SOFÍA G. DE BUZALI

La última vez que te vi, Leonora, fue un domingo, días antes de tu último cumpleaños. Hoy ya no estás físicamente entre nosotros, pero sé que te encuentras en otros mundos paralelos, mirando el devenir de los tiempos…

Recorrimos el Periférico tras la carroza.
Acompañamos a Pablo y a Gabriel.
Fue un entierro discreto, digno.

Miré a tus hijos, que llevaban en silencio una tristeza insondable. Vimos la fosa en la que fuiste colocada y observamos como los sepultureros descargaban sobre el féretro la tierra fresca, el polvo que fuiste y al que volvías.

Yeso
Láminas de cemento
Yeso
Tierra

La muerte es un misterio incomprensible. Se va sólo el cuerpo, me decía; el alma de Leonora está junto a Gabriel, junto a Pablo, mirando su dolor. Seguramente les hubieras querido decir que no lloraran, pero era muy pronto para manifestarte. Recorrí con la mirada el lugar de tu nueva morada; un cementerio pequeño, rodeado de árboles. Corté un trozo de corteza, lo guardé en mi bolso.

Los hombres terminaron de echar la tierra sobre las planchas de yeso; estaba ya al nivel del piso. Colocaron los arreglos de flores blancos que llegaron de la funeraria. Uno junto al otro. Tomé una rosa y la eché sobre todas las demás, me despedí de ti.

Adiós Leonora, te dije, adiós.

La gente se fue dispersando. Quedaste en la soledad de un panteón.

De regreso a la casa de Chihuahua, dejamos a Yolanda, tu cuidadora de tantos años. Pero, ¿quién lloraba por tu muerte, desconsolada? Doña Bertha, la del terreno de enfrente. Ella y sus amigas viven ahí desde el terremoto del ochenta y cinco, entre basura, hojas de láminas, perros y gatos. Te pusieron ya un altar. Un altar para la seño. Lo hicieron con cajas de cartón, un Cristo, flores blancas y, en la parte alta, una muñeca de plástico, de ojos azules y un vestido de tul. Recuerdo que cuando salías de tu casa, te saludaban con amabilidad y del bolso que colgabas al hombro, tú sacabas dinero y se lo dabas.

Mientras tanto, la noticia de tu muerte corría por todas partes: la radio, los periódicos y la televisión ofrecían programas especiales sobre tu vida. Las personas allegadas a ti daban entrevistas. ¡La última artista surrealista ha muerto!

Se preparaba un homenaje en Bellas Artes. Sábado a la una. Nuevamente nos reunimos frente a una inmensa fotografía tuya de juventud. ¡Qué hermosa!, comentaban los presentes. Tus hijos, inconsolables. Una orquesta de cámara tocaba entre cada discurso. ¿Sabes, Leonora?, fue extraño no verte junto a Pablo, cerca de Gabriel, con esa, tu mirada profunda, atenta. No, ya no estabas, aunque sabía que transitabas por ahí, presenciando la escena de tu homenaje.

Al salir, vimos en la explanada de Bellas Artes varias de tus esculturas. Nos detuvimos frente al gran gato parecido a un dios egipcio, erguido, digno. Alguien colocó sobre la base una rosa amarilla. Una escultura igual tenías en la esquina del comedor. Los gatos, tus guardianes. Después de Ramona y Monsieur ya no quisiste ningún otro. Pero, en cambio, llegó a tu vida tu perro Yeti. Compañero incondicional hasta el final. Por las noches, antes que cualquier otra cosa, lo hacías subir a tu cama para que durmiera junto a ti.

Semanas antes de tu partida, organizamos con Pablo y Wendy una pequeña e íntima reunión para ofrecerte una serenata por el día de tu cumpleaños, domingo 3 de abril.

Antes, fuimos a comer a aquel restaurante frente al parque, donde tanto te gustaba mirar los árboles, bebías un tequila y comías un poco de pasta.

Al regresar y abrir la puerta de tu casa, tus ojos se tornaron cristalinos cuando escuchaste Las Mañanitas para Leonora. Pablo te sostenía para caminar. No te gustaba que lo hiciera, pero ya era necesario. Nos sentamos alrededor de la mesa, siempre la mesa, frente al guitarrista y la cantante. Cantó para ti. Estabas contenta, muy contenta. Pediste incluso una canción en francés. Nos tomamos de las manos, las pusimos hacia arriba y tarareamos la Vie en Rose,

Apagaste las velas del pastel.

Pienso que los seis presentes intuimos que sería el último cumpleaños. No fumaste. No buscaste desesperadamente los cigarros en tu bolso. Sólo escuchabas la música y, con mirada dulce, extremadamente dulce, volteabas a ver a Pablo, le acariciabas la mano.

¿Cuantos años habías vivido ya?
Noventa y cuatro.
Tejiste la vida a tu manera,
la destejiste también.
Fiel a tus convicciones
A tus principios.

Mirabas lo que nosotros no podíamos ver. Inteligencia extrema. Tu cerebro funcionaba distinto. Escribías de derecha a izquierda, de izquierda a derecha como Da Vinci, y con las dos manos al mismo tiempo.

Han dicho todo sobre ti. Excepcional. Extraordinaria. Novia del viento. Hechicera. Maga blanca. Leía el tarot.

Los que te conocimos, tenemos una historia que contar. Tu energía imantaba el entorno. En cada ocasión, algo distinto quedaba impregnado en la memoria. Una palabra. Una anécdota. Una respuesta.

Me sorprendías, nunca dejabas de sorprenderme.

Te extrañaré.
Extrañare el cómo me pedías que te hablara para recordarte una cita. El cómo , al llamar por teléfono, Yolanda y tú descolgaban el auricular al mismo tiempo. La manera de comunicarte con tu perro Yeti. Echaré de menos cómo pedías permiso para fumar en un restaurante. Tu felicidad de poder hacerlo en una terraza. Los comentarios directos sobre cualquier tema. Tu mirada amorosa a Pablo y Gabriel. Tu humildad. La forma directa de decir las cosas cuando no estabas de acuerdo. Cuando me regañabas por una mala pronunciación de una palabra en inglés o por querer ayudarte a caminar. Las largas tardes tomando té en tu cocina, en el comedor, rodeados de esculturas, fotografías, recuerdos y cajas de té. Extrañaré tus rimas inglesas. La manera como recitabas a Shakespeare. Recordabas a Kati Horna, una de tus más queridas amigas. Aún la extraño, comentabas. Me hubiera gustado saber los secretos que las dos tenían guardados.

Platicabas sobre los cuervos. Churchill era el gran político que admirabas. Fotografías de la reina Isabel, que colocabas junto a la de tus gatos, la princesa Diana y postales de obra tuya de alguna exposición, pegados en la puerta de las alacena de la cocina.

Un cigarro, otro. Cuando salíamos a comer, no dejabas por ningún motivo tus bolsas. Una, chica, colgada al hombro con los cigarros. Otra, negra, con dinero y las llaves de la casa. De tu vida. En cierta ocasión, olvidaste la segunda. Tuvimos que volver. Cerciorarte que no estaba perdida. Manías de la edad. Un tequila. Bueno dos, tal vez tres, en un pequeño restaurante frente al parque. La gente te miraba, sabían que eras alguien especial.

Quedan en el perchero los sombreros con los que salías a caminar, la gabardina para ir a Sanborn´s a tomar café. Las estufas antiguas que adornaban el comedor. Una de ellas servía de mesa para el teléfono y tenía papelitos pegados con números telefónicos importantes para ti. ¿Para qué sirvieron esas estufas en su momento?, no sé. Imagino que para mezclar brebajes de plantas exóticas que preparabas con Remedios Varo. O, tal vez, para cocinar un guisado extraño, mole amarillo con cabellos de gato.

Alquimista de la imaginación. Alquimista de la belleza, de los sueños.

Nunca brindar con agua. Jamás. Recordabas los viñedos. Tenía viñedos en Francia, decías, cuando vivía con Max. Pero Chagall no me caía bien, un día le pedí prestado para comprar una tela y no me ayudó. En vez de eso, me mandó a comprar cigarros. Vaya usted, le dije.

Un cigarro, otro. El encendedor se extraviaba dentro del bolso. Mirabas de un lado al otro, nerviosa. A Pablo no le gustaba que fumaras. Lo veías como niña malcriada y regañón. Al fin, localizabas el encendedor. Do you mind. If you want, I can wait, decías con toda educación.

No recordabas por qué se enojaron Pedro Friedeberg y tú. Éramos buenos amigos, él me llevaba a pasear en su coche. Tuve tres hermanos, Arthur, pero bebieron mucho. Yo soy Roman Catholic, my mother was Irish. ¿Jorodwsky? ¿El tarot? Ya no recuerdo.
En vida, te hubiera gustado conocer lo qué sucedía con la muerte. Decías que los sueños son lugares y la muerte también. Cada ser humano se convierte en una personalidad diferente al dormir; lo mismo, pienso, sucede al morir. Son lugares en los que la tercera dimensión desaparece, de la misma forma como se evapora el consciente.

La diferencia entre vida y muerte no es tan clara y, para entender la muerte, hay que entender todos los lugares en nosotros; y los sueños, decías, son lugares.

Hoy, Leonora, conoces ya los misterios de la muerte. Espero sea como aquél que imaginaste, tan parecido al de los sueños. ¿Podrás mirar, desde allá, lo que sucede aquí? Si es así, verás el vacío tan grande que has dejado en todos los que tuvimos la suerte de conocerte.

Te extrañaré.