JULIÁN SCHVINDLERMAN

 

El líder de la Jihad global tomaba Coca-Cola y veía pornografía.

Vaya islamismo puritano.

La misma semana que cayó el exponente más prominente de la jihad global, The Coca-Cola Company cumplió 125 años. Caía el símbolo del Islam radical y crecía el símbolo de la cultura norteamericana. Ben Laden ya no cumplirá más años, pero Coca-Cola lo hará. Veredicto metahistórico, si se quiere, a propósito del triunfo eventual de Occidente por sobre el Jihadismo. Que Ben Laden tomaba la bebida de cola -rostro internacional del consumismo estadounidense- y veía pornografía -presunta manifestación de la corrupción moral occidental- sea quizás el comentario más elocuente de la total decadencia del mensaje islamista.

El filósofo francés Bernard Henri-Levy declaró que a Ben Laden no lo mató EE.UU. sino las revueltas árabes, teóricamente hablando. Al repudiar la llamada islamista con consignas de democracia y de libertad, ciertamente los árabes revoltosos han dado la espalda a la noción de un estado-jihad. Pero no debemos desconsiderar que, en el terreno, su partida fue posible gracias a un comando militar bien entrenado y mejor motivado que dio con él y lo eliminó.

Sus miembros merecen el reconocimiento primero, así como la comunidad de inteligencia y el presidente Barack Obama por autorizar la riesgosa operación. También debemos reconocer su parte al ex presidente George W. Bush por haber montado la arquitectura de defensa que permitió dar con Mr. Jihad. La información de inteligencia provino de varias fuentes, entre ellas, de cárceles secretas en Polonia y en Rumania, de interrogatorios a presos en Guantánamo, de escuchas telefónicas y monitoreo de correos electrónicos, y de todo un sistema universalmente cuestionado pero que no obstante ha demostrado ser indispensable en la lucha contra el terror.

Vale postular que si el presidente Obama hubiera dado cumplimiento a sus promesas electorales de cerrar Guantánamo, enjuiciar a sospechosos terroristas en cortes civiles, abandonar las escuchas “ilegales”, anular los métodos de interrogación, etcétera, entonces posiblemente Ben Laden aún viviría.

Tan políticamente correcto es defender la ley de la moral superior que incluso la Hermandad Musulmana de Egipto -agrupación madre de los actuales movimientos fundamentalistas islámicos- emitió un comunicado post-mortem Ben-Laden declarándose “en contra de la violencia en general, contra los asesinatos, y a favor de juicios justos” (Associated Press 2 de mayo de 2011).

La muerte de Ben Laden no es el fin del islamismo (por “islamismo” me refiero al Islam radical) ni de Al-Qaeda. Pero es un golpe duro. Hamas y Hizbullah demuestran que la eliminación de un líder no garantiza la desaparición de la organización. Aún así, la persecución de los cabecillas es imperativa. Los convierte en fugitivos, los pone a la defensiva, acota su tiempo de planificación de nuevos atentados que debe ser ahora invertido en procurar la propia supervivencia. Les da el mensaje crucial de que entrar en el negocio de la Jihad puede costarles la vida. Y estos sujetos son generosos con dar las vidas ajenas, no las propias.

Israel es la nación que más eliminaciones selectivas de terroristas ha cometido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, según el experto militar de Yediot Aharonot Ronen Bergman. No debe sorprender que el propio Mossad haya intentado matar a Ben Laden, en 1995. En tiempos en los que el fundamentalismo islámico terrorista aún no registraba cabalmente en los radares de la opinión pública mundial, el servicio secreto israelí lo tenía detectado como un agitador y terrorista islamista. Conforme Bergman ha informado, cuando Hosni Mubarak sufrió un ataque contra su vida en Etiopía, en 1995, Egipto y los Estados Unidos solicitaron la asistencia del Mossad, quien abrió el primer departamento de monitoreo de la jihad global, dio con la identidad del millonario saudita y hasta intentó envenenarlo por medio de su secretario. Si los israelíes hubieran sido exitosos quizás el 9/11 no hubiera ocurrido. Difícil de asegurar, imposible de descartar.

La lucha contra el jihadismo exige, a veces, momentáneamente dejar de lado principios de nuestra cultura, a los efectos de preservar esos mismos principios al largo plazo. Esgrimirlos en todo momento y en toda circunstancia limita las chances de la victoria, y puede asegurar de hecho su derrota. Esto puede ser políticamente incorrecto, pero es estratégicamente necesario. Osama Ben Laden ya no está entre nosotros. Un terrorista menos complotando muerte en la tierra es causa de alivio.