CARLOS GARCÍA VALDÉS/CUARTOPODER

Que el régimen nazi tuvo cómplices, más allá de los estrictos ejecutores del terror militar y policial concretamente llevado a cabo, no nos ofrece la menor duda. Siempre se dijo, incluso se preguntó en Nuremberg, sin obtener respuesta, dónde estaba la honesta población alemana cuando veía circular los trenes hacia los campos de concentración o contemplaba impasible las redadas y detenciones masivas de judíos. Pero determinados profesionales, de la medicina y el derecho, dieron un paso más. Colaboraron de una manera activa, necesaria y determinante en la extensión de la barbarie o la ampararon y justificaron con sus resoluciones, acusaciones y sentencias judiciales o dictados.

De todo ello se vienen a ocupar dos libros valiosos y estremecedores, imprescindibles para alcanzar a conocer la globalidad de la red tejida por el sistema hitleriano. Son éstos los de Vivien Spitz (“Doctores del infierno”, Tempus, 2009) y de Ingo Müller (“Los juristas del horror”, Álvaro Nora/Librería Jurídica, 2009). Ambos son textos escritos desde dentro, es decir, con conocimiento directo, en un caso, y estudioso en el otro, de lo terriblemente acontecido. Spitz fue taquígrafa judicial durante alguno de los procesos por crímenes de guerra en Nuremberg (1945-1949) y recoge en sus recuerdos los testimonios de cuanto allí se dijo, referido especialmente a las barbaries clínicas.

Müller nació tres años antes de que los juicios empezaran a tener lugar y, como profesional del derecho, somete a crítica y condena cuanto de acatamiento y conveniencia ostentó la justicia alemana durante la época del nacional-socialismo, enmarcada en el totalitarismo que aquél patrocinó, representante de todo lo que de intrínsecamente malvado tuvo este periodo. La división de poderes se convirtió en un juguete en manos de los distintos jerarcas que, bajo su directo y personal poder, abarcaron los diferentes aspectos de la vida política y ciudadana.