ARNOLDO KRAUS

Primo Levi,  superviviente del campo de concentración de Auschwitz, acuñó el término “zona gris”  para referirse a la “larga cadena que une al verdugo y a la víctima”. En esa intersección, demarcada por el color gris,   todo es posible:  el verdugo puede  convertirse   en víctima, la víctima en verdugo y ambos en su propias víctimas.  Esa conversión no es mera retórica, es parte de la condición humana y reflejo del sitio que se ocupa cuando el mal toca a la puerta.  Transformarse, o no, en verdugo,   es parte de un complejo intríngulis:  hay que elegir entre las exigencias del grupo al cual pertenecen los verdugos o seguir el camino dictado por la conciencia y la educación.   La bella frase, Eitam si omnes Ego nom (“Aunque los demás lo hagan y lo consientan yo no”) no siempre prevalece.

El gris de Levi es  un interludio entre lo blanco y lo negro. Su “zona gris”  no es privativa de los Lager nazis: en todos los genocidios se funden  odios y se entrelazan los eslabones de verdugos y víctimas  convertidos en un santiamén en teselas.  A diferencia del blanco y el negro, cuyas imágenes son sinónimo de totalidad, el gris nunca es la última palabra.  El blanco y el negro  no son colores intermedios; ni uno ni otro permiten la ambigüedad. Abarcan todo. Sé es víctima (o verdugo) en lo blanco y sé es verdugo (o víctima) en lo negro. El gris es un intermezzo que posibilita los vaivenes: una dosis de tinta lo convierte en negro, una dosis de gomas de borrar lo acerca al blanco.

El gris  semeja las oscilaciones del  péndulo; de momento se acerca al blanco, de momento se aproxima al negro, de cuando en cuando se detiene en el centro.  Levi escogió el gris para nombrar  los vínculos no siempre claros –no necesariamente blancos o negros- entre ser víctima y ser verdugo.  El gris es un espacio inacabado; diferenciar entre lo que tiene significado y lo que es insignificante es parte de su tonalidad. La “zona gris”  es una reflexión abierta;   la fragilidad de la condición humana y la lucha por la supervivencia  en  condiciones extremas, como fue la vida en los campos de concentración o en Ruanda o en  Darfur  forma parte del entramado de Levi.  Los desaparecidos (asesinados) durante las dictaduras en Argentina y en Chile, así como los asesinatos en México en 1968, se inscriben también en las reflexiones de Levi.

En esa zona, explica Giorgio Agamben en su extraordinario libro, Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo Sacer III (Pre-Textos,  2009), “el oprimido se hace opresor  y el verdugo aparece, a su vez, como víctima”.   La “zona gris” de Levi, es extrapolable, con algunos matices, a otros genocidios o a cualquier relación donde existan personas cuyas características las podrían convertir en víctimas o en  ajusticiadores.

En ese vaivén,  donde el lenguaje acabado del  blanco y del negro,  choca con  el lenguaje inacabado del gris, el bien y el mal se mezclan incesantemente y cuestionan. Cuestionan cuál es el papel de cada uno de los actores y su responsabilidad en esa relación. De esa interacción surgen muchas preguntas que deben ser contestadas por  quienes se ocupan de mirar el mundo a través de la ética.  En ese entramado, los testimonios son instrumentos invaluables.

La “zona gris”   adquiere voz en  las víctimas que no callan y que se negaron a morir con tal de ofrecer su versión sobre los hechos. Testimoniar es algo más que mirar hacia atrás. Aunque duela,  hablar de lo vivido, permite  significar el sufrimiento, recordar los nombres de los cadáveres enterrados en fosas sin nombre y sin señas; permite, asimismo, dignificar  los nombres de las personas cuya historia fue borrada por los verdugos.

En el mismo interludio gris pueden adquirir presencia las voces de los verdugos cuyas conciencias  les impidieron dormir en paz por lo que habían hecho.  Los testimonios de estas personas sirven para exponer las noches oscuras de los asesinos, su contubernio con el poder y el silencio de quienes contaban con los elementos para hablar y prefirieron callar.  Sirven también para desempolvar la memoria. Los testimonios, tanto de  víctimas como  de   verdugos son antídotos contra la impunidad y documentos para mostrar  las proteicas e interminables caras de la memoria  así como los peligros del olvido.

En el mundo contemporáneo –y en el de ayer- los testimonios son  fuente indispensable  para confrontar a los verdugos y para impedir que  el olvido  dicte sus reglas.  Tzvetan Todorov, en su libro, Memoria del bien, tentación del mal. Indagación sobre el siglo XX ofrece el siguiente argumento: “Mientras que los genocidios de mediados de siglo –se refiere al siglo XX-  desde el de Rusia hasta el de Camboya, se llevaban a cabo en nombre del futuro (el totalitarismo se proponía crear un hombre nuevo; era preciso, pues, eliminar a quienes no se prestaban al proyecto), las matanzas más recientes han sido perpetradas en  nombre de un recuerdo del pasado”.     Entre las matanzas “en nombre del futuro” y los genocidios en “nombre de un recuerdo del pasado” la mayor certeza  es la responsabilidad del presente.

Olvidar  el pasado no sirve. Olvidarlo, “por decreto”, como pretenden  que suceda  quienes detentan el poder, o  para negar la impunidad en aras de contubernios oscuros como lo ilustra el execrable caso de la justicia española contra el juez Baltazar Garzón,   es dañino,  incomprensible y  fuente  para alimentar el deseo de venganza.   Las personas que ofrecen sus  testimonios   reviven el pasado; revivir la memoria abre las puertas de  la justicia.  Las víctimas requieren justicia y merecen  paliar su dolor;  si se cumplen  esos propósitos la  sed de venganza disminuye.  Las denuncias de las víctimas del padre Marcial Maciel, las  de las mujeres haitianas  violadas por Cascos Azules, o las de los padres de los niños que trabajan en la pizca de algodón en Uzbekistan han sido, aunque la palabra no sea adecuada, útiles.

Cuando se habla de víctimas, utilidad  es un término que atañe al futuro y que sólo sirve a las víctimas en la medida en que la memoria funcione  como puente entre los testimonios y la aplicación de la justicia.  La condena atemporal de Marcial Maciel de poco sirve;    si de utilidad se trata –de justicia- el Vaticano debería,  en un acto de constricción y como apoyo  a las víctimas, castigar y condenar públicamente a los religiosos pederastas;  en Haití, los argumentos de las mujeres violadas lograron que los Cascos Azules  fuesen reemplazados por mujeres; asimismo,   las nefastas actitudes de Islam Karimov,  presidente  de Uzbekistan han  sido desveladas  por Human Rights Watch.   La única forma de penetrar y modificar  la “zona gris”  de la que habla Levi,  “la larga cadena que une al verdugo y a la víctima”, es por medio de la voz de los testigos.  Los relatos  de las víctimas obligan. Quien los escucha adquiere la responsabilidad de  no callar ante uno mismo, ante la voz del testigo y ante la sociedad.

Es indispensable escuchar las voces de víctimas, las de las niñas explotadas sexualmente en Tailandia,  las de los supervivientes de los campos de concentración, las de los homosexuales enfermos  de sida y que son estigmatizados.  Sus denuncias abren el camino de la justicia.   Aunque la justicia no cura  a las víctimas si mitiga él dolor;  aunque tampoco impide que nazcan o proliferen nuevos torturadores sí disminuye su campo de acción. Hacer justicia a través de los testimonios  es el mejor antídoto contra   uno de los peores demonios del siglo XXI, la impunidad.  Si se atiende la voz de los testigos se puede interrumpir la cadena entre víctima y verdugo, entre víctima que se convierte en verdugo y entre justicia no cumplida y nuevas venganzas.   El mapamundi contemporáneo es  testigo de que las viejas Erinias no han muerto: caminan entre nosotros.

El testigo que ofrece su vivencia  desnuda la verdad y ofrece argumentos a favor de la justicia. Cuando el testimonio proviene de los verdugos el relato permite juzgar a otros actores y condenar a quienes avalaron o estimularon los actos.  Esos testimonios públicos podrían servir  para que otros verdugos hablen de sus actos; quizás así,   potenciales torturadores podrían modificar  su decisión.   La imparable  pérdida de valores éticos,  el incremento sin coto de la deshumanización, la desertificación de la terra ethica, la pobreza y la miseria  son semillas para que algunas personas se transformen en verdugos.  La falta de auto cuestionamiento, resultado de esa pérdida de valores,  es otra razón para la perpetuación  del género torturadores.

Las preguntas de ayer son las mismas de hoy: ¿por qué un ser humano se transforma en torturador?, ¿es posible impedirlo?   Quienes cavilan acerca del origen del mal, como Kant, aseguran que ese acto  está determinado ontogénicamente. De tener razón Kant habría que  aceptar que la humanidad es rehén del mal y que  poco o nada se puede hacer para modificar la conducta de las personas deslumbradas por alguna sinrazón.

Con frecuencia es imposible  trazar la frontera entre lo humano y lo inhumano. El número in crescendo de niñas que mueren como consecuencia del turismo sexual en Asia,  o el imparable incremento de personas decapitadas como sucede en México,  es parte de esa frontera desdibujada donde la violencia transforma lo humano en inhumano.   Esa imposibilidad debería ser buen pretexto para generar una escuela de escuchas, una escuela donde los testimonios sean la semilla para contrarrestar la idea del filósofo alemán.  Es necesario sembrar argumentos y escuelas para refutar la idea de Kant.  Es indispensable penetrar la “zona gris” de Levi para romper la “larga cadena que une al verdugo y a la víctima”.

Lamentablemente, la historia contemporánea cabalga al lado de la idea kantiana.  Desde la  mirada de las víctimas y desde la realidad de la pobreza es evidente que la mayoría de los modelos construidos por la humanidad no han logrado sus propósitos. Aunque hay quienes piensen  lo contrario,   lo cierto es que  la  religión, la globalización y la educación  no han modificado  sustancialmente las condiciones de vida de cientos  de millones de personas. Matt Ridley no comparte esa idea;  en su libro The Rational Optimist: How Prosperity Evolves (Harper, 2010), asegura que las condiciones de vida para la mayoría de la gente ha mejorado.

Desde  la perspectiva de los más pobres  y de los familiares de las víctimas que aguardan respuestas justas,   el conocimiento, la democracia y la mayoría de las formas  del  poder   no  sólo no han respondido a sus expectativas, sino que, en ocasiones, han sido utilizados en su contra.            Ilustres personajes -algunos dirigentes nazis después de terminar su labor diaria en los campos de concentración escuchaban por la tarde a Schubert o leían a Schiller-  han colaborado con los torturadores, ya sea por el prestigio que suponen esas alianzas, por el mero ejercicio del poder  o por motivos económicos.  En ese tenor, es una pena que un  asesino  como Augusto Pinochet haya muerto sin ser enjuiciado o que  Radovan Karadzik, quien se encuentra preso,  aún no  haya sido condenado.

Es probable que la conciencia de algunos verdugos se estremezca a partir  de lo que escuchan.  El caso del teniente William Calley sirve de ejemplo. Calley  comandaba el pelotón que mató a incontables civiles vietnamitas en la aldea de My Lai en 1968;  el militar guardó silencio durante décadas. Hace poco tiempo dijo  que “no pasa un día” sin que sienta remordimiento “por lo ocurrido ese día en My Lai”;  “ese día” los soldados estadounidenses  quemaron la aldea, contaminaron los pozos y mataron a cientos de vietnamitas.

Aunque el testimonio de Calley de nada le sirve a los muertos y de poco o nada a los deudos y a los supervivientes, su probable utilidad radica en la difusión del mensaje   y los comentarios que de él se hagan, sobre todo, en las escuelas primarias o en los foros donde los derechos humanos sean  leitmotiv.   Primo  Levi escribió, “Estoy en paz conmigo mismo porque he testimoniado”. Es probable que esa idea tenga eco en algunos  verdugos como Calley. El arrepentimiento de otros torturadores y el juicio contra algunos símiles  confirmaría la utilidad de esos testimonios.  La “larga cadena que une al verdugo y a la víctima” siegue siendo infinita; los testimonios son la única vía para quitar algunos eslabones.

Testimonios

Arnolod Kraus

Prmo Levi,  superviviente del campo de concentración de Auschwitz, acuñó el término “zona gris”  para referirse a la “larga cadena que une al verdugo y a la víctima”. En esa intersección, demarcada por el color gris,   todo es posible:  el verdugo puede  convertirse   en víctima, la víctima en verdugo y ambos en su propias víctimas.  Esa conversión no es mera retórica, es parte de la condición humana y reflejo del sitio que se ocupa cuando el mal toca a la puerta.  Transformarse, o no, en verdugo,   es parte de un complejo intríngulis:  hay que elegir entre las exigencias del grupo al cual pertenecen los verdugos o seguir el camino dictado por la conciencia y la educación.   La bella frase, Eitam si omnes Ego nom  (“Aunque los demás lo hagan y lo consientan yo no”) no siempre prevalece.

El gris de Levi es  un interludio entre lo blanco y lo negro. Su “zona gris”  no es privativa de los Lager nazis: en todos los genocidios se funden  odios y se entrelazan los eslabones de verdugos y víctimas  convertidos en un santiamén en teselas.  A diferencia del blanco y el negro, cuyas imágenes son sinónimo de totalidad, el gris nunca es la última palabra.  El blanco y el negro  no son colores intermedios; ni uno ni otro permiten la ambigüedad. Abarcan todo. Sé es víctima (o verdugo) en lo blanco y sé es verdugo (o víctima) en lo negro. El gris es un intermezzo que posibilita los vaivenes: una dosis de tinta lo convierte en negro, una dosis de gomas de borrar lo acerca al blanco.

El gris  semeja las oscilaciones del  péndulo; de momento se acerca al blanco, de momento se aproxima al negro, de cuando en cuando se detiene en el centro.  Levi escogió el gris para nombrar  los vínculos no siempre claros –no necesariamente blancos o negros- entre ser víctima y ser verdugo.  El gris es un espacio inacabado; diferenciar entre lo que tiene significado y lo que es insignificante es parte de su tonalidad. La “zona gris”  es una reflexión abierta;   la fragilidad de la condición humana y la lucha por la supervivencia  en  condiciones extremas, como fue la vida en los campos de concentración o en Ruanda o en  Darfur  forma parte del entramado de Levi.  Los desaparecidos (asesinados) durante las dictaduras en Argentina y en Chile, así como los asesinatos en México en 1968, se inscriben también en las reflexiones de Levi.

En esa zona, explica Giorgio Agamben en su extraordinario libro, Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo Sacer III (Pre-Textos,  2009), “el oprimido se hace opresor  y el verdugo aparece, a su vez, como víctima”.   La “zona gris” de Levi, es extrapolable, con algunos matices, a otros genocidios o a cualquier relación donde existan personas cuyas características las podrían convertir en víctimas o en  ajusticiadores.

En ese vaivén,  donde el lenguaje acabado del  blanco y del negro,  choca con  el lenguaje inacabado del gris, el bien y el mal se mezclan incesantemente y cuestionan. Cuestionan cuál es el papel de cada uno de los actores y su responsabilidad en esa relación. De esa interacción surgen muchas preguntas que deben ser contestadas   por  quienes se ocupan de mirar el mundo a través de la ética.  En ese entramado, los testimonios son instrumentos invaluables.

La “zona gris”   adquiere voz en  las víctimas que no callan y que se negaron a morir con tal de ofrecer su versión sobre los hechos. Testimoniar es algo más que mirar hacia atrás. Aunque duela,  hablar de lo vivido, permite  significar el sufrimiento, recordar los nombres de los cadáveres enterrados en fosas sin nombre y sin señas; permite, asimismo, dignificar  los nombres de las personas cuya historia fue borrada por los verdugos.

En el mismo interludio gris pueden adquirir presencia las voces de los verdugos cuyas conciencias  les impidieron dormir en paz por lo que habían hecho.  Los testimonios de estas personas sirven para exponer las noches oscuras de los asesinos, su contubernio con el poder y el silencio de quienes contaban con los elementos para hablar y prefirieron callar.  Sirven también para desempolvar la memoria. Los testimonios, tanto de  víctimas como  de   verdugos son antídotos contra la impunidad y documentos para mostrar  las proteicas e interminables caras de la memoria  así como los peligros del olvido.

En el mundo contemporáneo –y en el de ayer- los testimonios son  fuente indispensable  para confrontar a los verdugos y para impedir que  el olvido  dicte sus reglas.  Tzvetan Todorov, en su libro, Memoria del bien, tentación del mal. Indagación sobre el siglo XX ofrece el siguiente argumento: “Mientras que los genocidios de mediados de siglo –se refiere al siglo XX-  desde el de Rusia hasta el de Camboya, se llevaban a cabo en nombre del futuro (el totalitarismo se proponía crear un hombre nuevo; era preciso, pues, eliminar a quienes no se prestaban al proyecto), las matanzas más recientes han sido perpetradas en  nombre de un recuerdo del pasado”.     Entre las matanzas “en nombre del futuro” y los genocidios en “nombre de un recuerdo del pasado” la mayor certeza  es la responsabilidad del presente.

Olvidar  el pasado no sirve. Olvidarlo, “por decreto”, como pretenden  que suceda  quienes detentan el poder, o  para negar la impunidad en aras de contubernios oscuros como lo ilustra el execrable caso de la justicia española contra el juez Baltazar Garzón,   es dañino,  incomprensible y  fuente  para alimentar el deseo de venganza.   Las personas que ofrecen sus  testimonios   reviven el pasado; revivir la memoria abre las puertas de  la justicia.  Las víctimas requieren justicia y merecen  paliar su dolor;  si se cumplen  esos propósitos la  sed de venganza disminuye.  Las denuncias de las víctimas del padre Marcial Maciel, las  de las mujeres haitianas  violadas por Cascos Azules, o las de los padres de los niños que trabajan en la pizca de algodón en Uzbekistan han sido, aunque la palabra no sea adecuada, útiles.

Cuando se habla de víctimas, utilidad  es un término que atañe al futuro y que sólo sirve a las víctimas en la medida en que la memoria funcione  como puente entre los testimonios y la aplicación de la justicia.  La condena atemporal de Marcial Maciel de poco sirve;    si de utilidad se trata –de justicia- el Vaticano debería,  en un acto de constricción y como apoyo  a las víctimas, castigar y condenar públicamente a los religiosos pederastas;  en Haití, los argumentos de las mujeres violadas lograron que los Cascos Azules  fuesen reemplazados por mujeres; asimismo,   las nefastas actitudes de Islam Karimov,  presidente  de Uzbekistan han  sido desveladas  por Human Rights Watch.   La única forma de penetrar y modificar  la “zona gris”  de la que habla Levi,  “la larga cadena que une al verdugo y a la víctima”, es por medio de la voz de los testigos.  Los relatos  de las víctimas obligan. Quien los escucha adquiere la responsabilidad de  no callar ante uno mismo, ante la voz del testigo y ante la sociedad.

Es indispensable escuchar las voces de víctimas, las de las niñas explotadas sexualmente en Tailandia,  las de los supervivientes de los campos de concentración, las de los homosexuales enfermos  de sida y que son estigmatizados.  Sus denuncias abren el camino de la justicia.   Aunque la justicia no cura  a las víctimas si mitiga él dolor;  aunque tampoco impide que nazcan o proliferen nuevos torturadores sí disminuye su campo de acción. Hacer justicia a través de los testimonios  es el mejor antídoto contra   uno de los peores demonios del siglo XXI, la impunidad.  Si se atiende la voz de los testigos se puede interrumpir la cadena entre víctima y verdugo, entre víctima que se convierte en verdugo y entre justicia no cumplida y nuevas venganzas.   El mapamundi contemporáneo es  testigo de que las viejas Erinias no han muerto: caminan entre nosotros.

El testigo que ofrece su vivencia  desnuda la verdad y ofrece argumentos a favor de la justicia. Cuando el testimonio proviene de los verdugos el relato permite juzgar a otros actores y condenar a quienes avalaron o estimularon los actos.  Esos testimonios públicos podrían servir  para que otros verdugos hablen de sus actos; quizás así,   potenciales torturadores podrían modificar  su decisión.   La imparable  pérdida de valores éticos,  el incremento sin coto de la deshumanización, la desertificación de la terra ethica, la pobreza y la miseria  son semillas para que algunas personas se transformen en verdugos.  La falta de auto cuestionamiento, resultado de esa pérdida de valores,  es otra razón para la perpetuación  del género torturadores.

Las preguntas de ayer son las mismas de hoy: ¿por qué un ser humano se transforma en torturador?, ¿es posible impedirlo?   Quienes cavilan acerca del origen del mal, como Kant, aseguran que ese acto  está determinado ontogénicamente. De tener razón Kant habría que  aceptar que la humanidad es rehén del mal y que  poco o nada se puede hacer para modificar la conducta de las personas deslumbradas por alguna sinrazón.

Con frecuencia es imposible  trazar la frontera entre lo humano y lo inhumano. El número in crescendo de niñas que mueren como consecuencia del turismo sexual en Asia,  o el imparable incremento de personas decapitadas como sucede en México,  es parte de esa frontera desdibujada donde la violencia transforma lo humano en inhumano.   Esa imposibilidad debería ser buen pretexto para generar una escuela de escuchas, una escuela donde los testimonios sean la semilla para contrarrestar la idea del filósofo alemán.  Es necesario sembrar argumentos y escuelas para refutar la idea de Kant.  Es indispensable penetrar la “zona gris” de Levi para romper la “larga cadena que une al verdugo y a la víctima”.

Lamentablemente, la historia contemporánea cabalga al lado de la idea kantiana.  Desde la  mirada de las víctimas y desde la realidad de la pobreza es evidente que la mayoría de los modelos construidos por la humanidad no han logrado sus propósitos. Aunque hay quienes piensen  lo contrario,   lo cierto es que  la  religión, la globalización y la educación  no han modificado  sustancialmente las condiciones de vida de cientos  de millones de personas. Matt Ridley no comparte esa idea;  en su libro The Rational Optimist: How Prosperity Evolves (Harper, 2010), asegura que las condiciones de vida para la mayoría de la gente ha mejorado.

Desde  la perspectiva de los más pobres  y de los familiares de las víctimas que aguardan respuestas justas,   el conocimiento, la democracia y la mayoría de las formas  del  poder   no  sólo no han respondido a sus expectativas, sino que, en ocasiones, han sido utilizados en su contra.            Ilustres personajes -algunos dirigentes nazis después de terminar su labor diaria en los campos de concentración escuchaban por la tarde a Schubert o leían a Schiller-  han colaborado con los torturadores, ya sea por el prestigio que suponen esas alianzas, por el mero ejercicio del poder  o por motivos económicos.  En ese tenor, es una pena que un  asesino  como Augusto Pinochet haya muerto sin ser enjuiciado o que  Radovan Karadzik, quien se encuentra preso,  aún no  haya sido condenado.

Es probable que la conciencia de algunos verdugos se estremezca a partir  de lo que escuchan.  El caso del teniente William Calley sirve de ejemplo. Calley  comandaba el pelotón que mató a incontables civiles vietnamitas en la aldea de My Lai en 1968;  el militar guardó silencio durante décadas. Hace poco tiempo dijo  que “no pasa un día” sin que sienta remordimiento “por lo ocurrido ese día en My Lai”;  “ese día” los soldados estadounidenses  quemaron la aldea, contaminaron los pozos y mataron a cientos de vietnamitas.

Aunque el testimonio de Calley de nada le sirve a los muertos y de poco o nada a los deudos y a los supervivientes, su probable utilidad radica en la difusión del mensaje   y los comentarios que de él se hagan, sobre todo, en las escuelas primarias o en los foros donde los derechos humanos sean  leitmotiv.   Primo  Levi escribió, “Estoy en paz conmigo mismo porque he testimoniado”. Es probable que esa idea tenga eco en algunos  verdugos como Calley. El arrepentimiento de otros torturadores y el juicio contra algunos símiles  confirmaría la utilidad de esos testimonios.  La “larga cadena que une al verdugo y a la víctima” siegue siendo infinita; los testimonios son la única vía para quitar algunos eslabones.