ENRIQUE KRAUZE
REFORMA

La democracia no se basa en el unánime consenso, propio de sistemas autoritarios. La democracia se basa en la posibilidad de disentir. En tolerar, en el sentido más noble de la palabra, las razones del otro. En permitir, desde el poder, que las razones de la sociedad sean escuchadas y tomadas en cuenta. En aceptar, en el seno de la sociedad, que razonar nuestras diferencias eleva la calidad de la conversación pública y nos hace más civilizados y mejores.

Nosotros vamos en sentido contrario. O todo está mal o todo está bien, pero hay poco espacio para la discusión clara, elaborada, fundamentada, en torno a posturas distintas pero igualmente legítimas. La descalificación del otro (política, intelectual, moral) es un fundamento imposible para la discusión, pero es lo más común en nuestro medio. En la radio, la televisión o el Twitter, los usuarios no exponen argumentos sino alabanzas o vituperios, santificaciones o anatemas. Por eso en nuestra vida política es raro escuchar comentarios matizados, ver como algo natural -por ejemplo- que alguien critique ciertas políticas públicas y encomie otras sin ser tachado inmediatamente de tibio, contradictorio o vendido. Acá la crítica racional se confunde con la oposición irracional, el matiz con la blandura.

En la arena política, la situación es preocupante. Si la actual legislatura no introduce cambios en el ámbito electoral, 2011 -el año del banderazo en la carrera presidencial- se caracterizará por un aparente “fair play” entre los candidatos. Supuestamente no habrá campañas sucias, ni acusaciones sin (o con) fundamento, ni golpes bajos, ni ases en la manga. La política se volverá un juego de caballeros. No habrá “campañas negativas”. Pero entonces, ¿qué habrá? ¿Campañas en donde cada candidato y su partido digan lo que ellos quieran?

Es muy posible que la competencia entre los tres principales partidos y sus candidatos (no creo que haya cuatro) sea tan cerrada como la de 2006. ¿Cómo discernirá el elector la mejor opción? Lo cierto es que las tan temidas “campañas negativas”, que son moneda común en todo el mundo, sirven justamente para eso, para diferenciar programas, partidos, personas. Sin ellas, la competencia puede volverse engañosa, vaga y hasta aburrida. Ante el peligro de vacuidad, la solución -hay que repetirlo- está en la organización de disensos razonados, en la organización de debates.

Recuerdo con cierta nostalgia el primer debate presidencial. Fue el que más se acercó a un encuentro real. Ocurrió en 1994 entre Diego Fernández de Cevallos, Ernesto Zedillo y Cuauhtémoc Cárdenas. El triunfador en aquella ocasión fue Diego, que desde 1968 había mostrado sus espolones de gallo cantor (luego desperdiciaría la ventaja que le dio ese triunfo, pero ése es otro cantar). En el debate de 2000, como se recuerda, participaron Vicente Fox, Francisco Labastida y Cuauhtémoc Cárdenas. El triunfador según las encuestas fue Fox, no por su habilidad polémica sino por sus golpes de ranchero malicioso (“a mí tal vez se me quite lo majadero, pero a ustedes lo mañoso, lo malos que son para gobernar y lo corrupto, no se les va a quitar nunca”, le dijo a Labastida). En 2006 hubo dos debates. El primero fue casi simbólico porque López Obrador se negó a asistir. En el segundo no hubo un claro triunfador.

El problema en todos los casos fue el formato. No fueron debates: fueron largos monólogos punteados por breves interpelaciones. El moderador era una persona que sólo servía de agente de tránsito, para indicar a cada candidato su turno, o como semáforo que medía los tiempos. Cada uno exponía su programa y en su turno se defendía de las críticas de los demás. No había público en el escenario. Se partió siempre de una lista de temas prefijados y hecha sin imaginación, como extraída de un informe presidencial. Ninguna licencia, ningún atisbo de sorpresa o pasión que pudiera revelar al hombre detrás de la máscara. Hasta el escenario era pobre: unos atriles de plástico como de concurso de aficionados.

Es hora de trabajar de veras en el diseño de los debates. La clave está en la variedad: debe haber diversos foros (universitarios, empresariales, obreros, campesinos) y escenarios distintos (teatros, foros radiales o televisivos). Para dirigir los debates deben elegirse unos cuantos interlocutores (no moderadores) que preparen libre y secretamente las preguntas a las que someterán a los candidatos. Esos protagonistas del debate deben provenir quizá de distintos medios, no sólo académicos, intelectuales o periodísticos. La condición es que cuenten con prestigio público.

El encargado natural de este proyecto prioritario debe ser el IFE. Pero los ciudadanos y los medios no podemos dejar que los políticos tengan la última palabra. Los debates son una oportunidad de oro para hacernos presentes. La televisión, la radio y el internet son medios idóneos para estos ejercicios de práctica democrática. Se puede debatir todo: los asuntos políticos, por supuesto, pero también cosas que rebasan ese ámbito y que preocupan a la sociedad, como el tabaquismo, el maíz transgénico, la adopción de niños por parejas del mismo sexo. En Letras Libres (mayo, 2004) propusimos una serie de iniciativas para impulsar una cultura de debates. Y Lupa Ciudadana lanzará este año un portal dedicado a debatir. Vamos debatiendo para ponernos de acuerdo. Y comencemos con un ensayo general: las elecciones en el Estado de México.