ELíAS FASJA TAWIL

El sol apareció casi sin que nadie lo sospechara, como un intruso invadió la noche y con tímida tibieza al principio y confianza después, fue despertando a los todavía somnolientos.

Eran dos, por un lado una dama menudita pero muy interesante, cuyo nombre era CIENCIA, y un señor, más bien un jóven, que por nombre llevaba SIONISMO.

Habían pasado la noche tramando algo un tanto descabellado; combinarse integrandose. Así de simple. Combinar en un solo ser a los dos: la Ciencia y el Sionismo.

Si bien es cierto que una no limita a la otra, ni se contradicen, esta mezcla era en ese entonces un tanto extraña.

Los pájaros volaban. La transparencia del mar reflejaba el movimiento de las hojas – propiedad de los árboles – que bailaban cadenciosamente con gracia y sutileza. Esa es, más o menos, la hora en que yo llegué. Me ofrecieron café que gustoso acepté y casi sin preambulos me contaron su idea. Aún no lo he mencionado, así que creo, es el momento de decirle al amable lector que nos encontrábamos en una tierra lejana (en ese entonces) donde, según afirman, todo puede suceder. Se llamaba Palestina.

Era una época en que nadie lo invitaba pero de alguna manera todos lo esperabamos. Era mitad de Julio cuando hizo su imponente aparición el Jamzin.

Una traducción literal de la palabra no existe, pero poco más o menos diremos que significa un calor vestido de calor.

Ráfagas inmisericordes de calor que calientan el aire y debilitan, hastían y casi obligan a ponerse de mal humor. No lograba entender lo que la Ciencia y el Sionismo pretendían. Sin embargo, quizá por cortesia, los escuché.
Me dijeron que la noche anterior se la pasaron deliberando sobre cómo podrían, en un solo ser, realizar este extraño experimento.

Me senté en el único cómodo sillón que se encontraba en la habitación, prendí mi pipa y me aboqué a escuchar atentamente cómo podrían ser los hechos.

Se llamaría Jaim y habría nacido en 1874 en una ciudad Rusa de nombre Motol. Muy temprano se despediría de su infancia y correría hacia la madurez declarándole la guerra a sus propios defectos.

Sus sueños serían, resultado de su gran humildad, ser un hombre común y corriente, pero ellos (la Ciencia y el Sionismo), solo si yo autorizaba, harían que sus sueños no se cumplieran.

En principio acepté por ver qué es lo que pasaría. Y así, la Ciencia y el Sionismo, en pareja, le echarían el ojo a este jóven y en una maniobra extraordinaria lo invadirían.

Jaim se iría interiorizando en un mundo de tubos de ensaye, de analisis, hipótesis y misterios. En la soledad de su laboratorio descubriría, entre otras muchas cosas, que el éxito para la creación de un Estado que se llamaría Israel, dependía de ligarlo en gran medida a la Ciencia.

Esa sería una de las fuerzas principales que mantendría al Estado. A trabajar para eso se abocaría.

Elegante, siempre con aplomo, hablando pausadamente, Jaim asistiría a los congresos sionistas vestido de inteligencia y en 1907 gracias a sus multiples contactos y relaciones visitaría por primera vez Palestina.

Descubriría muchos aportes científicos para la humanidad, se involucraría en la creación de institutos científicos, tendría amistad con personalidades como Albert Einstein, Winston Churchil, y el presidente americano Truman las cuales aprovecharía para la creación del Estado de Israel y llegaría a ser su primer presidente.

Sería modesto, pero seguro de sí mismo. Convencería con razonamientos lógicos a todo el que lo refutara, no tendría nunca miedo de conocer sus limitaciones porque sabría que nunca las conocería, sería el ejemplo de fundador e hijo de cualquier país. Sería un hombre universal.

Se terminó el tabaco de mi pipa. Yo estaba ya a esas alturas realmente excitado y acepté participar en este, hoy veo, no tan descabellado experimento de la Ciencia y el Sionismo.

Los exhorté a trabajar de inmediato en esto y lo primero que hicimos fue bautizar a este singular hombre. Lo llamamos Jaim Weizmann.

Y a proposito, no me pregunten el por qué yo lo bautice ya que al fin y al cabo lo puedo hacer: Yo, soy la Historia.