BENJAMIN KERSTEIN – TABLET

Antes de 1967 era rara la tendencia de los sionistas a citar a Dios como su maestro. Incluso los sionistas de tendencia claramente religiosa formularon una teología esotérica, pero muy efectiva, de acuerdo con la cual los sionistas obraron – aunque sin saberlo – sirviendo a Dios, y no a la inversa.

Ahora es un lugar común señalar que la Guerra de los Seis Días y sus consecuencias provocaron una tormenta perfecta de entusiasmo mesiánico y, en gran medida, la “mesianización” del sionismo. Esto no debería sorprender. En el pequeño espacio de tres décadas, el pueblo judío sufrió el Holocausto, la reconstitución del Estado judío, la amenaza de un segundo Holocausto a manos de los ejércitos árabes, y luego una victoria sorprendentemente rápida, la reunificación de Jerusalén, y la readquisición del antiguo corazón del Estado judío. Dudo que haya un pueblo en el mundo que pueda experimentar trastornos tales y que no busque referencias o explicaciones dentro de un marco religioso.

Que este estado de espíritu era y es de otro mundo, es algo que merece destacarse. Especialmente si nos encontramos en un momento en el que el sionismo y el Estado se encuentran una vez más bajo asedio ideológico y existe la tentación cada vez más poderosa de transformar en ira o desesperación la voluntad divina. Los trastornos de la modernidad y las locuras distintivas conocidas como antisemitismo y totalitarismo dieron a luz el Holocausto, sin embargo, las guerras victoriosas de Israel fueron el producto de una gran inversión militar y de una preparación y un coraje exigente y difícil, y en ningún caso fueron fruto de una voluntad divina, al igual que el renacimiento y la reconstitución del Estado judío, muy lejos de ser un milagro divino, fueron el resultado directo del coste de muchas décadas de sangre y sudor muy humanos.

Aún así, durante los 40 años transcurridos desde la Guerra de los Seis Días, el sionismo y el Estado de Israel han tomado una connotación cada vez más mesiánica en las mentes de judíos y no judíos. Entre algunos judíos, por supuesto, los resultados son evidentes: una fe reflexiva en el poder del Todopoderoso para redimir a su pueblo, y el retorno de la creencia de que no debemos tener en cuenta el efecto o la influencia de las dificultades o privaciones en nuestra propia redención. Entre los más agresivamente mesiánicos, eso ha significado compromisos difíciles y muchas penurias, pues sólo con una dedicación continua al plan divino, como originalmente señalaba el Rabino Abraham Kook, la tierra podrá ser redimida a toda costa, y el coste humano o de otro tipo se verá compensado por el Tikkun, o la reparación, que llegará al final del día.

Entre los más fervientes partidarios “no judíos” de Israel, la fiebre que a veces les suele dominar es igualmente contagiosa. La Guerra de los Seis Días, nos dicen, se debió a la voluntad intransigente y, según dicen algunos, a la intervención directa del Todopoderoso.

Recuerdo haber visto un documental evangélico sobre la guerra de 1967 que decía que Dios había “ahogado” nuevamente a los tanques egipcios en el Sinaí, tanques que, de hecho, habían sido volados en pedazos por las armas terrestres del IDF. No obstante, hay que reconocer la sinceridad entrañable de estas convicciones, aunque el fenómeno no radique en última instancia sobre el antisemitismo o filosemitismo: es sólo otra iteración de esa danza de Edipo de unos 2.000 años entre el judaísmo y el cristianismo, ambos comprometidos en la relación entre Dios y el hombre.

Sin embargo, los trastornos mesiánicos no se restringen a la derecha, a los religiosos y similares. La izquierda, secular y religiosa, está igualmente infectada de otra fiebre. Desde la muerte del materialismo dialéctico, la izquierda, tenga los colores que tenga, no quiere admitirla ni pensarla, deshaciéndose de los símbolos seculares de su ideología, esos que la presentaban antaño como nada menos que una rama de la ciencia, dando lugar a que abrazara sus propias y peligrosas variedades del mesianismo.

Israel, actualmente, es una especie de fuerza demoníaca para muchos dentro de la izquierda actual, una encarnación del mal sobrenatural cuyas fechorías no tienen nada en común con los crímenes de otras naciones, cuyo mal siempre será menos cósmico. Pero los partidarios de Israel dentro de la izquierda son igualmente víctimas de contemplar a Israel como una nación vagamente cósmica que posee poderes redentores sin precedentes en los prosaicos dominios de la economía, la guerra y la política.

Los judíos y los no judíos de izquierda, cada vez más, tienen sus propios tikkún (actos o hechos que fomentan la reparación del mundo) que no son menos místicos y no menos apocalípticos que su contrapartida en la derecha.

Un Israel que se retire, que se reconcilie, que reconozca sus pecados, que se redime a sí mismo de su historia pecaminosa, efectuará un tikkún en todo el mundo que irradiará más allá de las escasas fronteras de la nación. Tras la redención y la reparación de Israel vendrá la redención y la reparación del Oriente Medio y, a continuación, eso nos dicen, la de todo el mundo. Y es que como los pecados de Israel son divinos en tamaño, la redención de esos pecados tendrá una dimensión igual y opuesta. La reparación de Israel deberá ser la reparación del mundo.

De ahí su fervor y su desesperación, de ahí su adopción inevitable del lenguaje de la teología, de los demonios, de los pecadores, de los santos inocentes (las sempiternas víctimas palestinas), de la guerra santa y de la muerte santa, del martirio y de la recompensa final. Todo ello ha convertido a esa izquierda en una Iglesia y a sus advertencias en el nuevo Corán.

Pero el ser nombrado “apikoros (el que niega la tradición rabínica, de epicúreo)” no es, por supuesto, un gran honor para un judío, y sus equivalentes no representan un gran honor para los gentiles. Pero incluso en sus formas más tempranas, en sus momentos más proteicos, incluso entre los religiosos, incluso en las manos de Judah Halevi, el mesiánico de los mesiánicos, el sionismo estaba entroncado totalmente con el mundo real. Fue un desafío, una rebelión, un rechazo del pacto con el diablo, tal vez inevitable, que el pueblo judío hizo con el destino. Aplastados por las exigencias de este mundo, los judíos se retiraron al mundo de las palabras y los símbolos, y se refugiaron en una especie de aplazamiento perpetuo de la misma existencia.

Tal vez no tenían otra opción. Sin duda, ellos sentían que no tenían otra opción. Pero eso no es excusa para no respaldar una marcha atrás. Para elevar a Israel en el cielo es necesario reducir y acabar con el Israel de la tierra. Este pequeño país, lleno de gente contradictoria, formado por millones de pequeñas victorias y otras tantas pequeñas derrotas, nunca podrá competir con la perfección divina conjurada por sus partidarios. Pero sin embargo este país existe. Es real. Y sólo con eso, es superior a cualquiera de sus divinas inexistencias.

Es hora de reconocer, sin vergüenza y sin un orgullo excesivo, que Israel no es un milagro ni el resultado de un mandato divino, que no es una mera sombra de la perfección en la mente de un dios desconocido, sino el resultado de los sacrificios, las contribuciones y, sobre todo, de esa mano de obra poco atractiva, de esa cotidianidad de muchos seres humanos individuales, todos los cuales, en un grado u otro, se rebelan en contra de las mismas y agradables, pero vacías, ilusiones mesiánicas que muchos de sus descendientes ahora han adoptado.

Israel no está aquí para alimentar nuestras esperanzas o nuestra fe tranquila en la redención. Está aquí para recordarnos que es, y siempre será, el reflejo del deseo del pueblo judío de hacerse dueño de su destino, de rehacer el mundo al menos desde su propio espacio dentro de él, y así poder dejar pasar los temores y las sombras del pasado, a la luz de un mundo que, aunque imperfecto e irredimible, cumple la promesa de sustituir todas esas terribles preguntas sin respuesta de, ¿Quién soy yo? ¿Qué se espera de mí? ¿Cuál es mi lugar en el plan incognoscible?, por una mucho más simple y más honorable, ¿Qué hago ahora?