Un grupo de seis voluntarios, miembros de las Jebrot Kadishot de México (sociedades sagradas, así se les llama a los grupos de quienes, sin retribución alguna, se ocupan de limpiar los cuerpos de los fallecidos y prepararlos para un entierro digno), se trasladó a Israel para apoyar en una de las labores más difíciles que pueda realizar el ser humano: limpiar la escena de una masacre.

La masacre del 7 de octubre realizada por los asesinos de Hamás en los kibutzim cercanos a Gaza.

 

En un salón de Bet El, estos voluntarios relataron lo visto y lo vivido en conferencia. Habían sido, en 2010, capacitados por la organización israelí ZAKA, compuesta por personas piadosas que llegan a los escenarios donde las muertes “no son naturales”, para llevarse todos los restos de los seres humanos y darles sepultura. Entiéndase atentados terroristas, bombardeos o catástrofes naturales.

Entre lo que se recoge está la sangre. “La sangre es parte del alma” dijo uno de los voluntarios. Así, los hombres reunieron trapos, vasos, partes de colchones y hasta pedazos de paredes, entre otros objetos embebidos de sangre.

Pero nada los había preparado por lo que iban a ver cuando llegaron a las casas que había que “limpiar”.

La cantidad de sangre era tremenda. Había que removerla con agua oxigenada, con una espátula, con las manos”. Luego, lo recolectado se juntaba en una bolsa, se marcaba, y otro voluntarios de ZAKA se lo llevaba a enterrar.

También  juntaron las cenizas que quedaron de esta carnicería.

Pero lo más duro para los hombres de la sociedad sagrada era evitar vincularse con los seres humanos cuya sangre y restos estaban recogiendo. En la primera casa a la que entraron, la mirada de Rubén Bross captó las fotos de la familia que allí vivió, pegadas con imanes al refrigerador. A su alrededor, yacía la sangre de ellos. Fue cuando su hijo Yoel, que coordinó la misión, le dijo: “No mires. Estamos aquí para hacer un trabajo y lo vamos a hacer”.

Entre lo más impactante fue “ver una cuna con un par de balas encajadas y la sangre en el pequeño colchón”.

“Juguetes, peluches…”

En un cuarto seguro, de 3×3 metros, se había refugiado una familia. Los monstruos lanzaron granadas y “la gente quedó embarrada en las paredes”.

En otro lugar, los voluntarios les contaron que, para llevarse los cuerpos, tuvieron que “desatar” los brazos de los miembros de la familia, porque murieron abrazados.

“Vimos mucho odio y mucha maldad” dijo Sammy Goldzweig, a quien se le quebró la voz.

Sin embargo, sintió que “las almas gritaban para agradecer que estábamos limpiando sus cuerpos”. Que gracias a esta santa labor, las almas de las víctimas encuentren el descanso eterno.

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