Año tras año, siempre que llega el 27 de enero —día oficial establecido por la ONU para rememorar a las víctimas del Holocausto— suelo abordar el tema del negacionismo. Es decir, analizar y desmontar los argumentos de quienes opinan o insisten en que el Holocausto nunca existió. Este año va a ser distinto, porque este años los negacionistas van al desnudo.

Durante muchos años creí que podía darse cierto tipo de debate con los negacionistas. No lo habría definido como un debate serio, y ni siquiera como un debate de nivel mediano. En realidad, lo percibía como un trabajo casi rutinario para desmontar mentiras. Honestamente, siempre me pareció fácil.

Bastaba con explicar dos o tres cosas incómodas de informes como el de Leuchter, el de Rudolph, o las payasadas de John Ball y Ernst Zündel. Ah, y claro, contar los pormenores de la confrontación judicial contra Deborah Lipstadt en la que David Irving, el jefe de los negacionistas, quedó humillado y exhibido como un seudo-historiador, un neonazi, y un mentiroso. Y, de paso, quedó en la quiebra.

Siempre asumí esa confrontación de ideas como un ejercicio obligado a partir de la noción de que mucha de la gente que niega la historicidad del Holocausto, lo hace porque realmente cree que los argumentos de David Irving y compañía son razonables.

Ya no lo veo así.

Después de todo lo visto en los últimos casi cuatro meses, me queda claro que el negacionismo no se trata de argumentos —por mal enfocados o falaces que sean—, sino de simple y vulgar odio al judío.

Si no es eso, ¿desde qué punto de vista medianamente razonable se puede negar todo lo que sucedió el 7 de octubre de 2023?

Hasta un día antes, el Holocausto era el evento histórico más documentado de todos los tiempos. Los archivos soviéticos y norteamericanos coincidían en la reconstrucción de los hechos.

¿Será que el atentado terrorista de Hamas rompió ese infame récord? Millones de personas vimos, desde ese sábado, las imagenes que los terroristas de Hamas y muchos alborotados civiles palestinos transmitieron en sus redes sociales o canales de Telegram. Luego se dedicaron a celebrarlo, festejarlo, gritar a todo pulmón que por fin había comenzado la destrucción de Israel. En los días sucesivos no sólo se jactaron de su crimen, sino que insistieron en que lo repetirían todas las veces que pudieran hasta que no quedara nada del estado sionista.

Y aun así, todavía hay gente que dice “no, eso no sucedio…”, “debe ser un montaje de la prensa sionista…”, “no hay evidencias…”, etc.

Es más o menos lo mismo que cuando, discutiendo sobre la historicidad del Holocausto, confrontas a los negacionistas con un dato bien concreto: en los juicios de Nuremberg, ningún nazi negó los hechos. Ninguno apeló a que todo fuera evidencia sembrada por los aliados.

A ninguno de los abogados se les ocurrió reclamar que eso era una mentira, una falsificación, una acusación sin fundamentos. Vamos, ni siquiera intentaron minimizar las víctimas con frases estilo “bueno, pero no fueron seis millones…”.

Es curioso: le apostaron más a la estrategia del Derecho Positivo, apelando a que todo lo que sus representados habían hecho (sobre todo los que eran mandos medios o inferiores) sólo habían seguido órdenes, y que en el momento en que habían ocurrido los hechos las leyes alemanas lo permitían. Así que no habían hecho, técnicamente hablando, nada ilegal.

Ningún jerarca nazi juzgado por sus crímenes ha sido negacionista. Todos, sin excepción, han admitido los crímenes.

Y, sin embargo, ahí va una orda de cínicos vulgares jurando a los cuatro vientos que el Holocausto nunca ocurrió. Ni siquiera la desfachatez de los nazis los convence.

Cuesta trabajo digerirlo, pero entonces es tan lógico que tampoco quieran admitir que el 7 de octubre de 2023 la sociedad israelí fue víctima de un ataque salvaje, inhumano, animal, deleznable.

No, no, no, al judío no se le puede conceder eso, porque no se le debe conceder nada. Ni siquiera el derecho a su propio luto, a su propio dolor. Mercedes Sosa diría “sólo les falta prohibirnos llorar”. Nos obligarían, si pudieran, y por eso es que su rabia es mayor.

Se les fractura el alma, y de las fisuras fluye todo su resentimiento, todos sus traumas y todos sus complejos, cada vez que chocan con nuestra determinación indestructible de no olvidar, de jamás abandonar la memoria de nuestros muertos, y menos aún la convicción de que tenemos que derrotar a nuestros enemigos.

No son argumentos. No son razones. No son gente equivocada.

Son gente perversa, y lo único que hay es odio. Antisemitismo.

Nada que nos sorprenda, en realidad. Más bien es al contrario: todo ello sólo sirve para convencernos de que debemos redoblar nuestros esfuerzos para decir las cosas bien claras —no tanto para convencer a los que sólo odian y no razonan, sino para que quede el testimonio latente y el mundo sepa que no nos vamos a callar—, sino que también hace que se nos quede tatuado en el alma que, justo por todas estas razones, vamos a defender a Israel con todo.

Qué gente tan distraída, caray. Todavía no se dan cuenta que su odio es lo que nos obliga a ser indestructibles.

Y lo somos, y lo seguiremos siendo.

 


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