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Los Juegos Olímpicos de Berlín 1936 estuvieron muy cerca de ser boicoteados. Estados Unidos encabezó una protesta a la que se sumaron Canadá, Francia y Gran Bretaña para solicitar al COI que retirara la organización de los Juegos a la Alemania nazi, que ya proyectaba construir sobre la competición el mito de la superioridad de la raza aria sobre todas las demás, especialmente, la judía. Sólo la intervención del miembro del Comité Olímpico Internacional Avery Brundage impidió el veto. Brundage, tras hablar con las altas instancias nazis, anunció al mundo que el bloqueo a los atletas alemanes de origen judío no era tal, y puso como ejemplo la inscripción de 21 judíos en las pruebas de clasificación para la olimpiada. El ex atleta, que sería presidente del COI entre 1952 y 1972, reflexionó: “No hay que mezclar la política con el deporte”. El mensaje del respetable miembro del COI fulminó la amenaza del veto. Nadie consideró relevante que su discurso hubiera tenido lugar durante una reunión del German American Bund, un lobby norteamericano cuya tarea era edulcorar para EE.UU. el mensaje del régimen de Hitler.

Abortado el boicot, 20 de los 21 atletas judíos que habían sido convocados para las pruebas de clasificación para los Juegos de Berlín 1936 fueron descartados. Algunos de ellos, como la saltadora Gretel Bergmann, se les descalificó por su “mediocre marca” durante el tiempo de entrenamiento. La mediocre marca de Gretel Bergmann fue de 1,60 metros. Ibolya Csak, húngara que logró el oro en los juegos berlineses, lo hizo con un salto de 1,60 metros.

Aún así, Alemania necesitaba que al menos un judío compitiera bajo la bandera del Reich en sus juegos. Para salvar su imagen, por mera propaganda. Un atleta cuya presencia supusiera un salvoconducto para Hitler. Y así fue: cuando el 1 de agosto de 1936 el Fuhrer inauguraba los Juegos Olímpicos de Berlín, la esgrimista judía Helene Mayer desfilaba bajo la bandera del Tercer Reich.

A sus 25 años, Mayer era ya una veterana de la esgrima. En los Juegos de Amsterdam 1928, con sólo 17 años, logró la medalla de oro, una de las diez que obtuvo Alemania. Para entonces, como parte del club de esgrima de Offenbach, ya había logrado cuatro campeonatos nacionales alemanes. De vuelta a los Juegos Olímpicos, los de Los Ángeles 1932, Mayer sólo logró la quinta plaza. No obstante, su viaje a California le abrió las puertas a una beca de estudios facilitada por el club de esgrima de la Universidad del Sur de California. La esgrimista judía y alemana, de 21 años, se estableció en San Francisco en el otoño de 1932. Muy a tiempo: en julio de 1932, las elecciones parlamentarias alemanas habían encumbrado al Partido Nazi como primera fuerza política del país. En enero de 1933, Adolf Hitler fue nombrado canciller de Alemania.

Desde su residencia en San Francisco, Helene Mayer sólo soñaba con volver algún día a Alemania. Pero el corazón de su país latía a un ritmo distinto: mientras lograba sistemáticamente campeonatos de Estados Unidos en la disciplina de florete, Berlín le retiraba la licencia federativa, la ciudadanía, sus derechos. Como a una judía más.

Sin embargo, la nostalgia la desarmaba. Deseaba volver a Alemania. A su país, a sus costumbres, a sus paisajes. Más que judía, más que floretista, se consideraba alemana. Ingenuamente, no encontró motivo para mezclar política y deporte. Por eso aceptó la propuesta del necesitado Comité Olímpico Alemán de representar a su país en los Juegos de Berlín. Cada uno obtenía lo que quería: Mayer, su tierra y sus terceros Juegos; Alemania, su salvoconducto ante el mundo. Una judía competiría bajo la bandera nazi.

No obstante, el régimen de Hitler no dejaba nada al azar. En 1935, la embajada alemana en Estados Unidos se entrevistó con la atleta, y vio que no había peligro de sedición: “Helene –decía el informe- es una buena alemana y no tiene nada que ver con los judíos. Se le debería garantizar la ciudadanía del Reich tan pronto como sea posible”. Además, con su casi 1,80 de estatura, cabellera rubia y ojos verdes rompía con el arquetipo antisemita del judío enclenque y de piernas y nariz corvas. De hecho, el propio Hitler se aproximaba más a la caricatura xenófoba del judío que ella misma.

La judía Mayer compitió en los Juegos de 1936. Los de la gran parafernalia nazi. Logró una medalla de plata que celebró en el podio, solemne y en silencio, mientras se alzaba la bandera de la esvástica y extendía el brazo al modo del saludo nazi. Incluso fue recibida y fotografiada junto a Hitler, a quien estrechó la mano.

Concluidas las Olimpiadas, Mayer regresó a San Francisco pensando que podría volver a la Alemania nazi con el éxito de su medalla bajo el brazo. Hasta entonces no había podido comprender que había sido manipulada. Ni siquiera en 1938, dos años después de los Juegos, cuando no dudó en reunirse con Leni Riefenstahl en la presentación norteamericana de Olympia, el panegírico del nazismo con la excusa de los Juegos de Berlín. La película no dedicaba ni un segundo a la plata que había logrado dos años antes. El Reich, pese a todo, la rechazaba. No dejaba de verla como una despreciable judía.

Poco a poco, pudo ver como Berlín 36 no había cambiado nada. En 1937, cuando logró su tercer campeonato estadounidense en la categoría de florete, la prensa alemana no le dedicó una palabra. La ciudadanía, concedida con urgencia de cara a los Juegos de 1936, le fue retirada. “Sólo sé que me gustaría volver a Alemania, pero no hay sitio allí para mí”, escribió a una amiga. Desde la seguridad que le proporcionaba vivir en Estados Unidos supo que su tío, judío como ella, había muerto en un campo de concentración. Y que mientras la Segunda Guerra Mundial extendía las fronteras alemanas hacia el este, los atletas judíos húngaros, y austríacos que habían competido junto a ella en Berlín 1936 eran arrestados y asesinados.

En 1940, Helene Mayer entendió que había perdido: cambió su nombre por el americanizado Meyer y asumió la nacionalidad estadounidense. Siguió viviendo en San Francisco, dando clases de esgrima, alemán y ciencias políticas en la Universidad del Sur de California.

Pero cinco años después, el Reich capituló. La Gran Guerra terminó poco después, Nuremberg hizo justicia con los verdugos y Alemania comenzó a sobreponerse de su pesadilla. En 1950, Mayer / Meyer renunció a su puesto de profesora en la USC y regresó a Alemania. Allí, con más de 40 años, se casó con un viejo amigo de la infancia. Se sabía enferma de cáncer y quería volver a sentirse alemana antes de morir. Falleció poco después, el 15 de octubre de 1953.