JUAN ÁNGEL VELA DEL CAMPO/EL PAÍS

Bronca monumental al ‘Tannhäuser’ que abrió la 100ª edición del Festival alemán y polémica con la OCI, primera orquesta israelí que interpreta a Wagner en Alemania.

La convocatoria más codiciada del mundo de la ópera, diez años de lista de espera para conseguir (por métodos normales) una localidad, ha llegado a la edición número 100. Se celebró en 1976 otro centenario, el de la inauguración del teatro de la verde colina, con el mítico Anillo del Nibelungo de Pierre Boulez y Patrice Chéreau.

Los avatares históricos y las consecuencias de las guerras han impedido que ambos coincidan. El clima de conmemoración y de fiesta dominaba el lunes en Bayreuth, ante la apertura del Festival, y hasta dejaba en un segundo plano el importante concierto de ayer en la ciudad con la Israel Chamber Orchestra interpretando el Idilio de Sigfrido: una presencia especialmente relevante por ser la primera vez que una orquesta israelí toca música de Wagner en suelo alemán. Ello ha provocado una ola de reacciones de asociaciones de supervivientes del Holocausto y del propio Gobierno israelí, que no ha visto con buenos ojos esta rehabilitación de un autor que muchos en Israel siguen viendo como un icono musical encumbrado por el nazismo.

Ya en la pasada edición, el Festival de Bayreuth inauguró una sección de ópera para niños en un pabellón próximo a la Festspielhaus, precisamente con una versión reducida de Tannhäuser, tal vez por la creencia bastante generalizada de que es la ópera de Wagner con la que mejor conecta la juventud, tal y como se comprobó en los programas educativos de la Ópera Nacional de París la pasada década. Se hizo en Bayreuth una versión para niños muy acertada. Ahora, para adultos, mucho me temo que no se ha traspasado el nivel de ejercicio de fin de curso escolar en la dimensión escénica, lo que originó el lunes una bronca monumental al equipo teatral, encabezado por Sebastian Baumgarten. Bien es verdad que hubo una compensación natural por las aclamaciones que suscitó el coro del Festival, que dirige desde hace una década Eberhard Friedrich.

Lo curioso de la puesta en escena de Baumgarten es que está teóricamente muy bien razonada, tanto por su máximo responsable -asistente en su día de Ruth Berghaus y vinculado durante años a la Komische Oper de Berlín- como por el escenógrafo holandés Joep van Lieshout, o por el dramaturgo Carl Hegemann, ligado a la Volksbühne de la plaza Rosa Luxemburg de Berlín y dramaturgo asimismo de Parsifal en Bayreuth en la lectura del fallecido Christoph Schlingensief.

Un toque a este último se percibe en el ritmo de este Tannhäuser ambientado en una especie de fábrica de biogás, aunque tenga también su componente de producción alcohólica. La tesis de partida es clara. El protagonista se mueve entre lo apolíneo y lo dionisiaco. Por un lado, el mundo salvaje, hedonista y libre del Venusberg; por otro, el asociado a Wartburg y su concurso de maestros cantores, más próximo al ambiente de trabajo mecanicista, al poder, al sistema, a las convenciones y a la moral.

En ninguno de los dos está totalmente a gusto, aunque mantiene siempre un sentido de la libertad. El problema es que al sacar a flote cantidad de historias adicionales, incluso en los descansos -fue realmente conmovedora la cara de sorpresa de Angela Merkel al entrar en el teatro y ver la decoración y la algarabía existentes en escena ya antes de que sonase la primera nota musical-, el espectador se satura, se dispersa y acaba por no entender del todo lo que se le quiere contar.

Dicho de otra forma, lo que funciona como cuento ideológico, o filosófico, no tiene la misma entidad, ni capacidad de transmisión como obra teatral, y más aún si tiene detrás el soporte de una música excepcional. La emoción y el misterio desaparecen y son reemplazados por las ocurrencias -el coro de peregrinos, ay dolor, convertido en coro de limpiadores en el tercer acto, con escobas en vez de bastones de caminante- y un falso sentido de la modernidad.

A mi modo de ver el espectáculo es pretencioso y no acaba de enganchar. Varios espectadores se incorporan -como público- también al escenario en los laterales del mismo. Para ellos será un lujo, pero las dimensiones escénicas se contraen, lo que supone una limitación adicional, por mucho que se teorice sobre el acercamiento entre el teatro y la vida.

Musicalmente la cosa marcha estupendamente a las órdenes de Thomas Hengelbrock -recuérdese su Ifigenia en Tauride, de Gluck, en el Real el pasado invierno con Plácido Domingo-, que toma en la première de esta ópera el relevo de Christian Thielemann en 2002 y utiliza, como él, la primitiva versión de Dresde de 1845. El público reconoció sus méritos, aunque no unánimemente. De las voces, la más compacta fue la de Günther Groissböck como Hermann. Lars Cleveman acusó la fatiga en el último acto en el personaje que da título a la ópera, aunque puso en todo momento voluntad y estilo, al igual que Camilla Nylund como Elisabeth. En ambos hubo mayoría de palmas sobre pitos en la sala, al contrario de Stephanie Friede como Venus, que ante los abucheos no volvió a aparecer en los saludos a partir de la segunda ronda.

La meca del wagnerismo prolongará su festival hasta el 28 de agosto con el fantástico Parsifal de Stefan Herheim y Daniele Gatti, el controvertido e imaginativo Lohengrin de Hans Neuenfels y Andris Nelsons; el sugerente Tristan e Isolda de Marthaler y Schneider, y, ya en la última oportunidad, la discutible versión de Los maestros cantores, de Katharina Wagner y Sebastián Weigle. Lohengrin podrá ser vista y escuchada al aire libre por más de 10.000 personas el 14 de agosto, al igual que la nueva versión para niños de El anillo del Nibelungo en dos horas.

Las biznietas de Wagner no sueltan prenda sobre quién será el director teatral del Anillo de 2013, una vez que se cayeron sucesivamente del cartel Lars von Trier y Wim Wenders. Sin prosperar, al parecer, la opción de Michael Haneke, el nombre que suena con más fuerza es Franz Castorf. Petrenko será, en cualquier caso, el director musical y Thielemann volverá en 2012 para dirigir una nueva producción de El holandés errante. También está ya en marcha el proyecto con Leipzig -Wagner nació allí- para coproducir Las hadas, La prohibición de amar y Rienzi en 2013, año del segundo centenario del nacimiento del compositor.

Con sus más y sus menos artísticos, Bayreuth sigue siendo Bayreuth: el gran santuario de los devotos wagnerianos de todo el mundo; uno de esos lugares donde realidad y ensoñación, leyenda y deseo, arte y religión, se confunden, o, más bien, se funden.