RODRIGO CARRIZO COUTO

Durante la II Guerra Mundial, Suiza creó una estrategia de protección nacional ante un eventual ataque de la Alemania nazi. Un importante elemento de esta defensa consistía en una red de búnkeres equipados con tropas y artillería pesada.
Secretas hasta hace apenas unos años, algunas de estas fortificaciones pueden hoy visitarse. Reportaje.

Valangin es un pintoresco pueblo situado al inicio de una estrecha garganta por la que circula la autopista que va de La Chaux-de-Fonds a Neuchâtel. Su mayor atracción es un histórico castillo que recibe turistas regularmente.

Pero a pocos pasos del bello castillo hay otra atracción turística en la región. Una mucho menos visible. De hecho, es imposible verla a menos que uno sepa lo que está buscando. Y esa era exactamente la intención de quienes construyeron este misterioso edificio.

Se trata del Fortín de Valangin, de la 2 Brigada de Fronteras del Ejército suizo. Una construcción del año 1940 que swissinfo.ch pudo visitar y fotografiar en exclusiva en compañía de Daniel Barbey, presidente de la asociación Pro Fortins.

La última defensa de Neuchâtel
En la piedra de la montaña si uno observa con mucha atención, puede ver una estrecha mirilla de la que en fechas señaladas asoma un temible cañón camuflado. Si se mira más en detalle, una gruesa puerta blindada se abre ante un frío pasillo de concreto. La temperatura en el interior no supera los 9 grados. Tanto en invierno como en verano.

El búnker en el que nos encontramos fue construido para proteger la ciudad de Neuchâtel ante un eventual avance nazi en plena II Guerra Mundial. “Y es que esta ciudad era clave estratégicamente para proteger a Berna y Lausana”, explica a swissinfo.ch este hombre apasionado por la historia de su cantón.

De hecho, el búnker no está solo, sino que al otro lado de la estrecha garganta un gemelo más pequeño culmina las obras de defensa. Unas obras a las que en aquellos años se sumaban defensas antitanque construidas con vías de tren, minas y tropas en los bosques cercanos.

“Estas obras constituían la sexta, y última, línea de defensa de la ciudad de Neuchâtel en caso de un ataque alemán. La primera línea estaba entonces cerca de Le Locle, en plena frontera francesa”, agrega Barbey.

En el búnker más pequeño reina el frío y el visitante se encuentra con una estampa del pasado. La mesa servida espera a los hombres de la 2 Brigada. Los platos con el escudo suizo, los viejos uniformes, las cantimploras para el agua, las máscaras de gas, las municiones y los fusiles. Todo es auténtico.

“Esto es posible gracias a coleccionistas de antigüedades militares y apasionados por la Historia”, afirma el presidente de Pro Fortins, “quienes han cedido a Pro Fortins sus tesoros para poder reconstruir estos búnkeres tal como eran en tiempos de guerra”.

Entre otras particularidades, en este búnker menor se encuentra un tubo específicamente concebido para el lanzamiento de granadas a los tanques enemigos y una pesada ametralladora montada en un aparatoso trípode. “Todos armamentos fabricados en Suiza”, tal como apunta orgulloso Daniel Barbey.

Entre los equipos se ven numerosas máscaras de gas colgando de un tubo del techo. “Es que los soldados estaban obligados a llevar máscara siempre que estaban de servicio. El objeto de esta medida era evitar los ataques enemigos con gas, pero también no respirar los propios gases venenosos de sus armas al ser disparadas en un ambiente cerrado”. Un primer grupo servía las armas, mientras que el segundo comía y se reposaba en turnos de 24 horas.

Un secreto de Estado
Estas obras están hoy calificadas como Monumento Histórico y de Interés Nacional. Pero hasta hace apenas unos pocos años eran un auténtico secreto militar y su existencia estaba al alcance de unos pocos iniciados.

Tras la visita al búnker pasamos al edificio más imponente, en el que trabajaban un par de docenas de soldados (aunque algunos búnkeres llegaron a tener 2.000 efectivos) distribuidos a lo largo de tres plantas aprovisionadas por un tanque que proporcionaba 3.000 litros de agua potable. Sobre nuestras cabezas hay más de 30 metros de roca pura.

Una escalera metálica conduce a varios metros más bajo tierra, donde se encuentra todo un comedor con mesas, sillas y lámparas, estación de radio e incluso un retrato del General Guisan, el legendario militar a cargo de la defensa de Suiza durante la II Guerra Mundial y el estratega detrás de todo este sistema de búnkeres y fortines secretos.

En este espacio claustrofóbico descubrimos también baños, una cocina y una habitación con varias hileras de camastros en la que los hombres dormían. También puede verse todo un museo de armas del Ejército suizo, desde los años 30 hasta nuestros días. Todo ello aderezado de recuerdos históricos, pósteres, medallas y uniformes diversos.

“Cuando la asociación adquirió el búnker no había nada más que el cañón, y las reparaciones y puesta a punto de muros y mobiliario se hicieron a base de esfuerzo privado y algunas aportaciones económicas de la Lotería suiza”, comenta Barbey. Pero las ayudas estatales no abundan y la asociación cuenta con las visitas para mantener en pie esta estructura.

¿O sea que cualquiera puede visitar estos monumentos? “Claro”, exclama el amante de la historia, “de hecho, a la gente le encanta descubrir estas curiosidades del pasado ligadas a los secretos militares”. Un secreto que puede descubrirse desde hace apenas 5 años previa cita telefónica y pago de 10 francos suizos por adulto y 5 por menor.

En tiempo de guerra llegaron a existir 25.000 búnkeres distribuidos por toda la geografía de Suiza. Hoy quedan apenas 20 de estos fortines en condiciones de ser visitados por los turistas y curiosos. Una visita inhabitual y más que recomendable para descubrir una parte poco conocida de la historia suiza.

swissinfo.ch