FERNANDO ZAMORA/ IMPRESO.MILENIO.COM/ LA PÁGINA DE BETO BUZALI

Midnight in Paris (Medianoche en París). Dirección: Woody Allen. Guión: Woody Allen. Música: Cole Porter. Fotografía: Darius Khondji. Con: Owen Wilson, Rachel MacAdams, Kathy Bates, Marion Cotillard y Adrien Brody. Estados Unidos, 2011.

Ya hace tiempo, Allen decidió dejar de ser el icono de Manhattan para conquistar otras urbes: Venecia, Barcelona y hoy,  París.Este París a la medianoche en el que vagan carruajes que llevan al protagonista, un escritor hollywoodense que ha decidido moverse hacia la gran literatura, hasta el corazón de la fiesta noctámbula de su ciudad ideal.

Pero París, como todo lo realmente profundo, se ha convertido en este siglo de cinismo que anuncia Vattimo en un cliché al que sólo pareciera tocar la ironía del posmodernismo.

Ésta, la última obra de Allen, no es una comedia romántica como quieren hacer creer los mercadólogos; es una obra en torno al mal de vivre y la nostalgia que ya Vila-Matas puso en papel en París no se acaba nunca. Si Vila-Matas se burla de sí mismo a los dieciocho (escritor aspirante a Hemingway, a Marguerite Duras y a la buhardilla) en un tono que bien podríamos calificar de allenesco, el neoyorquino retoma al catalán en un juego de espejos que demuestra, otra vez, la vigencia del diálogo entre cine y literatura. Habrá que ver entre Allen y Vila-Matas qué fue primero, si el huevo o la gallina: ambos aspiran explícitamente a ser como Hemingway, pero lo hacen en un tono que nunca convino al autor de Por quién doblan las campanas para alejarse del cliché disfrazados con las máscaras de la risa y la liviandad. Esa que de tan superficial resulta profunda.

La maestría narrativa de Allen queda de manifiesto con la forma en que maneja las filias y las fobias del público conocedor, para ponerlo del lado del hombre que está rompiendo sus compromisos sociales. Nos encontramos así con un tema recurrente en la vida y en la obra del director quien aquí se da el lujo de cortar dos relaciones amorosas para hacer caminar a su protagonista bajo la lluvia parisina emancipado por un romance perecedero y casual. La comedia, sabían los griegos, es un género moral. Pero la de nuestro autor es más bien una ética romántica que, lejos de todo convencionalismo, reinventa, película a película, el contenido de palabras como “comedia” y “amor”.

En las verdaderas comedias románticas el amor convencional siempre triunfa. Pero Allen hace de su protagonista un alter-ego que desprecia todo final chambón. Evidentemente un autor que ha hecho de Gertrude Stein su Virgilio en el pantheon de París no podría andarse con moralinas. “El beso que vuelve inmortal” sólo puede serlo si se asume como perecedero. “Yo no aspiro a ser inmortal en mis obras, yo aspiro a ser inmortal no muriendo”, ha dicho Allen y aquí, en su protagonista, está más vivo que nunca. Allen asume con vivacidad la nostalgia como una de esas cosas que hacen que vivir valga la pena. Si beso, mujer y ciudad han de morir, que mueran. París no se acaba nunca.