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VICTORIA DANA PARA ENLACE JUDÍO

Hace apenas unos días, como un golpe a la vista, apareció la Jacaranda frente a mí,  vestida de nuevo. El tono morado de sus flores me sorprendió como si fuera la primera vez. Así acostumbra presentarse cada año este árbol (curioso, que sea nombrado en femenino), insospechado, misterioso y efímero. Me detuve para colmar mi mirada y entender que, finalmente, entre fríos y calores dispersos, se anunciaba la primavera: Bienvenida, pensé, mientras me asombraba de reaccionar con ese sentimiento de extrañeza y novedad, a pesar de haberla visto  renacer año con año.

A veces el transcurrir del tiempo es lento, los días son tan parecidos: el anterior casi igual al siguiente. Olvidamos la implacable y decidida renovación del universo.

La Jacaranda tampoco es la misma, aunque haya echado raíces para engañarnos: la pensamos inmóvil,  parte del paisaje. Pero en realidad, es la hija, la nieta o la bisnieta de la que un buen día, el padre o el abuelo plantó en el jardín de una casa añeja. Su vestimenta muda con los años y, para despedirse, a intervalos, debe morir.

La renovación de la Jacaranda me recuerda el enorme placer de disfrutar de mis nietas. Su presencia es vida nueva que fluye a mi alrededor. Su piel suave me sorprende como las hojas de este árbol caprichoso. Son una primavera bienvenida.

A veces olvido que ahora, yo soy la abuela y, sin pensarlo, relato historias. Hablo de cuando era niña y de lo que decía o hacía mi mamá. Ellas no entienden por qué no tengo mamá, aunque perciben, sin decirlo en voz alta, que ya no está, porque ha muerto. El tema de la muerte nos invade a mitad de un juego, durante el relato de un cuento, antes de dormir. Se habla de ella, sin nombrarla del todo.

A pesar del lento transcurrir del tiempo, de los cambios apenas perceptibles, la renovación se impone.