MARINA ALAMO BRYAN/ ESTE PAIS

Llevamos la historia en la piel. Las cicatrices de un tropiezo o de una sesión de tortura dejan un rastro que dura la vida como prueba. Pero cuando el crimen no deja huella, la marca invisible falla como evidencia. Es entonces cuando se debe escarbar bajo la piel para encontrar el daño, husmear dentro de la mente para descubrir el trauma; no todas las huellas del dolor las podemos tocar con las manos.

Las cicatrices cuentan la vida, los errores y a veces también las maravillas. Pero cuando esas marcas eternas fueron impuestas desde fuera, por otros, todo cambia. La herida entonces no sana, por más que cicatrice, la marca se vuelve recordatorio eterno de la pérdida de libre voluntad. La tortura persiste aún cuando ha cesado.

De acuerdo al informe entregado este mes a Felipe Calderón por la Comisión Nacional de Derechos Humanos, el año 2009 fue el año con más denuncias de tortura en México en los últimos diez años. Esto no implica que sólo existieran 33 casos de tortura en todo el año, pues siempre queda el silencio ensordecedor de la víctimas que eligen no denunciar el delito. Según el informe, la Secretaría de la Defensa Nacional es responsable de la mayoría de los casos registrados. Setenta y ocho recomendaciones emite la CNDH, mientras la impunidad se queda agazapada, suspirando la pregunta eterna de si acaso es válido intercambiar crueldades por verdad.

El rastro más difícil de encontrar es el de la tortura psicológica: la soledad impuesta, la imposibilidad de dormir, el agua, la luz eternamente prendida y el ruido ensordecedor; ninguna de estas torturas —tan comunes en la guerra contemporánea— dejan rastro visible. Y los torturadores no temen mientras no exista evidencia. Otros métodos, como colgar, atar, ahogar, y el uso de medicamentos que alteran el estado mental dejan huella, pero no superficial. En tales casos debe inspeccionarse bajo la piel para descubrir el rastro.

El radiólogo alemán Hermann Vogel ha dedicado casi treinta años a construir un archivo de la radiología de la violencia. Su colección de radiografías iluminan el interior de cuerpos torturados para mostrar el daño interno, tanto metafórico como concreto, que ejerce la tortura. Tratando de utilizar las radiografías para describir patrones de violencia a través del mundo, Vogel creó inesperadamente un “atlas sobre la radiografía de la guerra”, y rápidamente quedó claro que un elemento fundamental de esta topografía del dolor es la tortura. A través de los rayos X, el rastro de la violencia se lee en los resquicios más profundos de los cuerpos torturados.

La mano de una víctima de tortura en Kurdistán, cuyo dedo pulgar tuvo que ser amputado después de que se le dejó colgado de él por demasiado tiempo. El pie deformado de una joven torturada por usar maquillaje en Irán. El archivo de Vogel revela que la experiencia de tortura se mete al cuerpo para jamás dejarlo, marca de forma irremediable, escondiéndose en los huecos más profundos del ser. En ocasiones estas radiografías han servido como evidencia en juicios, las imágenes acumuladas constituyen la expresión material del dolor interno que representa la tortura, ese acto inexcusable que ha acompañado a la humanidad a través de la historia.

Ciertos gobiernos han intentado justificar recientemente la tortura como un mal necesario para obtener información que salvará vidas. La lógica torcida es que el sufrimiento de un presunto criminal puede salvar miles de vidas al obtener información sobre futuros ataques terroristas o para revelar detalles de casos sin resolver. Sin embargo, tanto estudiosos como el sentido común indican que bajo tortura cualquier persona confesaría ser elefante.

La tortura no es necesidad, sino elección. Es la elección derivada de órdenes emitidas por quien jamás tocará sangre ajena. Es la acción ejercida por alguien que muchas veces no tiene elección, pues la mayoría de las veces, el torturador institucionalizado ni siquiera conoce a su víctima, no tiene nada personal contra ella, sólo sigue la orden superior. Es esta cadena de anonimato la que permite el acto que empuja a tanto torturador como torturado al punto de no retorno, el instante que aunque no deje huella sobre la piel, deja rastro que persigue para toda la vida. El temor de esta irreversibilidad es lo que más preocupa en este tiempo de violencia que azota a nuestro país, la realidad de que una vez ejercido el miedo y el dolor, no se puede volver a la normalidad con facilidad. Espero que el futuro no nos depare la imposibilidad de superar las divisiones que la violencia de estado y la violencia social inevitablemente imponen sobre nuestra sociedad. Una radiografía Vogeliana de nuestro país quizás revelaría que en el interior de nuestra piel social hoy crecen moretones que aún no han comenzado a llegar a la superficie.