ISABEL TURRENT

Por fin, Hosni Mubarak se fue. Como en tantas revoluciones triunfantes, los poderes establecidos no pudieron silenciar o imponer su agenda sobre la voluntad de la sociedad civil. El destino de Mubarak se selló, en gran parte, cuando el segundo gran actor del drama egipcio -el Ejército- decidió aparentemente actuar de acuerdo con sus propios intereses y no con los del Presidente y anunció que no reprimiría a los manifestantes. Ningún gobierno que pierde el monopolio de la violencia legítima frente a una revuelta popular tiene posibilidades de sobrevivir políticamente.

Sin embargo, el jueves 10 fue evidente que las Fuerzas Armadas no querían la renuncia inmediata de Hosni Mubarak: el Presidente no podría haber anunciado ese día que se iría hasta septiembre sin el visto bueno del Ejército. Los militares tienen muchos intereses en el régimen que encabezaba Mubarak: entre ellos, la derrama de miles de millones de dólares que reciben de Estados Unidos cada año y las ramas de la industria que controlan sin rendir cuentas a nadie que no sea el Presidente, que es también su comandante en jefe. No sorprende que para el Ejército, una transición ordenada y pacífica fuera una mejor opción que construir un nuevo orden democrático en una atmósfera de incertidumbre y caos.

Pero la multitud reunida en la plaza Tahrir tenía otras prioridades. La más importante era la renuncia inmediata de Mubarak. El Presidente pudo haberse apoyado en la policía y en sus poderosos aliados en el exterior (Washington e Israel, que apoyaron a Mubarak y el orden geopolítico predecible que ayudó a apuntalar en el Medio Oriente, y Europa, que se benefició del flujo ininterrumpido de petróleo y gas gracias a la estabilidad que Mubarak les regaló por 30 años), si hubiera confrontado una protesta de algunos sectores de la población. Para su desgracia, a los manifestantes jóvenes y pobres que se movilizaron hace tres semanas y llenaron la plaza Tahrir, se sumaron, uno tras otro, el resto de los estratos de la sociedad egipcia: hombres mayores y mujeres, las clases medias y, finalmente, los obreros. La única opción que tiene un gobierno autoritario para mantenerse a toda costa en el poder frente a la sociedad civil organizada es la represión masiva al estilo iraní. El Ejército le cerró esa alternativa a Hosni Mubarak.

El tercer vértice de la cara doméstica de la revolución egipcia -la oposición organizada- tendrá un papel mucho más importante en el futuro, que el que tuvo durante de la revuelta. A diferencia del movimiento que tiró al Shah de Irán a fines de los setenta y de la revolución polaca encabezada por Solidaridad o la de Terciopelo en Checoslovaquia, la egipcia no tiene líderes. Los jóvenes internautas, que fueron la piedra de toque de las protestas, no están preparados para asumir el poder y Mohammed ElBaradei será, si forma parte de un nuevo gobierno, el Kerensky de la revolución egipcia: un líder de transición. No hay ningún Ayatollah Khomeini en Egipto. Por ello, aunque Mubarak declinó a favor de una junta militar, los partidos políticos con arrastre y organización jugarán un papel fundamental en el futuro inmediato. En especial, el más antiguo y mejor organizado: la Hermandad Islámica.

La Hermandad deriva su poder de su presencia en una amplia red de organizaciones, desde sindicatos hasta mezquitas, escuelas y negocios. Cuenta, además, con un instrumento inmejorable de movilización: el Islam. La historia del partido no ha sido democrática: es la célula madre de Hamas y en sus orígenes ideológicos está el apoyo a la jihad, la intolerancia y la creencia de que el Corán es un texto religioso y también una guía política. Difícilmente contribuirá a construir la democracia si no desarrolla un programa secular que respete los derechos humanos de mujeres y minorías religiosas. Ello dependerá de que las riendas del partido pasen a las manos de sus miembros jóvenes, más liberales y modernos que los fundadores del partido.

El otro peligro para la modernización política de Egipto proviene, paradójicamente, del Ejército mismo. Las Fuerzas Armadas egipcias tuvieron ya una oportunidad para construir una democracia en 1952, cuando después de derrocar a la monarquía, un Consejo Revolucionario militar tomó, como ahora, el poder en el país. El experimento derivó en el sistema autoritario de Nasser, Sadat y Mubarak. Esta vez, los militares egipcios tendrán que luchar contra su propia formación, que privilegia actitudes muy poco democráticas como el mando vertical y la obediencia ciega a las órdenes superiores, y contra sus intereses en el sistema que han contribuido a derruir en las últimas semanas, para satisfacer las demandas de la sociedad civil. Les espera la titánica tarea de poner las bases de un entramado institucional democrático, convocar a elecciones y ceder el poder al gobernante que escoja el electorado. Sólo entonces, Egipto atravesará el umbral hacia una democracia plena.

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