Paloma Sulkin

Exiliada de ninguna-patria

Con la nostalgia de pertenecer

A la tierra que perdí sin habitar

Al igual que muchos inmigrantes, mis padres al llegar a México guardaron silencio. Se resistieron a hablar de sus patrias originales, y se negaron a usar  sus idiomas natales. Los “olvidaron”, y nosotros los hijos de la post-guerra crecimos frente a esta ruptura, “con toda naturalidad”, como quien surge de la nada, sin sorpresa, sin un pasado reciente, ni  paisajes lejanos que inventariar.  La consigna era recordar quiénes somos, pero más allá de lo concreto. La historia personal  se disolvía en la colectiva, sin tiempo ni espacio.

Sin embargo, cada uno de nosotros necesitaba un aquí y un ahora para funcionar, una raigambre geográfica, un suelo que se pudiera considerar propio. De poco servía ser parte  de una entelequia abstracta que es pertenecer a un pueblo, si antes no pertenecías  a una familia,  conocías tu  genealogía, o procedías  de algún lado.

Y sin tener una idea muy elaborada, o teniendo más bien un esbozo mínimo de  la vida del shtetl y de los parientes, de los tíos, o los abuelos, nos llegaron todos ellos y todos los otros –que también eran nuestra responsabilidad según el mandato judío- nos llegaron de repente convertidos en Holocausto. Ese gran mal, esa gran tragedia omnipresente en nuestras cortas vidas: la muerte infiltrada por todos los poros como un ácido nocivo que se hubiera liberado de alguna alcantarilla invadiendo todo lo que nos rodeaba, afectando especialmente algunos órganos y funciones mentales en proceso de estructuración, porque el vacío y la desinformación habían configurado nuestra memoria en torno a una cortina que escondía algo para evitar angustiarnos. Pero la cortina se vino abajo por el peso de las montañas de zapatos, de anteojos, de cadáveres, de dientes de oro, de trenes hacinados con su carga humana y, otra vez, nos encontrábamos frente a la imposibilidad de rastrear la historia personal que se vuelve un suceso colectivo. Nuevamente la tragedia propia diluida en la de todos, sin nombre ni paradero.

Una tolvanera gigantesca envolvió a Europa y levantó con su fuerza gente, casas, cosas, sueños, quedando todo desperdigado, despedazado, sin orden, sin posibilidad de reconocer los restos y sin  poder digerir este suceso inaprensible: el Holocausto con toda su parafernalia y su  terminología inasimilable como  Leyes de Nuremberg, “guele late” (parches amarillos), ghettos, campos de concentración, y campos de exterminio. Solución final, deportados, alambradas de púas electrificadas, números tatuados, cámaras de gas, Zyklon B, hornos crematorios, campos de desplazados etc. – porque en qué enciclopedia de los 40 podíamos consultar esto para repetir en clase lo que era imposible retener en la memoria. Cómo organizar esta información maléfica, inarticulable en frases coherentes. Cómo relacionar La Troyer Academie (Ceremonia Luctuosa) realizada cada año en la escuela en memoria de los seis millones de judíos exterminados, con Sórele, Rívkele y Táibele, las hermanitas de mi padre a quienes no pudo traer a tiempo, igual que  tantos hombres y mujeres que  no consiguieron  el dinero necesario para salvar a su gente, y tantos otros, que a pesar de tenerlo, fue demasiado tarde.

Y así, antes de poder conceptualizar estos sucesos irracionales y curar las llagas que lastimaban la  infancia y la adolescencia, alguien abrió la puerta permitiendo la entrada al aire fresco que nos daba en la cara; los judíos migrantes tuvimos por fin un Estado propio: Israel. Pero ¿cuándo exactamente dejamos de tenerlo? Nosotros, los niños, no sabíamos bien que llevábamos 2000 años de exilio, y los que lo habíamos oído, no teníamos, como ahora, idea de la dimensión de la tragedia. Tampoco podíamos dimensionar el tamaño de nuestra felicidad.

Hasta ese momento, cada uno de nosotros se construía desde cero con lo que tuviera a mano y aspiraba a ser mexicano, lo más íntegro y leal posible. Jávele, Méndele, Shimen y Rójele, en la calle o en la escuela, no hablaban de Polonia ni de Hungría o de Bulgaria, nadie sabía gran cosa, sólo había un denso silencio.

Y  ahora Israel introducía, por si fuera poco, una dicotomía más en nuestras vidas. Y ahora qué éramos, quienes éramos entonces.

Corrían los años de evaluar la magnitud de la tragedia en cuanto al Holocausto personal. Cada familia hacía el recuento de los daños sin explicitarlos.  No estaban los datos completos para reorganizar mentalmente el caos emocional. Las conductas anormales fueron los síntomas apreciables, mientras se gestaban las enfermedades invisibles.

Sabíamos que Israel nos convertía en judíos orgullosos: ahora sí teníamos una patria que respondería por nosotros, teníamos un lugar dónde refugiarnos. Pensábamos o hablábamos de esto, otra vez, como una imagen que nos tocaba desde lejos, como grupo, como pueblo perseguido, pero yo, como muchas otras niñas, con toda la información sin procesar, no pensaba en irme por lo pronto a Israel, a pesar de la culpa que esto generaba, convirtiéndose paulatinamente en un sentimiento  familiar. Yo pensaba en el Exilio de Babilonia estudiado en clase, cuando Ciro permitió a los judíos regresar a Israel a reconstruir  el Templo, después de haber repetido sin cesar la frase que ha engramado la mente judía hasta nuestros días: Im eshkajej yerushalayim, tishkaj yemini. Si te olvidara Jerusalém que se olvide mi brazo derecho.

Muchos judíos de entonces no regresaron y formaron voluntariamente una comunidad en el exilio, lo cual me pareció en su momento una traición: ahora, yo me encontraba en el mismo caso.

Éramos finalmente una generación con la posibilidad de concretar lo que cientos de otras sólo soñaron por siglos y sin embargo ese proyecto entre las familias recién llegadas, por el momento no parecía estar en la mira.

Desde esta perspectiva, esa confusión fue un pasaje infantil que el conocimiento y la identidad fueron resolviendo (como siempre, hasta cierto punto), porque la propia condición  judía imponía un compromiso doble: por un lado con la tierra cuyo sol calentó la infancia e iluminó los recorridos cotidianos al parque, o a la escuela, el único suelo real bajo los pies. Y por el otro lado,  fue un hecho que la sola existencia de Israel nos permitía soñar con un lugar en el espacio donde nuestra pertenencia no sería cuestionada, un destino permanentemente ansiado, aunque nunca se convirtiera en realidad.

Un lugar donde no había nada que explicar. *

*Del poemario inédito “Geografía Del Exilio”

*Fragmento del libro inédito “Judíos  por Herencia, Mexicanos por Florecer: Una mirada infantil al proceso de integración.’’

Del libro: Sesenta voces por Israel desde México, KKL, 2008