Una de las cosas más fascinantes de la Biblia es que no sólo nos cuenta historias (enmarcadas en la Historia del pueblo de Israel), sino que además las cuenta bajo el formato de arquetipos. Debido a eso, con mucha frecuencia nos quedamos con la sensación de que hay cosas que se repiten todo el tiempo. Y Purim no es la excepción.

Dicen los que saben del tema que, en determinadas ocasiones, lo importante no es lo que se cuenta, sino cómo se cuenta. Esto aplica muy bien en la comedia, oficio en el que no se trata de contar historias chistosas, sino contar las cosas de manera chistosa.

Con la Biblia pasa algo parecido. Nos cuenta cualquier cantidad de relatos sobre la historia de Israel, pero de un modo que logra capturar los aspectos más profundos de la experiencia humana. Por eso, sus relatos siempre nos ponen frente a la sensación de que nos están hablando a nosotros, respecto a lo que está sucediendo en nuestros días.

Ningún relato bíblico es idéntico a lo que nos pasa, pero todos, de una u otra manera, nos resultan perturbadoramente similares por algún detalle en particular.

Dentro de poco menos de un mes celebraremos Purim, una festividad que gira alrededor de la derrota de nuestros enemigos, pero no sólo en lo militar o físico, sino también en lo abstracto e ideológico. Si hubiera que decirlo con términos modernos, Purim es también la derrota del antisemitismo.

Las circunstancias en las que llegamos a Purim, en principio, no se parecen al relato bíblico. En aquellos los tiempos del rey Ajashverosh, hubo un momento en el que el pueblo judío estuvo sentenciado a muerte y sin posibilidad de defenderse. ¿El culpable? Un funcionario persa. Vaya cosa: un iraní.

Luego vino la decidida intervención de Mordejai y Ester, que a fuerza de voluntad y derrotando sus más profundos miedos, lograron revertir la situación legal y consiguieron que el pueblo judío tuviera el derecho a defenderse. Lo demás fluyó por sí mismo, y la victoria judía fue total. Sus enemigos fueron aplastados, Hamán Hagagui y su familia fueron ejecutados, y se instituyó una nueva festividad para redondear nuestra celebración por la vida.

Hay que destacar que la victoria no fue lograda exclusivamente por el pueblo judío. Dice el libro de Ester que “en el mes duodécimo, que es el mes de Adar, a los trece días del mismo mes, cuando debía ser ejecutado el mandamiento del rey y su decreto, el mismo día en que los enemigos de los judíos esperaban enseñorearse de ellos, sucedió lo contrario; porque los judíos se enseñorearon de los que los aborrecían. Los judíos se reunieron en sus ciudades, en todas las provincias del rey Asuero, para descargar su mano sobre los que habían procurado su mal, y nadie los pudo resistir, porque el temor de ellos había caído sobre todos los pueblos. Y todos los príncipes de las provincias, los sátrapas, capitanes y oficiales del rey, apoyaban a los judíos…” (Ester 9:1-3).

Hay un detalle mencionado aquí que, sorprendentemente, se está replicando en todo el mundo en este momento: la polarización. Cuando llegó el día en el que los judíos tenían que ser destruidos, la sociedad persa se había dividido de manera tajante: los que apoyaban al pueblo de Israel y los que querían exterminarlo. Esto, en el marco de una sensación de temor (entiéndase: respeto) por los judíos, al punto de que destacadas personalidades militares y políticas se pusieron a su favor.

Así está el mundo en este momento. Si bien es el antisemitismo de siempre el que se ha descarado y el que hace más ruido, el apoyo a Israel se ha manifestado como nunca lo habíamos visto. Recién el fin de semana pasado más de un millón de brasileños tomaron las calles de Sao Paulo para manifestar su apoyo a Israel y expresar su repudio al presidente Lula Da Silva, que no pudo evitar caer en la tontería extrema de comparar la situación de los palestinos con la de los judíos durante el Holocausto.

Ese es apenas un ejemplo de cómo se ha radicalizado el mundo en estos días.

Una similitud que llama la atención, porque según el texto bíblico esa fue la antesala para la derrota de los enemigos de Israel.

Pero hay algo más que surge de este texto y a lo que pocas veces le ponemos atención: el de Ester es el primer libro de la Biblia en el que, sistemáticamente, se nos llama judíos.

En todos los demas libros, somos “el pueblo de Israel”, o acaso se usa la expresión “Benei Yehudá”, que podría ser traducida como “judaítas”, ya que se refiere específicamente a los integrantes de la antigua tribu de Judá.

Pero en Ester la lógica ya es otra: Mordejai y Ester misma son llamados judíos, pese a que son de la tribu de Biniamín. Es decir, ya no funciona la lógica tribal, porque el pueblo de Israel ha pasado a ser llamado judío.

Históricamente, esto es fácil de explicar: cuando los persas permitieron el regreso de los exiliados, lo único que se restauró fue el antiguo reinó de Judá, que ahora pasó a llamarse Judea (es lo mismo, pero se nota que los judíos nos habíamos acostumbrado a hablar en arameo durante la larga estancia en Babilonia, así que algunas palabras sufrieron este tipo de ajustes mínimos). Por ello, el nuevo gentilicio fue “judío”.

Pero esto tiene una implicación: la conciencia de ser judío (siguiente paso en la evolución de la conciencia de ser israelita) nació de ese momento en el que estuvimos a punto de ser exterminados, nos sobrepusimos y derrotamos a nuestros enemigos, vimos cómo el mundo entero se polarizó en torno a nosotros, y recibimos el apoyo incondicional de muchas personas.

Igual que ahora.

Qué cosa, ¿no crees? Podría decirse que es la experiencia más judía posible, porque es una réplica del momento en que nuestra conciencia como judíos quedó tatuada en nuestras almas para siempre.

Y todo, con Purim a tres semanas de celebrarse.

Delicioso preludio que nos anticipa que vienen buenas noticias, noticias dulces, y que nuestros peores enemigos volverán a ser derrotados.


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