ANGELINA MUÑIZ-HUBERMAN

Para Nora Glickman

No es cualquier cosa ser el cocinero de unos famosos piratas. Unos piratas que han incursionado en casi todos los mares, que siempre han salido avante, que han obtenido cuantiosos botines, y que, en tierra firme, también han sabido desenvolverse y se han atrevido a ser espías, intermediarios entre poderosos reyes, mensajeros, diplomáticos, escritores; que han urdido planes de ataque; han fundado colonias agrícolas y nuevas industrias; para, a la postre, retirarse a vivir de sus ganancias y convertirse en respetados miembros de su comunidad.

Si a esto añadimos que dichos piratas no eran cualesquier piratas, ni católicos, ni protestantes, ni musulmanes, sino judíos y que yo no era cualquier cocinero, sino un experto en las más exquisitas gastronomías, probadas y deleitosas recetas, con una sorprendente capacidad innovativa, aprovechando los más extraños y desconocidos sabores, en una palabra, que yo era un refinado gourmet y, aún más importante, que era un cocinero kosher.

Ante tales características empiezo en este momento a contar la historia de los llamados esperandos o piratas judíos del mar Caribe. ¿Quiénes son los esperandos? Aquellos judíos de Sefarad, conversos forzados, que escapamos a la persecución del Santo Oficio de la Inquisición y que hallamos nuevas fuentes de trabajo en las tierras recién descubiertas. Creamos las principales vías comerciales entre las nuevas tierras y Europa. Desarrollamos los cultivos de la caña de azúcar, del café, del cacao, del tabaco, del maíz, de la papa, y la explotación minera.

Hasta aquí iba muy bien todo, pero cuando el comercio florecía nos eliminaron y los reyes de España y Portugal encargaron a la odiosa Inquisición nuestro hostigamiento, despojo y muerte. Los esperandos, ni cortos ni perezosos, buscamos otros lugares donde refugiarnos y acudimos a la protección de gobiernos protestantes que no habrían de perseguirnos. Holanda e Inglaterra nos permitieron establecernos y nos apoyaron, sobre todo ésta última, en su lucha contra los católicos. Fue así como muchos de nosotros, expertos marinos y cartógrafos, y yo gran cocinero, nos convertimos en piratas del mar del Caribe, al lado de los ingleses, para atacar los barcos españoles y arrebatarles sus cargamentos. Esta fue nuestra manera de luchar contra la devastadora Inquisición.

A eso se debe que adoptáramos el nombre de “esperandos” para dar a conocer de manera velada nuestra identidad judía, a la espera de la llegada del Mesías, y distinguirnos de los cristianos.

Pues bien, para mí fue un gran honor preparar la comida para tan valientes personajes. Sobre todo, disfruté cuando me embarcaba bajo las órdenes de los capitanes y hermanos Palache, y cuando en cada una de nuestras incursiones fortuitas mis dotes culinarias mejoraban. Ahora quiero recordar una de nuestras incursiones.

La Burladora, el barco en el que entonces trabajaba, al avistar en el horizonte dos poderosos galeones españoles enfiló la proa a toda velocidad, se introdujo entre las naves anulando su capacidad de maniobrar, disparó sus cañones por ambas bandas, siguió su veloz carrera y se esfumó.

Fue entonces cuando nuestro barco de guerra, La reina Esther, aprovechó la confusión de los galeones españoles para atacarlos a su vez. Se hizo valer poderosamente, como verdadera reina, y los dejó a punto de hundirse para entonces iniciar el abordaje. La tripulación poseía una furia desatada y sus espadas centelleaban a diestra y siniestra sin dar reposo a los enemigos.

En poco tiempo dominaron a los españoles que no podían reponerse de lo que ocurría ante sus ojos. Pronto fueron empujados hacia la sentina quedando encerrados y despojados de sus armas.

Los piratas, en perfecto orden, desmantelaron las naves y se llevaron un botín rico en monedas de oro, piedras preciosas, barras de plata y todo tipo de metales extraídos de las minas. La jornada resultó muy productiva y no contaron con ninguna baja. Prendieron fuego a las naves y se alejaron a toda vela para reunirse con La Burladora y dirigirse a puerto seguro. Lo que me daba tiempo para preparar el exquisito banquete kosher en su honor, ya que nuestra manera preferida de celebrar cualquier victoria es con una espléndida cena.

El mar rielaba en esa hora de la tarde. El reflejo del sol hería la vista y el misterio de las rutas que nunca habrán de ser marcadas por más veces que se las retomen, no dejaba de sorprenderme, aunque ya debería haberme acostumbrado. Pero el mar, aunque repetitivo, siempre guarda sorpresas y pareciera tener un alma inalcanzable. Sobre todo cuando decide castigar a los hombres desprevenidos.

Como no hay un altar para un dios marino no se sabe qué ofrendas regalarle, pues ni aun las vidas humanas ni los barcos hundidos lo satisfacen. Su falta de forma lo vuelve inatrapable y es inútil cantarle, pues desdeña cualquier halago. Debería ser el verdadero dios de dioses. El único. Sin principio ni fin. Sin sentimientos ni ideas. Perfecto en su indiferencia.

Pero para lo que me servía el mar era porque sus balanceos proporcionaban un ritmo único al cocimiento de los alimentos. Así que el banquete quedó de primera y todo el mundo contento.

La Burladora y La Reina Esther enfilaron hacia Port Royal. El clima estaba de su lado y pronto se vio la costa. La tripulación ansiaba llegar para descansar y recibir su paga. Buscar a sus mujeres quienes las tenían y quienes no, a las del puerto, dispuestas a recibirlos. Abarcar así el miedo y el peligro pasados, la cercanía de la muerte con el placer sexual. Fundirlos en uno solo. Y luego dormir, como santos, sin serlo. Dejar que el cansancio agotara sus cuerpos, relajara sus músculos y penetrar en el reino del sueño que borra y olvida.

Después de semejantes incursiones me gustaba descansar, olvidar las batallas y las elaboradas recetas. Entonces me dedicaba a una actividad furtiva, la de saber escuchar, porque ¿quién toma en cuenta a un cocinero más que a la hora de comer? Así pasaba inadvertido y nadie prestaba atención a todo lo que oía desde mi quehacer culinario. La cocina, ahí donde yo era rey, sirvió muchas veces de lugar de encuentro para quienes conspiraban y querían tomar decisiones delicadas sin que los demás sospecharan de ellos. ¿Quién va a la cocina si no es para saber cuál será la comida del día o pedir un determinado alimento? Pero los conspiradores de un bando o de otro se daban cita en mi reino y no me tomaban en cuenta porque creían que mi deber era concentrarme en las viandas.

Eso de concentrarse en las viandas y las bebidas es de suma importancia. En efecto, calcular la cantidad de carne, pescado o aves, verduras y frutas para la tripulación y los oficiales es toda una tarea. Luego viene la toma de decisiones: de qué modo prepararlas, aderezarlas, condimentarlas. Mas, sobre todo, seguir las reglas de la dietética ritual. Desechar los alimentos no consagrados, escoger carnes en estado de absoluta higiene, no mezclarlas con lácteos, tener juegos específicos de vajillas y cubiertos para usarlos por separado y lavarlos a la perfección en baldes diferentes.

De este modo me entretenía, mas mi sentido del oído era tan desarrollado, que podía escuchar varias conversaciones al mismo tiempo. Además, como buen cocinero, era adicto a inventar no sólo recetas sino a guardar secretos y a contar cuentos. Como muchos escritores, me dedicaba a cocinar historias, aunque, a veces, de tanto divagar se me olvidaba que estaba cocinando y se me quemaban los alimentos. Solía ocurrirme que hasta el agua se me quemaba y calcinaba los recipientes. Luego concebía algún nombre estrafalario, como “pechuga de pollo al humo misterioso”, o “crema de alcachofas al atanor bien encendido”, o “verduras del huerto en fuego de la Cábala”; y los comensales quedaban maravillados de los nuevos sabores y olores. Llegué a pensar que, mientras más desastrosa la comida, más deleitados los hambrientos. Así que procuraba retrasar los horarios de servirla para que los estómagos vacíos se conformaran con lo que fuera con tal de llenarse de algo, y la capacidad de crítica disminuyera.

Otros días me inspiraba y todo me salía a la perfección. A veces los comensales, acostumbrados a mis desastres, perdían el sentido del gusto y no sabían a qué atenerse.

En realidad, la cocina era un pretexto, lo que me gustaba era escribir, aunque no recetas precisamente, por lo que me las ingeniaba para llevar un pequeño cuaderno en el que consignaba las extrañas manías de los seres humanos. Esa era mi otra actividad furtiva.

Además, un barco pirata es un buen lugar para enterarse de las intrigas politiqueras. Es un ensayo de dominio y poder, de jerarquía y de intereses. Un mínimo país. Donde manda capitán no manda marinero. Pero lo mejor es que donde manda cocinero no manda nadie más. También se considera que la cocina es un arte y un misterio. Un peligro, desde luego, pues se puede envenenar a los comensales o darles platillos de una materia prima horripilante y luego decirles qué era esa materia. Como en una famosa tragedia shakesperiana (cuando viví en Londres vi algunas obras en el Globe Theater) donde le dan a comer a una madre su propio hijo, idea que le sugerí al autor.

Temas para escribir no me faltaban y para reflexionar, tampoco. Pensaba, entre otras cosas sobre los esperandos. Esperandos, esperandos, ¿por qué siempre estar esperando? ¿Porque la esperanza es el motor de toda acción? ¿Es como el viento en la vela? Esperando que sople y así avanzar más rápido y más rápido llegar. Cuando se sale del puerto esperar a llegar al destino final y luego esperar a regresar. Los puntos de partida y de llegada se invierten, pero el trayecto es el mismo.

Esperar el día y la noche, del uno al otro y del otro al uno. Que amanezca. Que anochezca. Que el tiempo pase. Es decir, que venga la muerte. Y, para evitarla, comer. Ese es mi sino, dar de comer para alimentar la esperanza. Escribir en mi cuadernillo para olvidar el tiempo. La única manera de que el tiempo no corra es escribiendo. Escribir es la fuente de la juventud.

Pero debo interrumpir mis pensamientos. Los hermanos Palache me convocan para decirme que me encargue de comprar una buena provisión de alimentos que, en dos días, nos embarcamos de nuevo pues un espía les ha avisado que ya viene navegando un convoy de galeones españoles cargado de grandes riquezas.

Aquí suspendo las notas en mi cuadernillo y salgo de inmediato al mercado. Mañana será otro día y podré seguir cultivando mis dotes de escritor furtivo.