MARÍA JOSÉ ARÉVALO GUTIÉRREZ

EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO

Las prácticas del Santo Oficio de la Inquisición española, han sido motivo de voluminosos análisis y recuentos históricos. El termino Inquisición (lat. Nestoris Herectus Pravitatis Sanctum Officium) hace referencia a varias instituciones dedicadas a la supresión de la herejía en el seno de la Iglesia Católica. A menudo se incurre en un error de distinción en relación a los conceptos de la Inquisición en España y la Inquisición Española. Ambas expresiones se asemejan mucho sin embargo se diferencian a la hora de su desglose. La Inquisición Española es la que los reyes Isabel de Castilla y Fernando de Aragón establecen en España a partir de 1478, siendo esta independiente y diferente de la del resto de la cristiandad. Sin embargo, en España también actuó la Inquisición Episcopal y la Inquisición Pontificia. El confesor de la reina Isabel, Tomás de Torquemada, prior de los Dominicos e influyente en la corte, convence a la reina, para la creación de una Inquisición. Esta ordeno a los embajadores de España en Roma que pidieran al Papa Sixto IV la creación de una Inquisición para Castilla y Aragón.

Tras la creación del tribunal se designaron a los primeros inquisidores, Miguel de Morillo y Juan de San Martín, llegando a Sevilla en septiembre de 1480. Sus indagaciones les llevan a hallar un grupo de criptojudíos cuyo líder era Diego de Susán. El Tribunal se componía por dos jueces letrados y un teólogo, un fiscal acusador y un juez de bienes que tasaba las posesiones confiscadas a los acusados. Los asistía un número de personal auxiliar que cumplía diversas funciones; los más importantes fueron los notarios, que escribían todas las preguntas y respuestas hechas a los presuntos herejes anotando las declaraciones hechas cuando el acusado era sometido a tortura. En cada localidad existían comisarios cuya función se basaba en cumplir las órdenes del tribunal de la región, difundiendo los edictos de la Inquisición, especialmente el edicto de fe que se leía en las iglesias. Además, debía hacerlos cumplir, investigar los casos de herejía que pudieran presentarse y arrestar a los sospechosos.

Luego estaban los “familiares” que ejercían la función de vigilancia y protección de los miembros del Santo Oficio, secundando a los comisarios en los arrestos. Tanto todos los miembros, comisarios y familiares del tribunal gozaban de una indulgencia plena mientras duraran sus funciones. Los principales delitos contra la moral cristiana de competencia inquisitorial eran:

Blasfemia

Bigamia

Supersticiones

Brujería

Adivinación

Pecados nefandos (delitos abominables o inconfesables)

Delitos propios de los religiosos

Delitos contra el Santo Oficio

Llegado a este punto, podemos realizar las siguientes preguntas:

1. ¿La observancia de las prácticas culturales de los judíos equivalía a “herejía”?

2. ¿Estaban los inquisidores preparados para conocer la ley judía, y eran capaces de decidir la naturaleza de las ofensas que deseaban identificar y el tipo de castigo que ellas requerían?

3. ¿Era segura y convincente la evidencia que capacitaba a los inquisidores para procesar a estas personas?

Al recibir los Inquisidores una delación enviaban secretamente a alguno de los tantos instruidos para comunicarle al denunciado, que se debía presentar ante los señores Inquisidores, al día siguiente. Normalmente se iniciaba un interrogatorio, en momentos puntuales desconcertante para el acusado, con el fin de encarcelarlo o déjalo en libertad. Durante este proceso se encontraba el delator escondido detrás de algún tapiz, desde donde podía reconocer por el rostro al que había sido citado, sin ser visto por él. Si se trataba de un judío asentado en la localidad no se le solía llamar, en caso de haber sido dejado en libertad, hasta pasado unos meses o incluso años, caso contrario si se trataba de un forastero.

Si se daba la circunstancia que se cruzaba un Inquisidor con un “liberado”, no dudaba el primero ni un instante en saludar amablemente a este, abriéndole su alma y mostrándole el rostro humano que llegaba al ofrecimiento de una amistad. Evidentemente se trataba de un juego, que terminaría como el gato y el pobre ratón, aplastando con toda crueldad a la confiada víctima. Decidida la detención, se citaba al que hacía las veces de obispo de la diócesis, tras mostrarle la información recabada y haber deliberado sobre ella. Si se daba el caso, de que algún denunciado se burlara con la huida para no ser detenido o escapara de la cárcel, se tramitaba a un enviado con las señas comunes (ropas, figura, perfil del rostro, etc.), para reconocer al fugitivo, además se pintaban numerosos lienzos pequeños donde figuraba el retrato del ausente, para distribuirlo entre los detectives, para facilitar su detención.

La tortura y la confesión, al igual que la secrecía, jugaban un papel esencial en la evolución y desenlace de los procesos inquisitoriales y le imprimían, al mismo tiempo, su sello distintivo. No hay que olvidar, que la tortura como tal, tan aborrecida y rechazada por los derechos humanos actuales, encontró fundamento jurídico en diferentes épocas de la historia universal, lo que no justifica su existencia. El objetivo primordial del Tribunal era la homogeneidad cristiana “persiguiendo y castigando la herejía de los judaizantes”.

La confiscación de bienes, o vulgarmente llamado secuestro, era llevada a cabo una vez que el delatado era prendido. El aguacil o familiares le retiraban inmediatamente todas las llaves de sus arcas y archivos, en el caso de poseerlos. Tras levantar ante notario un acta del inventario de todos los bienes, se deposita por algún potentado de la vecindad, el cual promete de buena fe dar cuenta de todo ello cuando se la pidan. El gremio de familiares se componía por lo general de rufianes, ladrones y finalmente de una malvada clase de hombres, que estaban acostumbrados a vivir de lo robado. Una vez que el acusado pasaba a prisión, le recibía el carcelero acompañado de un notario. El prisionero tenia que deshacerse de cualquier objeto punzante, libro, escritos o cualquier objeto semejante. Tras un registro pasaba a una celda estrecha, donde permanecía de forma aislada, algunos días, semanas, meses o perpetuamente. Dependiendo de los Inquisidores, se le juntaba con otro presidiario desde el primer día de su cautiverio o, según les parecía, lo aislaban de cualquier contacto humano.

Tras varias semanas de cautiverio, los Inquisidores enviaban deliberadamente al guardián de la cárcel, para que convenciera al prisionero de que pidiera audiencia con el Tribunal. En caso de existir un rechazo por parte del rehén a acceder a dicha sugerencia, prefiriendo esperar que fuese llamado por los Inquisidores, se derivaba la siguiente situación favorable; al ser ellos quienes inician la acción, el prisionero no tendría otra preocupación, salvo responder a las objeciones de ellos. Pero lo más frecuente era, que el prisionero desconociera tales artes dejándose guiar del guardián, accediendo el Inquisidor de manera inmediata a su petición. Los interrogatorios se daban hasta que el prisionero confesaba, sufriendo amenazas de endurecer aún más el juicio a través de la presencia de un fiscal. A quienes se presentaban por propia voluntad y confesaban su herejía, se les imponía penas menores que a los que había que juzgar y condenar. Se concedía un periodo de gracia de un mes más o menos para realizar esta confesión espontánea; el verdadero proceso comenzaba después. Si los Inquisidores decidían procesar a una persona sospechosa de herejía, el prelado del sospechoso publicaba el requerimiento judicial.

Se consideraban, naturalmente, pruebas de judaísmo practicar la circuncisión, celebrar la Pascua de las Cabañuelas y otras fiestas hebraicas, adoctrinar a los hijos en la ley de Moisés, etc. Pero también eran reputadas como muy sospechosas otras prácticas ambiguas o indiferentes como ponerse ropa limpia interior los sábados, bañarse los días de ayuno y hasta rezar los Salmos de David. No comer los productos del cerdo causaba también una presunción de judaísmo a pesar de que no pocos conversos sinceros heredaban la repugnancia secular que hacía ellos experimentaban sus antepasados y, por un bien explicable efecto de autosugestión, era víctimas de arcadas y vómitos si, en su afán de demostrar su cristiandad, se atrevían a emplear el tocino en sus guisos o a ingerir una sabrosa loncha de jamón.

Dentro de este ambiente, y aplicando unos procedimientos judiciales que daban todas las ventajas a los acusadores sobre el reo, no debe extrañar que el número de condenas pronunciadas por la Inquisición en los primeros años de funcionamiento fuera elevadísima; es probable que la mayoría de los conversos, por los menos de los de fecha reciente, sufriera alguna; es verdad que en la mayoría de los casos eran admitidos a la reconciliación o sufrían penas menores; pero también hubo familias enteras exterminadas. La mayoría de las penas capitales eran el resultado de reincidencias. El condenado solía alcanzar gracia por la primera vez; pero desde entonces era vigilado y si se le probaba que había vuelto a practicar ritos judaicos la condena como relapso era irremisible; la única gracia que podía esperar era ser estrangulado antes de entregar su cuerpo a las llamas; para ello debía abjurar sus errores y declarar que deseaba morir en el seno de la Iglesia.

La tortura y la muerte en la hoguera se hicieron cotidianas, y el solo nombre de la Inquisición provocaba el terror aun en los más fervientes católicos, pues las sospechas de herejía eran habituales e indiscriminadas, y fueron muchísimos los inocentes, católicos de acendrada fidelidad y fervor, que cayeron en las garras del diabólico tribunal, víctimas inocentes de falsas y calumniosas acusaciones de herejía. También se persiguió ferozmente a los homosexuales, a los adúlteros, en particular las mujeres, y a los sospechosos de hechicería. La aplicación de la pena se convertía en un acto solemne, el auto de fe, su principal misión era ser ejemplarizador. Existieron autos de diversas categorías: auto general, celebrado con gran número de reos de todas las clases; auto particular, en el que solo participaban algunos reos sin aparato y solemnidad; el auto singular únicamente afectaba a un solo reo, celebrándose en el interior de una iglesia o en la plaza pública; el autillo era el auto singular celebrado en las salas del tribunal, que podía ser a puertas abiertas o cerradas.

El número de los judíos víctimas directas, torturadas, vejadas, robadas, infamadas y asesinadas, por el Santo Oficio en España, en un período que va entre el 1480 y el 1492 fue de al menos 65.000. A esto debemos sumarle los sacrificios indirectos, es decir, todos aquellos masacrados a instancias de los diligentes oficios del Santo Oficio, que según cálculos bastante modestos, hacen rondar la cifra entre 100.000 y 200.000 asesinados. Sumemos a este mar de sangre inocente, las otras víctimas, aquellas que son indirectas, los otros 100.000 – 200.000 que fueron expulsados de sus hogares ancestrales en agosto de 1492. Y añadamos a la cuenta del cruento genocidio a los 100.000 – 200.000 que debieron vivir escondidos, atemorizados, angustiados, disfrazados como lo que no eran ni querían ser, pero que fueron obligados a ser, cristianos.

Es lógico, que la Inquisición resulte una institución polémica porque, afortunadamente, hoy no se concibe racionalmente aplicar la pena capital por motivos religiosos. Actualmente no se da la situación de conquistas de territorios, ni consolidación de reinos, por ello el papel de la iglesia como administrador de la justicia desaparece, y actualmente asume una función reivindicadora, esta es una forma de mantener su poder y sostener toda su organización a través de la base de sus feudos creyentes, por ello a veces parece que toma nota, y da algunos cambios a sus posturas radicales; en no pocas ocasiones la jerarquía ha replanteado su dinámica, esta metodología hace que la iglesia permanezca como poder representativo de sus miembros, esto es lo que le permite subsistir como institución con el paso del tiempo.