Hace dos semanas dejé pendiente la continuación de mi artículo del 18 de julio, debido a que hubo noticias importantes que comentar. Pero ahora sigo con el segundo tema que anuncié en mi defensa de la civilización occidental: por qué los colectivismos son un lastre para el desarrollo de las sociedades modernas, y por qué uno de los más grandes logros del mundo occidental fue el desarrollo del verdadero individualismo.
Por mucho que duela decirlo y sea políticamente incorrecto decirlo, los seres humanos no somos iguales. Siempre hay alguien más listo que los demás, y es el que se hace con el poder. El liderazgo del clan, de la tribu, de la nación, del reino, del imperio, del sindicato, del ejército, del clero, de la familia, del equipo de futbol, o de cualquier otra cosa que se te pueda ocurrir, ha sido una constante ineludible a lo largo de la historia.
Podríamos reflexionar sobre lo maravilloso y lindo que sería si este tipo de liderazgos desapareciera en algunas esferas de nuestra vida cotidiana, pero sería mera alucinación. En los hechos concretos, la sociedad humana no está lista para ella, y no lo va a estar durante un buen rato. Digamos que varios siglos.
Esta es la razón por la que los colectivismos derivan siempre e inequívocamente en los modelos de poder autoritarios.
Cuando una colectividad se organiza para que todo se decida “en beneficio de todos”, es imposible que todos expongan sus puntos de vista, básicamente porque no todos tienen puntos de vista. La molesta realidad es que siempre hay dos o tres que piensan más que los demás, y el grueso de la colectividad se limita a plegarse a las ideas de quién le parezca más convincente. Al final y en el mejor de los casos, la gente tendrá que votar para escoger entre las propuestas de unos pocos individuos, que serán presentadas como “la opinión del pueblo” o algo así.
¿Cuál va a ganar? ¿La mejor? No necesariamente. Va a ganar la que sea mejor defendida, expuesta o argumentada. Y repito: eso, en el mejor de los casos. A lo largo de la historia, la postura ganadora era más bien la que se imponía por la fuerza.
Desde sus peores versiones, hasta los modernos intentos por hacer un colectivismo civilizado, ahí está la esencia del problema de este modelo de organización política: gana el más hábil en la política. O sea, gana el político, el que sabe hablar. En una de esas durante un día con mala suerte, gana el demagogo.
Esta fue la experiencia universal durante miles de años. Todos los modelos autoritarios han sido colectivistas, por definición. Por supuesto, algo se evolucionó. Antes ese colectivismo se sustentaba, por ejemplo, en “la voluntad de los dioses” (como en las monarquías neolíticas); de ahí pasamos a “la voluntad de Dios” (en la Edad Media), y desde allí todavía avanzamos hacia “la voluntad del pueblo” (a partir de la Ilustración). Pero la dinámica humana no ha cambiado en su esencia: el político arrobándose el título de “voz del pueblo” para hacer y deshacer lo que se le pegue la gana.
El mayor esfuerzo por terminar de civilizar esta dinámica fue el marxismo (no se rían; es en serio). Karl Marx reflexionó sobre cómo reorganizar tanto la política como la economía para que el poder absoluto no recayera en una persona, sino en una estructura jurídica —el estado— controlada desde un organización popular —el partido—. En teoría, su idea no parece mala, pero en la práctica falló porque el ser humano es el ser humano, y los partidos comunistas de todo el mundo se convirtieron en una feria de disputas entre políticos cada vez más rudimentarios. Curiosamente, al acumular un poder prácticamente absoluto (como en la exURSS o en China), las luchas políticas internas se volvieron salvajes, nada civilizadas. Ganaban no quienes tenían la mejor verborragia, sino quienes tenían más fuerza física (o sea, al ejército) de su lado.
Los defensores actuales de los modelos colectivistas suelen ser gente muy linda, siempre pensando en los demás, siempre preocupados porque a nadie le sobre para que a nadie le falte. Otra vez, suena lindo, y por ello se sienten obligados a insistir que no hay nada peor que el individualismo propiciado por el capitalismo industrial occidental.
Te voy a explicar por qué están equivocados.
El individualismo tal y como lo entendemos hoy en día hunde sus raíces en el Renacimiento, pero sólo logra consolidarse a partir de las ideas de la Ilustración. Es, por lo tanto, un producto típico de la modernidad. Por definición, el individualismo no se puede separar de la noción de libre mercado y de propiedad privada, y la propiedad privada y el libre mercado no pueden funcionar sin individualismo. Es decir, sin que el individuo tenga la posibilidad de decidir, sin presión ni opresión de ningún tipo, qué carambas va a hacer con su existencia.
¿Sabías que ese es el origen del concepto de Derechos Humanos? Los “derechos” no se conceptualizaron “para que el estado defienda al pueblo” (de los voraces empresarios, por ejemplo), sino para proteger al individuo de los posibles abusos del poder. ¿De cuál poder? Pues de cuál más: del poder del estado.
Una empresa o cualquier otra estructura de carácter no puede “violar tus derechos”. Puede cometer delitos, pero entonces estos deben ser procesados como eso: delitos. Las violaciones a tus derechos sólo las puede cometer, por definición, quien ostenta el poder político. Es decir, esa súper estructura que hace las leyes, y que es el estado.
Conforme empezaron a desarrollarse modelos políticos con marcos legales respetuosos de los derechos del individuo, el comercio fue el primero en celebrarlo. ¿Por qué? Porque comenzó a desarrollarse la certidumbre jurídica que garantizó la libertad para competir.
Competencia, otra vez competencia. Sí, pero en términos distintos. Cuando el mercado es verdaderamente libre, tú como cliente le vas a comprar a quien te ofrezca la mejor relación calidad-precio, no al que tenga la mejor verborragia. Un charlatán te puede engañar dos o tres veces, digamos que cuatro si eres muy torpe con esto, pero si un producto o un servicio no te satisface, y el marco legal de tu país garantiza que puedes cambiar de provedor sin problema, al final te vas a ir con quien te trate mejor. ¿Qué significa “mejor”? Tú lo decidirás, porque para eso es el libre mercado. Tú serás quien determine si tu prioridad es el precio o la calidad, pero una vez que lo decidas, actuarás en consecuencia.
Esa es la razón por la que en un entorno en el que las leyes garantizan el libre mercado, el éxito no lo tienen los demagogos, sino la gente eficiente. Quienes quieran competir con ellos, sólo tendrán dos opciones: o ser más eficientes, o contar con una ventaja política apoyada en el estado (es decir, en algún político) para recibir un trato favorable (que viene siendo lo mismo que asesinar el libre mercado).
Hasta el momento, sólo existe un modelo político comprometido con la creación de ese nivel de libertad: la democracia liberal.
A la par de su convicción por defender la propiedad privada y el libre mercado, la democracia desarrolló el concepto que debe ir obligadamente emparejado con lo demás: el contrapeso de poder.
Para que todo esto funcione, no debe existir la mínima posibilidad de que una persona o un grupo de personas tengan más poder que el resto de la sociedad. Si se comete ese error, esa persona o ese grupo no van a tardar en comenzar a favorecer a quienes les apoyan, para así construir el entorno que les permita conservar el poder.
Por eso la importancia del contrapeso: toda persona que tenga poder —mucho o poco, el presidente o el funcionario de más bajo rango— deben tener a alguien que los audite, los fiscalice, los investigue, los procese, los juzgue, los sentencie y los castigue, de ser pertinente. De esa manera, el poder deja de estar en los individuos y pasa a residir en las instituciones.
Esa es la paradoja más agradable de la democracia: al poner el énfasis en el respeto irrestricto del individuo, y proteger el derecho del individuo a tener éxito y tener mucho, se construye un sistema político basado en los contrapesos de poder, y de ese modo el poder del estado deja de residir en los individuos para pasar a manos de las instituciones.
Esto significa que el estado es como el reflejo de la sociedad: lo que para uno es necesario, para el otro debe estar vetado.
No es difícil de entender. Por ejemplo, el estado no tiene derechos, sino obligaciones. O este otro: el individuo puede hacer todo aquello que las leyes no le prohiban, pero el estado sólo puede hacer aquello que las leyes le indiquen.
La experiencia universal es contundente: en todos los lugares en donde se han implementado leyes que garanticen los derechos individuales, la competencia libre que beneficia a los más eficientes ha detonado niveles de prosperidad que nunca se habían conocido en la historia. Esto, de manera natural, se traduce a un respeto cada vez más amplio de todas las minorías, porque bajo este paradigma legal no existen las minorías. Sólo existen los ciudadanos.
Esa es la esencia de la civilización occidental, y esa es la razón por la que esta debe ser defendida de la barbarie incivilizatoria.
Me falta una entrega más sobre este tema. Si no hay noticias urgentes que comentar, el próximo jueves explicaré el papel que el judaísmo —una mentalidad tan profundamente colectivista— ha tenido en el desarrollo de estas ideas.
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