llevaba conmigo una hilera de inocentes, una columna de pequeños que apenas se sostenían en pie.

Habíamos iniciado una marcha sin retorno, nos uniríamos a millones de almas masacradas en las cámaras de gas. Treblinka era el destino final.

Solo un milagro podría traerlos de nuevo a la vida.

–Los niños confiaban en mí, pensaban que yo los protegería. Caminaban con la frente en alto y vestían tan impecablemente como les era posible. Llevaban consigo un juguete, un libro, una manta deshilachada o algún objeto que perteneció a sus padres.

Yo había perdido mi sombrero y llevo tan solo una correa de cuero atada a mi cintura y a la cintura de cada uno de los niños. Tiemblo al sentir la cuerda que me mantiene unido a los latidos de aquellos menores que tendrán el mismo destino que el mío.

Haré todo lo posible para que en sus últimos momentos sufran lo menos posible, no lograré salvarlos, pero puedo brindarles la oportunidad de mantener su dignidad hasta el último momento, la oportunidad de comportarse como seres humanos.

Los presentes los veían desfilar, la multitud se sorprendía al ver aquellas almas condenadas que no derramaban una sola lágrima. Ninguno trató de huir.

La cuerda que los ligaba a Janus era el cordón umbilical que los unía a la vida.  O como pensó en aquel momento: A los vestigios de vida que les quedaba.

Al frente, dos de los niños, asían con fuerza una malograda bandera que ellos mismos habían confeccionado con jirones de mantas y andrajos. Colocaron en ella una estrella como la que portaban en sus ropas: la estrella de David color amarillo que llevaba en su centro la palabra “judío”.

Janus recordó a todos los niños que durante el tiempo que ejerció la medicina no pudo salvar, pero sobre todo la norma con la que él mismo se convencía de que aquellas tragedias no eran más que una parte inevitable de la vida: “No todos los niños pueden llegar a ser adultos, así como no todos los arbustos logran convertirse en árboles”.

–El nombre que mi padre eligió cuando nací fue el de Henryk Goldsmidt. Sé que nadie colocará una lápida sobre mi cuerpo, sin embargo espero que en algún lugar alguien evocará mi nombre al leer las historias que dejé atrás.

Hendryk Goldsmidt es el nombre con el que debo morir, el nombre que llevaría mi tumba si esto fuese posible. El nombre que repetirían en los rezos durante mi sepultura. Morir con este nombre es el último honor que puedo brindar a quien me dio la vida. También es el nombre que reconocerán mis cenizas.

El personaje de aquel cuento al que le tuvo especial cariño sería el encargado de perpetuarlo. Janus Korzack había dejado de existir.

Se sentía demasiado viejo, tenía 64 años y había pisado una y otra vez la nieve que cubría las calles de Varsovia.

Janus y sus niños caminaron despacio, el ferrocarril los esperaba. Era el inicio de un viaje del cuál no regresarían. Sus pasos eran firmes mientras se acercaban a los vagones y subían muy despacio sabían que nada podría dar marcha atrás.

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